Peligro de extinción: Sobre el arte, el artista y el fundamentalismo democrático
Por Juan Pablo Torres Muñiz
Ideal en lugar de realidad. El cambio, drástico, impregna el pensamiento de la masa. Es común, ya, que la comunicación en redes sociales se dé precisamente en estos términos. Anda muy en boga el verbo visualizar, que significa imaginar, hacer imagen, generar rasgos para una realidad que no está efectivamente ante uno. Ver un ideal. Antes, en medios como YouTube, se hablaba aún de vistas, ya no, ahora son supuestas visualizaciones. Más que un mero error, se trata de un trocamiento intencional.
Es importante saber visualizar, toda planificación se lleva a cabo por medio de esta operación. Pero muchos han llegado por preferirla al punto de obviar la vista en cuanto observación objetiva que, por cierto, nos obliga a asumir cuanto de contrario al ideal tiene lo que vemos. Millones de personas desconfían, de hecho, de lo que efectivamente tienen ante sí, de la realidad material, trituradora de ideales. Así, hoy, abundan ciegos o visionarios, pero pocos ven de veras.
Es de advertir que una visión particular, la imagen que cada quien se forma de la realidad no refleja ésta fielmente; es preferible, en tal sentido, hablar de un fenómeno de refracción. La luz de la realidad que alcanza a captar el prisma de la persona, lo atraviesa. (Aquí, los lados y ángulos del prisma se corresponden con el complejo a través del cual el sujeto opera en el mundo, inmerso en una sociedad.) Luego, la luz vuelve al exterior convertida en un haz o un juego de ellos que se refiere a la realidad de forma tangencial. En tal sentido, esta nueva luz constituye una afirmación.
Ahora bien, en el arte, el rayo que la persona genera afirma la visión particular del, entonces, artista, autor de la visión. Esta nueva luz se constituye en material a través de las técnicas de un arte en particular; brota como afirmación, y cuestiona al espectador, al lector, al escucha, etcétera, según corresponda, respecto de su propia visión de la realidad, la que tenía antes de toparse con la luz de la obra, de ser, digamos, deslumbrado por ella. Esta situación se da en un contexto determinado, cuyas coordenadas generales constan en tanto son afirmadas en un marco institucional, histórico. Gracias a este marco es posible reconocer no sólo la elocuencia de la propuesta del artista, suficiente para no requerir explicaciones que deriven la atención principal en otros materiales, desplazando a la obra, así como la potencia de la cuestión que plantea, en la medida en que las instituciones que integran la realidad presente ven sus categorías forzadas a alteración para poder ponderar de veras lo que la obra dice. Ahora bien, decimos cuestionamiento cuando es posible también decir asombro, pero preferimos el primer término porque aparte aludir a la necesidad de la revisión de las categorías preexistentes para su comprensión, se centra más en la razón nueva que, por tanto, obliga a plantear (el genio), y se aparta algo más de la visión netamente estética, de la sensación particular del receptor del mensaje, sin dejar a éste de lado, de ninguna manera, simplemente diferenciándolo lo suficiente de la obra y del marco de su interpretación.
Esta es otra forma, una forma gráfica, de explicar la teoría del arte que aquí proponemos.
Ahora bien, debido a que, como ya dijimos, abundan ciegos y visionarios, y cada vez es menos la gente dispuesta a enfrentar la realidad, incluidas las luces de los artistas de veras, cuestionadoras, hay que preguntarse en qué medida es esto distinto a lo ocurrido en otras épocas. En otras palabras, ya que es bien sabido que en regímenes totalitarios de diversas latitudes se ha procurado silenciar a los artistas de verdad, a la vez que ensalzar el trabajo nada más de los repetidores de supuestas certezas del régimen, con el llamado arte programático, ¿en qué se diferencia nuestra actual situación, sobre todo si, además, vivimos en democracia?
Aquí afirmamos que, merced del idealismo postmodernista, especialmente enfático en su fundamentalismo democrático, como lo llama Gustavo Bueno (ideología que eleva la democracia absoluta a culto, con los llamados valores democráticos como su credo y al absurdo de la igualdad sin criterios de ninguna clase como condición de actuación, mil veces idealista), lejos de promover el arte, como se dice por todos los medios que se hace hoy más que nunca, se lo combate y, en lo posible, se lo elimina. Porque cuestionar implica, necesariamente, enfrentar lo políticamente correcto.
