Si algo hemos creado: Notas sobre el Homo Institutionalis

Por Juan Pablo Torres Muñiz

Vivimos entre instituciones. Pero por instituciones nos referimos no solo al estado, la iglesia o la escuela; consideramos la vida misma una institución, una a la que, por ejemplo, se tiene derecho, según la legislación. Ninguna otra especie cuenta con instituciones; no obstante, todas viven sin necesidad de ellas. Nosotros cuestionamos las instituciones, pero lo hacemos por medio de otra institución: el arte. Finalmente, el debilitamiento de las instituciones, sean de tipo gubernamental o sean estas valores o principios, se considera señal inequívoca de decadencia y entraña un grave peligro: la comunidad que las pierde se disuelve fácilmente, es absorbida o acaba sometida por otra de fuerte institucionalidad.

¿En qué medida las instituciones determinan nuestra vida? Sostenemos que definitivamente; que, de hecho, nos definen como personas y como tales es que vivimos.

La etimología nos dice que el término institución proviene del latín institutio que quiere decir fundación, establecimiento. Se compone del prefijo in, que refiere a penetración; statuere, que quiere decir colocar, estacionar, y el sufijo ción, que señala acto, acción o efecto.

Una institución es una construcción racional humana abstracta que determina total o parcialmente el funcionamiento de una sociedad de personas como tal. Las instituciones son tales desde el momento en que se incorporan al patrimonio de una comunidad y esto ocurre con su textualización y su uso consensuado.

Las instituciones son los materiales humanos por excelencia; en efecto, son los únicos materiales que nuestra especie crea por sí misma y gracias a los que se constituye la persona (otra institución). Si bien las creamos a partir de elementos preexistentes en la realidad, las instituciones condicionan cómo entendemos esta. Constituyen materiales del tipo que condiciona la manera en que operamos con los demás.

A menudo se tiene a las instituciones por organizaciones, pero también, en un sentido más amplio, como complejos normativos (por ejemplo, el economista e historiador Douglas North decía que las instituciones eran normas, reglas formales e informales ideadas por el hombre para facilitar la interacción y el intercambio entre individuos de una sociedad, en distintos aspectos: político, social o económico). Según la definición que aquí ofrecemos de ellas, las instituciones operan como conjuntos de personas que cumplen, cada cual, funciones específicas distribuidas entre ellas para el cumplimiento de una función común; es decir, organizaciones, pero, antes aún, como conceptos normativos, es decir, formulaciones de determinadas reglas, tal como, a partir de su promulgación, han de ser entendidas por la sociedad para su cumplimiento; así, condicionan toda organización.

Para entender mejor cuándo hablamos de una institución y cuándo no, basta referirnos a la institucionalización como una operación intelectiva, la única colectiva, no individual, afín a la definición y a la conceptualización. Así, mientras la definición es una operación intelectiva que consiste en señalar, respecto de un algo, su categoría o género próximo y su diferencia específica; y la conceptualización es una operación intelectiva que consiste en la composición de un tejido de conexiones y relaciones de imágenes, signos y símbolos en torno a un término en particular; la institucionalización es una operación intelectiva que consiste en el establecimiento de un concepto formulado en términos específicos, consensuado así para operar en una sociedad.

De manera que las instituciones no se corresponden directa ni inequívocamente con la realidad, que es siempre material, y en gran parte incognoscible. Rechazamos, en tal sentido, absurdos del tipo «todo es lenguaje» o, peor todavía, «todo es texto». Siguiendo al profesor Gustavo Bueno, que propone, existe una materia ontológico general y tres clases de materias cognoscibles: la corpórea, la sensible-psicológica y la racional, reconocemos las instituciones como materiales inventados por el hombre, construcciones abstractas, pero reales en tanto y cuanto operan efectivamente en los tres niveles de materia cognoscible. El hombre las crea y opera con ellas merced de su condición de criatura social; en tal sentido, efectivamente, su uso es eminentemente orgánico.

Nuestra especie se diferencia de otras, acaso principalmente, por el hecho de que crea instituciones y opera en la realidad a través de ellas, lo que le ha permitido trabajar colaborativamente mejor que ninguna otra y servirse del material circundante como de recursos. Esto se debe al grado de desarrollo de la razón humana, la que, a su vez, alcanza mayor nivel aún a partir de que opera con instituciones.

Nos explicamos: la razón humana se diferencia de otras razones en que permite al hombre proponer por sí mismo y desarrollar criterios compartidos, es decir, formas de abordar la realidad por raciones, por porciones lógicas y así, operar efectivamente en, con y a través de ella, en comunidad. Pero es el caso que, en determinado punto, las instituciones vienen a componer gran parte de la realidad de los hombres, lo que los obliga a un ejercicio racional a nivel íntegramente abstracto. Así, la razón humana constituye un patrimonio y, concebido como tal, una institución más. Sirva lo dicho como ejemplo de lo que se desprende de la definición aquí compartida: que toda definición, una vez concebida (conceptualizada) a nivel social, es decir, en su función compartida, constituye una institución.

Por lo tanto, es válido considerar la creación de instituciones como un paso cualitativo en el desarrollo del hombre, mucho más significativo que casi cualquier otro hasta el momento; en efecto, lo define por sobre el marco de la especie zoológica, en sentido estricto, y permite, incluso, explicar que la extinción de otros homínidos contemporáneos suyos hace miles de años, dado que acarreó la de sus instituciones, redunda en nuestro carácter único, diferenciado.

Este mismo paso conlleva, inevitablemente, el germen de otro fenómeno particularísimo, el que, en definitiva, trasciende por completo los límites de cualquier otra categoría compartida, de una u otra manera, con otras formas de vida: el nacimiento de la institución persona.

Las instituciones, una vez aparecen, son indisolubles salvo a través de nuevas instituciones. No es posible concebir el mundo desde la perspectiva humana sin instituciones. Un hombre que lo hace es efectivamente un humano en tanto especie zoológica, pero no se diferencia del modo en que lo hacemos los demás: sujetos de sociedades, libres en un marco normativo y no solo inventores, sino creadores de nuevas realidades. Era cuestión de tiempo para que se creara una institución que reconociera al ente creador de las instituciones mismas. Ahora bien, aunque se desprende de las evidencias antropológicas que el pensamiento religioso surgió primero de tal atribución o una semejante a animales —con lo que, por cierto, concuerda también Gustavo Bueno en El animal divino—, una vez el hombre asume su propio carácter creador, se aparta de las bestias para concebir, en cambio, figuras mayores, proyecciones de sí mismo y, más tarde, productos fragmentados de una introspección pretendidamente objetiva, hasta que finalmente es posible una reflexión materialista, con consciencia de los límites de nuestro conocimiento, así como de nuestra capacidad de conocer, mas siempre desde las instituciones y a través de ellas.

Las instituciones, obviamente, son falibles y no siempre perfectibles bajo su forma inicial. Son las únicas, sin embargo, que garantizan su desarrollo y superación. La intuición, y ni qué decir del idealismo, por sí mismos, son inútiles para ello, cuando no perjudiciales, lo que no obsta a que, quien guste, se aparte de la sociedad y viva más bien como un animal, caso en que igual habrá de tener en cuenta: una vez se agrupe con otros como él, generará con ellos instituciones. En cuanto al caso de personas criadas desde su primera infancia en condiciones extremas, como animales, ha sido estudiado en lo posible y arroja resultados previsibles desde nuestras coordenadas: quienes han padecido estas circunstancias, constituyen formas de vida biológica que se corresponden con la nuestra, pero no se constituyen nunca en personas normales, sobre todo porque no desarrollaron a tiempo ni a un nivel básico su capacidad comunicativa lingüística, ni mucho menos las competencias relacionadas (véanse, como ejemplos, los casos de Genie Wiley y, más recientemente, el de Oxana Malaya).

El término persona tiene origen en el etrusco phersu. En griego antiguo (πρόσωπον) y su romanización como prósopon, se compone de las raíces pros, que quiere decir adelante, y opos (relativo a opsis), que alude a rostro, ojos y a visión; por tanto, lo que se lleva delante del rostro. En efecto, prósopon era como se conocía la máscara que portaban los actores teatrales griegos, con la que hacían oír su voz amplificada y con la que interpretaban el rol que les correspondía sobre el escenario. En latín, personae pasa a designar, por extensión, no ya a las máscaras ni solamente a los actores sino a quienes estos representaban en el mundo de ficción del montaje. Así, como se aprecia fácilmente, lejos de romper con la lógica de sus orígenes, el término persona viene a designar hoy a los sujetos que integran una sociedad y participan de ella mediante la inequívoca manifiestan de su voluntad, vale decir, quienes actúan en el mundo.