El artista, no en tanto sujeto agremiado, dudosamente acreditado por una casa de estudios de determinadas técnicas —las que se enseñan en realidad cada vez menos—, simplemente inscrito en una agrupación de adulación circular o claro partícipe de la industria del entretenimiento, sino en tanto autor de obras de arte, partícipe activo del fenómeno artístico, según las coordenadas compartidas previamente, el artista auténtico, opera desde sí mismo, a través de sí mismo. Cada artista ha de realizar su visión particular precisamente en cuanto tiene de particular, no a través de sesgos de racionalización impuesta. Dicho de otro modo, el artista hace lo que hace, realiza su obra como una articulación de la realidad a partir de sí mismo en tanto persona: complejo corpóreo, psicológico y racional, aprovechando sus aptitudes y, desde luego, su preparación, pero sin apuntar a un fin de corte racionalista, una meta política, por ejemplo, sino como expresión ciertamente cuestionadora, dispuesta al choque con el exterior, manifestación del modo en que mejor desarrolla y comparte su experiencia; da luz a su visión, articula la realidad y por medio de ella la enfrenta. Sin romanticismos, el artista no tiene remedio en tanto no cuenta con otro medio mejor para enfrentar él mismo la realidad. Y es que su trabajo de expresión por sí solo no es garantía de que finalmente genere arte. El artista es uno de los elementos materiales que conforman la situación comunicativa que es el arte, del mismo modo que quien se enfrenta a la obra, que la obra misma y que el marco institucional que define el contexto de su “publicación” e interpretación. Nada de esto obsta, por lo tanto, que alguien desarrolle trabajos con intenciones artísticas, se exprese así, ni que alguien más pueda ver un objeto cualquiera con un enfoque de corte artístico, pero nada de esto por sí mismo, aparte los demás elementos, configura arte.
Aclarado esto, volvamos al artista, apuntando ya a su situación actual.
Hoy, el sistema es perfecto para hacer que todo mundo se crea artista o se considere uno en potencia, aparte los agremiados ya mencionados de paso antes, y también es perfecto para que artistas en ciernes, digamos, a menudo crean que lo que hacen es original, cuando en realidad se ciñen a un ideograma masificador, el de lo políticamente correcto. Pero si bien esto ocurre siempre, por fuerza de las autoridades, en estados totalitarios, y por fuerza de las masas borreguiles en estados de corte democrático, más cuanto más prósperos son estos, la diferencia a que apuntamos radica en que debido al uso de tecnologías como no las hubo nunca para la comunicación de información, para la reducción del tiempo en que se dan estas transmisiones, así como para el control de las masas de pobladores, más allá de las fronteras estatales, como masas de consumidores, el panorama cobra tintes exponencialmente más cargados.
La diferencia entre el arte y la industria del entretenimiento, así como de la mercadotecnia en cuanto sistema que aprovecha para el comercio de consumo técnicas artísticas, radica en que, mientras en el arte la obra del autor cuestiona a quien se enfrenta a ella respecto de su concepción previa de la realidad, los otros dos sistemas procuran la complacencia del espectador, del receptor de la propaganda, que ve, a través de las falsas obras de arte, del material de entretenimiento, a menudo disfrazado de material de ayuda personal, y la publicidad, que sus ideales previos se confirman. Esta complacencia se da a través, primero y más elementalmente, de la identificación, es decir, del desfile de modelos, personas ideales con las que el espectador, potencial consumidor, se sentirá afín, “comprendido”, por lo que hará lo que éste le diga. Esta identificación se da en ocasiones desde la supuesta situación inicial del modelo, es decir, desde su miseria en relación a los ideales, con lo que el espectador será “empático”, o, más comúnmente, a partir de una historia que sitúa al modelo adelantado al espectador, disfrutando ya del consumo que, así, promociona.
No pretendemos aquí abundar en el funcionamiento de estos mecanismos, simplemente procuramos apuntar rasgos a partir de los cuales es más o menos sencillo deducir su detalle y complejidad. Por otra parte, por si hiciera falta, advertimos que lo dicho no constituye una condena del llamado Marketing ni del sistema de consumo que lo aplica; simplemente lo distinguimos del arte y, ya en este punto, adelantamos cómo es que se sirve, por supuesto, de la confusión que suscita en conexión con él: El arte, como se lo entiende popularmente, alude a la sensibilidad y hoy esta cualidad es sumamente apreciada, de hecho reemplaza completamente a la razón filosófica, científica y, por supuesto, también a la artística, en suma, al pensamiento crítico, enemigo absoluto del consumo apresurado.