En el estoicismo tardío, Epícteto, Séneca y Marco Aurelio aplicaron el término persona al individuo en pos de su destino en el mundo. Por otra parte, en Derecho Romano se tiene por persona al sujeto de derechos, quien puede ejercer su voluntad en sociedad, lo contario del esclavo.

Fue luego, sobre todo con las discusiones teológicas sobre la figura de Cristo y la Trinidad, que el término persona se esclareció, a la par que ganó hondura, hasta que, en el siglo v, Boecio propuso una primera definición formal, según la cual «persona es la sustancia individual de la naturaleza racional». Más adelante, Locke planteó como componentes determinantes del concepto de persona, las ideas de conciencia individual e identidad personal, y Kant destacó, con la racionalidad, la moralidad de la persona, remarcando su autonomía, su libertad y dignidad. Desde luego, no es todo, pero sí suficiente para, al amparo de cuanto sabe el lector, ubicarnos en el contexto general de la Filosofía, y hacer algunos apuntes más al respecto:

El hombre (Homo Sapiens Sapiens, según Lineo) es tal porque se reconoce a sí mismo como sujeto pensante y racional; es sapiente puesto que reflexiona sobre sí mismo en tanto y cuanto creador de instituciones. Su racionalidad institucional redunda en su condición de sujeto: el hombre es tal en tanto libre y autónomo. La autonomía (de autós: ‘mismo’, y nómos: ‘norma’) es la capacidad de gobernar la propia libertad en los límites de uno mismo y como parte de una sociedad. Así, una persona es tal en tanto sujeto autónomo, capaz de obrar en este doble rango normativo, lo que logra mediante las instituciones.

Cuando hablamos de persona nos referimos a una construcción racional por medio de la cual un hombre (un humano, en tanto especie biológica) o un conjunto de ellos, participa en una determinada sociedad, que le reconoce así una personalidad en ella. Cada quien desarrolla distintas personalidades, las que integra en su única persona: un mismo sujeto es, por ejemplo, padre de familia, presidente de una asociación vecinal, amigo entrañable de alguien más, empleado del departamento de administración de una empresa e integrante de un gremio, aparte hijo de una madre y hombre de carne y hueso con sus afectos y emociones. No cabe aquí, por tanto, hablar de ser humano, invención indescifrable, puesto que refiere a una ontología al margen de toda sociedad y construcción racional: un ser sin razón, ni normas, ni lenguaje, ni acervo de ninguna clase, al margen de toda organización, conocimiento y cultura: algo abstracto e imposible del que además nadie precisa diferencia específica alguna respecto de otros seres sin que medie una mística con origen desconocido.

El origen del término persona alude necesariamente a un contexto. Los actores, en principio, interpretaban roles en un mundo de ficción; por su parte, las personas participan de sociedades en el mundo real. En este, no toda atribución de personalidad resulta efectivamente en la constitución de una persona, pues solo ejercerá personalidad el sujeto que efectivamente manifieste su voluntad a través del razonamiento humano (con criterios originales, efectivos en el ámbito abstracto de la institucionalidad). Otorgar personalidad a un tótem o a una montaña, lo mismo que a un animal vivo, implica desconocer no solo su naturaleza sino la patente materialidad de sus límites, desconocer la realidad material y pretender vivir al margen de ella. Por otra parte, el reconocimiento de un niño como persona implica que se la tiene por tal, sobre todo en tanto y cuanto sujeto de derechos; es decir, parcialmente, de forma imperfecta. De hecho, es a través de la educación que recibe, se supone, que la persona se forma finalmente como tal. Al concluir la secundaria, también llamada preparatoria, cuando el estudiante supera su adolescencia —es decir, deja de adolecer de personalidad—, debiera completar su formación racional general, aplicando la razón conforme lo exige cada ciencia y disciplina enseñadas. Una vez se le reconoce la mayoría de edad, el sujeto pasa a integrar la sociedad para el pleno ejercicio de sus derechos y obligaciones. ¿Qué hay del bachillerato? Se supone que garantiza a sus egresados una efectiva inserción en la sociedad como sujetos capaces de aportes significativos, sea por medio de la investigación (a través de las universidades) o directamente, del trabajo. Es en este sentido que se dice que la escuela y el bachillerato preparan a la población para el mundo, para gestionar su libertad.