Actualmente, la instalación sistemática de la dinámica de consumo, propia del turbo capitalismo, se sirve, como todos los regímenes totalitarios, de la fidelidad de los entusiastas, todos idealistas, del encanto barato de la idea de revolución, de la poética que la envuelve, con la que se disfrazan las bestialidades que acarrea, necesariamente; y todo ello a un nivel nuevo, por sobre las fronteras de los estados, buscando, desde luego, debilitarlos, deshacerlos. Calza aquí toda la cantinela de ciudadanos del mundo, de hermandad universal, de paz total, de libertad absoluta, todo a través del relativismo extremo que acunó y propaga el protestantismo, con un empuje brutal a por la abolición de límites institucionales, de hecho, de todas las instituciones posibles —pues son estructuras normativas de carácter racional más o menos crítico—, complaciendo a diestra y siniestra cualquier afán identitario: gremios, colectivos, comunidades, peor aún, pueblos, naciones, y, claro, con géneros en lugar de sexos, todo lo que sirva para dividir estados organizados, especialmente si son tradicionalmente racionales…, más todavía, si su idioma es una tecnología de potencia crítica particular.
Así, por todo lado suenan absurdos como “arte colectivo”, abundan “colectivos de arte”; se habla de “arte como identidad colectiva”. Esto implica, entre otras calamidades, la confusión entre arte y artesanía y, la más perversa: la del reemplazo de arte por cultura.
Cualquier cosa puede ser cultura, siempre que provea a quienes la poseen, en efecto, a quienes dicen poseerla, de una identidad. Es, en suma, el constructo identitario más potente, de momento. Como tal, se enfrenta directamente a las ciencias, a la filosofía de rigor, al arte, a cualquier disciplina crítica, en tanto alguna de estas se atreva a poner en entredicho su valor racional, y la compare y contraste, como es lógico, con otras supuestas culturas.
Es posible afirmar que en los estados que sí cuentan con ciencia, filosofía, tecnología y arte desarrollados no se suele hablar de cultura, mientras que cuanto más pobre es un estado en estos campos, más se llena la boca su gente, de cultura.
El artista, conforme hemos expuesto, no puede plegarse de este modo a ninguna cultura, no obstante su trabajo acuse a distintos niveles la influencia del contexto, atienda a su tradición, y a menudo porque la traiciona.
Así, volvamos por última vez al carácter personal del artista —para completar la estructura cíclica de este texto—. Él opera con razón, a través de la razón, pero no siguiendo una razón programáticamente. El pintor, por ejemplo, es la mano que pinta y la pintura es él y la mano; es válido decirlo así, atendiendo al proceso sensible que experimenta, pero aún en este plano no significa que no opere la razón, es sólo que esta pasa, mientras él pinta, a un plano diferente de la conciencia del pintor. Es estúpido hablar de inconsciencia en el arte: El pintor de nuestro ejemplo toma en cuenta la extensión del lienzo, combina colores, etcétera, variedad de actos imposibles al margen de ella. Ahora bien, este mismo pintor no se detiene en su labor para volverse a una tesis inicial planteada en términos estáticos. Fluye en su acción racionalmente. La destreza del artista en el dominio de su técnica —requisito indispensable, como vemos— es tal que puede «olvidar», digamos, qué hace, y simplemente hacerlo. Se vuelca a sí mismo en la operación. Se da una conexión con los materiales, no una relación, que requeriría categorías racionales expresas, por decir lo menos.
Hay una diferencia enorme entre la compenetración lograda a través de la entrega diestra y la impostación. A esta última llegan los imbéciles: gente que persigue el ideal de hacerse uno con lo que hace, pero sin tener efectivamente cómo, de manera que su proceder mismo es un ejemplo atronador de negación del quehacer artístico. Porque no, la expresión por sí sola, como ya fue dicho, no es arte. Merece mucha atención como lo que es, psicológica, social, histórica y de muchas clases más, pero no artística, no en tanto y cuanto carezca de participación en la situación comunicativa de la que hablamos en rigor como arte, para lo que su potencia cuestionadora habrá de ser una condición sine qua non.
Por lo tanto, en nuestro medio, no es que tales o cuales gobernantes silencien directamente a artistas, es que la masa cuyo ideal alimentan los caudillos lo hace por ellos. Un estado que sucumbe al deseo ideal materializado en una supuesta política, justamente como representante de su democracia, opera en consecuencia: y las masas despedazarán alegremente, entre himnos, hurras y pintas, a los disidentes. Silenciamiento, lo llaman hoy. Cancelación, también. Y es que un totalitarismo es el sueño de la armonía universal vuelto realidad aparente para sus devotos, con un gulag cerca, donde destrozar a los disidentes.
El artista tiene, como siempre, mucho más qué decir donde se acalla la razón. Pero como no hay arte sin un juego material múltiple, se enfrenta hoy, más que nunca, a su posible extinción.