En este punto, claro, cabe preguntarse hasta qué punto las instituciones mencionadas cumplen debidamente su función; pero quizá sea más apropiado plantearse esto en otros términos: ¿En qué medida estas instituciones atienden todavía sus objetivos originales (que confluyen en el mejoramiento institucional), y no sirven, más bien, a la apenas encubierta campaña de descomposición de otras instituciones sociales, servil al mercado pletórico, que transforma el mundo y limita la libertad?

A ello volveremos más adelante. De momento, a fin de continuar con el hilo de ideas, toca recordar que el término mundo proviene del latín mundus, que significa ordenado, dispuesto con armonía; de lo que se desprende, en general, que es el conjunto de cosas, hechos y sucesos con nombre propio, con un lugar dispuesto en el conjunto general de cuanto, así, a través de términos propios y relativos, conocemos y, por tanto, dominamos, podemos disponer de ellos. El mundo de una persona que sabe más es más amplio que el de alguien que sabe poco. La imaginación opera como proyección de imágenes preexistentes, de modo que depende también de nuestros conocimientos previos, pero, a la vez, de nuestra capacidad de operar con ellos para generar nuevo conocimiento o más posibilidades de este. Todo esto, como vemos, a través de las instituciones; dentro de su marco, el que procuramos ampliar a fin de ampliar, también, nuestra libertad.

La libertad es la fuerza con la que un sujeto opera en determinado sentido, contra la fuerza de otros sujetos a los que se encuentra conectado y relacionado en el marco de una sociedad. Dicho de otro modo, la libertad es la institución relativa a un objeto o fin (se es libre, siempre, para algo) que se ejerce efectivamente como una fuerza, en tanto y cuanto podemos actuar de una u otra manera, al amparo de las normas de una sociedad. Ahora bien, en cada aspecto en el que somos libres, contamos con un determinado grado de libertad, este depende de cuánto podemos hacer, una vez más, al amparo de las normas; es decir, bajo el gobierno de la sociedad. Y es que el gobierno no es otra cosa que la administración de la libertad en una sociedad organizada.

¿Se puede ser libre al margen una sociedad? No. La libertad es una institución relativa a otras instituciones, necesariamente. Quien se interna desnudo entre montes de terreno virgen, ajeno a las normas, no es libre, es un humano que pronto será presa, no sujeto, del medio salvaje, el cual no tiene ninguna consideración por él y al cual, no importa cuánto crea el tipo en supuestos ancestrales, pagará con su vida. El Edén no era un bosque, era un jardín: geometría impuesta al caos en pos de un balance adecuado entre exuberancia y dominio.

¿Hay algo, acaso, que trascienda el ámbito de las instituciones sin, por ello, suspender el uso de la razón, al menos parcialmente? ¿Hay, acaso, alguna forma de acceder al conocimiento de la materia onto-genérica sin siquiera reconocerla material? La religión o, más bien, el pensamiento religioso teológico, plantea una respuesta particular a la cuestión. Pero ¿cómo se entiende esta desde las coordenadas aquí expuestas?

Habida cuenta la enorme complejidad del asunto, apuntamos apenas: Se supone a Dios, la persona detrás de la personalidad, la matriz del don institucional, en ejercicio permanente. Dios es dios porque es y obra: plenitud y sentido en supuesta simultaneidad, algo imposible en el plano de la articulación (que supone, siempre, partes en espacios diferentes y, por tanto, espacios cuyo recorrido implica tiempo). Una gran persona, una persona íntegra, lo es porque sabe cuándo obrar más que ser, actuar más que representar, y viceversa; porque así, además, procura al mayor grado de coherencia posible entre sus distintas personalidades. Ahora bien, solo Dios es, él mismo, verbo.

Veamos, en cuanto coincide con otros planteamientos, el de la Biblia: Conforme la revelación hecha a Moisés en el Antiguo Testamento, Dios es, tal cual apunta el tetragrámaton יהוה‎, transliterada como Y-H-V-H o Y-H-W-H, que leídas de derecha a izquierda (yód, he, waw y he), como corresponde, se pronuncian en nuestro idioma comúnmente como Yahvé o Jehová, el que fue, el que es y será; asimismo, siguiendo a Juan el evangelista, es en sí mismo, además, la palabra. En suma, como puede verse, la personalización del don de institucionalidad.

La idea de Dios se corresponde con la abstracción que comprende a las demás abstracciones, todas en acción permanente y, en tal único sentido, inmutable. Fue, es y será cuanto cabe ver, saber y entender porque fuera de él, de su «amparo», el del don de creación institucional, efectivamente no hay nada, salvo el envés mismo de dicho don: la improbable causa sin causa previa, la supuesta sustancia de Dios…, que es él mismo, ad infinitum.

La operación de institucionalización es, ya lo dijimos, la única operación de este tipo, colaborativa, comunitaria —de hecho, hace a la comunidad—; su acierto depende de cualidades que trascienden al individuo y que, sin embargo, lo unen a otros como él con orientación a un mismo fin, que no puede ser otro que el llamado bien común, trascendente más allá de conveniencias particulares y/o circunstanciales. Apenas nos planteamos el ideal de acierto completo e infalibilidad, de auténtico bien como plenitud en el desarrollo continuo de la historia, y en este contexto surge la figura que supuestamente la realiza, nos vemos ante una entidad que claramente excede la razón, pues contempla toda posibilidad, se anticipa a ella y la resuelve. Esto último, desde luego, solo cabe imaginarlo como más allá de toda forma comprensible; los hombres, limitados, verdadera y operatoriamente existentes, solo podemos abordar la realidad parcialmente, y lo hacemos, además, en un marco social; primero pequeñas comunidades, luego naciones y más adelante estados e imperios, además de iglesias.

Estas instituciones, todas eminentemente orgánico-sociales, cumplen funciones positivas, de carácter generador, así como negativas: represivas, de control, y defensivas. Unidos, en un principio, estado e iglesia, su accionar religioso implicaba claramente una disposición principalmente positiva, no sin excesos ni errores, desde luego. Veamos, por ejemplo, el caso del imperio español en expansión sobre América. Dicho imperio debía, en efecto, catolizar el mundo, pero no solo por sí mismo, sino, a su entender, por el bien del mundo mismo. Separados estado e iglesia, la primera de estas instituciones pasó a buscar una identificación más sencilla con la población, a fin de garantizar su subsistencia, y procuró cubrirse lo más pronto posible de un aura positiva: así dio con el patriotismo, y acabó desbarrando, aquí y allá en simple nacionalismo.

De un tiempo a esta parte, el estado viene siendo sistemáticamente desprestigiado, se la supone una entidad fallida, ni más ni menos que, en general, las demás instituciones orgánicas, empezando por la familia, la más afectada de todas. El ataque del que las instituciones son objeto obedece a intereses de otras organizaciones de institucionalidad más consistente y estable, aunque a menudo bien disimulada: viejos estados colonialistas custodios de paraísos fiscales, explotadores de recursos extranjeros de estados debilitados, antes colonias suyas; corporaciones transnacionales guiadas por viejas familias.

La concepción del estado como entidad generada para que a su población no le ocurran cosas negativas, como todos los conceptos de este tipo, resulta endeble, fácilmente objetable, además de prácticamente estéril. Si se parte del estado como nada más que un remedio, entonces es perfectamente lógico que, dado su carácter perfectible, lo sobrepasen siempre los problemas para cuya solución fue concebido. Por otra parte, sin instituciones sustitutas para él, querer simplemente desaparecerlo es fácil de decir y, lamentablemente, cada vez más, de hacer, al amparo de un ideal perverso: un gobierno global, una humanidad unida por buenas intenciones; en realidad, otra forma de institucionalidad, una exclusiva y excluyente, dado el disimulo por medio del que opera, de su doble cara.

En la dialéctica de estados y de imperios, en la que hoy participan, también, conglomerados económicos internacionales, el objetivo es más bien simple: la desinstitucionalización y, por consiguiente, la despersonalización masiva. Y es que una persona sin instituciones orgánicas es un individuo necesitado, urgido de ser reincorporado en una nueva comunidad; incapaz de subsistir por sí solo, aunque quiera convencerse de lo contrario, se convierte en el consumidor perfecto: desamparado, reclama… hasta que alguien le hace creer que sí, que es capaz por sí mismo de vivir plenamente, le complace a partir de esta idea y lo vuelve obediente sin que apenas se percate. Temeroso de integrarse a una nueva institución social, este sujeto, objeto más bien, del mercado, accede solamente a identificarse con otros aparentemente tan desamparados como él. En conjunto, este grupo de desamparados son víctimas de la crueldad de la vida, la que, por cierto, achacan a la sociedad que los engendró, reniegan de su personalidad en tanto esta es determinada, como es lógico, tanto por propia responsabilidad como por acción del contexto, y así tienden a su despersonalización.

La adolescentización de la gente, que tan brutalmente impulsa el mercado pletórico, conduce a la despersonalización, que no es más que el apartamiento del hombre de su condición de persona, reducido a otra institución, vaga, difusa y confusa: ser humano. De ese modo, apenas distinguible de los animales, se apela a él mediante los sentidos, a través de los estímulos más primitivos. Si la persona es retrotraída a mero humano, hermano de los animales —peor que ellos, según él mismo, por pura culpabilidad e incapacidad de responsabilidad (lo que implicaría una racionalidad institucional mayor)—, acaba como un simple agente del mercado pletórico (debidamente organizado institucionalmente) y de cualquier tendencia ideológica identitaria.

En estas coordenadas, el llamado animalismo, la culpabilización por el cambio climático (de carácter antropogénico), el afán por limitar la reproducción de determinadas comunidades (las que carecen del poder adquisitivo deseable por el mercado), la difusión por todo lado de ideologías reaccionarias fragmentaristas, se explica fácilmente.

Ahora bien, no se trata de que estos ataques sean todos diseñados ad hoc para la destrucción de instituciones y, por tanto, la limitación de la libertad de los hombres; se trata más bien de que proliferan acciones, algunas provocadas, otras espontáneas y con causas inmediatas diferentes, pero que inciden del mismo modo en beneficio del mercado pletórico, que requiere de consumidores despersonalizados. Quienes incitan su ocurrencia, fomentan su reproducción y, luego, aprovechan sus efectos, no hacen más que actuar en beneficio propio conforme la dinámica del llamado turbo-capitalismo, cuyo principal contribuyente es, desde luego, el conjunto de las, así llamadas por Bueno, izquierdas indefinidas.

Las decisiones que cada persona toma en una sociedad organizada, es obvio, tienen consecuencias que lo afectan, lo mismo que a los demás, en mayor o menor medida. Así, nos vemos ante el asunto de la responsabilidad, el respeto y la dignidad, cualidades que le son recortadas y, dado un punto, negadas, una vez son presa del proceso de adolescentización mercantil. Dado que estos sujetos, por cierto, son seducidos, casi siempre acaban manifestando hacia el sistema del que, necesitados, forman parte, una suerte de síndrome de Estocolmo.

La capacidad de asumir las consecuencias de las decisiones propias, de responder por ellas conscientemente, tanto en lo tocante a uno mismo como a la sociedad en general, es la responsabilidad. El término mismo «responsable» procede del latín respōnsum, supino de responderē, dar respuesta en tanto comprometerse, obligarse a ello. Asumir responsabilidad no equivale a admitir una culpa solamente. La culpa es una emoción que alerta respecto de la comisión de un error que trae consigo consecuencias no deseadas. La responsabilidad es una manifestación de la conciencia racional, por lo que, además, opera efectivamente con la culpa ya de lado; de hecho, cumplida su función de alerta, la culpa solo obstaculiza el uso eficaz de la razón.

La responsabilidad supone, por tanto, un conocimiento suficiente de la propia personalidad en tanto vincula al sujeto, lo sujeta a la sociedad de personas de la que forma parte. Cuanto más responsable un sujeto, más confiable es, mayor el reconocimiento que por sus competencias merece. Pero, además, cuantas más responsabilidades es capaz de asumir un mismo sujeto en diferentes contextos, ante diferentes instituciones, exponencialmente mayor, el reconocimiento en tanto y cuanto el sujeto conserve, operando en la realidad, su integridad.

El reconocimiento de la capacidad personal de asumir compromisos y responsabilidades es el respeto. El término mismo, en tanto sustantivo, corresponde al latín respectus, que procede del verbo respectāre: volverse a atender algo importante, término que se compone del prefijo re, de reiteración y énfasis, aludiendo al caso a la clara intención de spectāre, asociado a specere, vocablo que indica la acción de apreciar, de hacer una valoración. En definitiva, respetar consisten en reconocer y, por tanto, tratar a alguien acorde a su capacidad de asumir responsabilidades, a su capacidad personal de comprometerse con su sociedad. Por tanto, tratamos respetuosamente a alguien en la medida en que interactuamos con él en atención de una acertada apreciación de sus competencias personales, y le faltamos el respeto cuando lo tratamos como alguien incapaz de asumir responsabilidades que le corresponden o de las que tendría que hacerse cargo tomando en cuenta sus capacidades físicas, psíquicas y racionales, así como cuando lo tratamos como alguien por encima de sus posibilidades, caso en el cual solo podríamos estar siendo irónicos con él.

Por cierto, es de advertir que respetamos solo a personas, siempre. Quien dice respetar animales o cosas, por ejemplo, indica con ello haberle asignado arbitrariamente una determinada personalidad al objeto de su atención. Tal es el caso de la naturaleza, a la que supuestamente se la respeta bajo una forma a la cual es común además atribuir también un sexo. No es posible, entonces, faltarle el respeto a una cosa, un hecho o un suceso, no sin confirmar una atribución subjetiva de personalidad, siempre incompleta por motivos evidentes.

Ahora bien, ¿qué hace el hombre para cuestionar sus instituciones y así ampliar su libertad? ¿Qué hace para desafiar los límites de la realidad que conoce y que, intuye, lo sobrepasa y atraviesa?

Se dice que el hombre se acerca a Dios por medio del arte. Pero también es por medio de este que pasamos de asumir como verdades supuestas revelaciones, al artificio, al uso de la ficción como material cuestionador.

La ficción no es más que una forma parcial de materialidad; así, por tanto, un material ficticio solo opera al interior de los textos (escritos, visuales, audibles, combinaciones de estos o representaciones en vivo, objeto de intertextualidad); por decirlo de modo simple, existe, actúa, vive en ellos. Es sencillo distinguir la ficción de la mentira, porque esta es una ficción a la que, de algún modo se la hace operar en la realidad material, más allá del texto, es decir, se la hace pasar por plena realidad material. La ficción, por supuesto, siempre surte efectos más allá de los textos que la contienen, pero nada más como objeto de interpretación e intertextualidad.

El arte es, conforme a la teoría crítica del arte expuesta en Saro, la situación comunicativa en la que se conjugan los siguientes materiales: de una parte, el autor (de la obra de arte en cuanto texto); de otra, el lector (porque en todo caso atiende, entiende e interpreta para sí la obra, como texto); por otro lado, la obra de ficción (texto elaborado por la aplicación de competencias intelectivas del autor, a través de un lenguaje específico, técnico, y que en lugar de transmitir información, solamente, ofrece una visión particular de la realidad elocuente en su sentido, con la que puede enfrentar dialécticamente al lector); y, finalmente, el marco institucional (que valida la obra como material cuestionador de la realidad, también material, en un tiempo y lugar determinados; es decir, en situación, además de circunstancias políticas).

Desde las coordenadas aquí expuestas, se trata de la institución más sublime: por la que media el cuestionamiento del mundo en su orden institucional. De alguna forma, el arte es la ventana abierta permanentemente al mundo pre-, para- y posinstitucional. Pero su cuestionamiento, también institucional, se sujeta a la razón por medio de la cual se revela crítica de todas las instituciones, incluido el arte en sí mismo.

El arte procura, sumun de sutileza, operar al límite de la razón, aunque férreamente sujeto a ella, a menudo con gran disimulo; en caso contrario, sería simplemente inentendible, incomprensible, ininteligible y, por tanto, imposible de interpretar, con lo que cualquier cuestionamiento institucional resultaría imposible. El arte cuestiona porque es una institución que contiene la clave de estas como creaciones humanas: las delata en cuanto tienen, también de ficciones.

Bien, y ¿qué hay de otras instituciones, más precisamente, de otras disciplinas? Las implicaciones son varias y requieren estudio más hondo. Sin embargo, vale la pena deslizar un par de ideas: Acaso quepa pensar en la Psicología y la Sociología como medios de abordaje para la problemática de la gestión de las instituciones personales, y en los estudios antropológicos como los dedicados a las condiciones en que estas surgieron y de los modos en que han venido evolucionando. Acaso quepa pensar en la Historia como el estudio al servicio de la institucionalización de determinadas narraciones a fin de explicar el orden institucional de distintas sociedades a través del tiempo.

Eso… y el asunto de la ficción justificante a la que se hace rebasar su categoría con el nombre de «inconsciente».