Desgarramientos: Sobre la propuesta de Gabriela Bodin

Por Juan Pablo Torres Muñiz

Alma y cuerpo. Abstracción ideal, la primera; materia, el segundo. De todas formas, no es lo mismo hablar de uno y otro que de psique y carne. Es difícil incluso decir simplemente carne, sin romper con el tono de la mayoría de diálogos. Se apela, sin más, a la sangre, al pálpito tibio de la vida, a su capacidad de tensión, o al frío gris de la muerte. En cierta forma, se supone, la palabra apela al instinto, sin misterio alguno.

Hablar de carne compromete como si de entrada nos instara al desgarro, por detrás del desnudo y sus implicaciones estéticas, directo a lo crudo y en lo brutal, con lo elemental: un ámbito delicado, por decir lo menos. Si bien no tiene nada de peyorativo.

Gabriela Bodin nos enfrenta con la carne, a través de la psique. Tejido y materia, trama palpitante. Nos toca…

(Y es que es la carne nos une. En el embarazo. En el coito. Ante la muerte. Como única vía del silencio elocuente, por detrás del lenguaje abstracto, en una clave ciertamente racional, pero de una lógica cuyo misterio no se extingue.)

El cuerpo en sí mismo constituye un sistema estructurador: es a partir de lo que este nos dice, de las más variadas percepciones, antes o después condicionadas, en mayor o menor medida procesadas por el instinto, que se construye incluso el más remoto fundamento para la imaginación. Finalmente, el pensamiento se articula como tal a partir del cuerpo.

Toda articulación refiere a la relación de un punto con otro; por tanto, a una diferenciación. La relación aquí señalada es la que da origen, con la línea, a la noción de espacio en cuanto longitud, y a la de tiempo, por el desplazamiento a través de ella, de un punto a otro.

Conviene recordar, a propósito, que la conciencia se relaciona directamente con el reconocimiento de los contornos de uno mismo, de sus límites; los físicos, primero, luego los abstractos. Finalmente, los que tienen que ver con nuestra capacidad de abstracción (metacognición).

El modo en que uno mismo se relaciona con el entorno se debe a la causalidad, en principio, por la afectación del cuerpo; por su reacción o, merced nuevamente del instinto, por sus reflejos anticipados.
Es fácil identificar otro cuerpo como el cuerpo de uno.

Acaso hablar de carne implique una vinculación todavía más universal. Eso parece decirnos cada uno de estos cuadros.

Un cuerpo, digamos, encarnado, representa siempre la consciencia de nuestros límites, todos. Si unos ojos nos miran, nos miramos nosotros mismos en ellos, no solo como reflejo: de hecho, allí mismo, en aquel par vemos el nuestro. Y a veces es posible el contacto a través de otros órganos; hacer par con el pulso, a través de la piel, por ejemplo.

¿Qué hay, entonces, en estas imágenes, de la piel como frontera? ¿Hasta qué punto el rojo, junto con los demás colores, de calidez dominante, no representan una suerte de transparentación de este tejido, haciendo más directo, íntimo, penetrante el contacto? ¿Y es una transparentación o más bien una forma sofisticada de desgarramiento, similar al que provocaría una fricción extrema, medio en la piel, medio en el pigmento sobre el lienzo, que finalmente revela la pulpa? ¿Y hasta qué punto los demás elementos se ven también afectados por este proceso, por el efecto de la visión que aquí se nos ofrece?

¿Es que acaso todo aquí sangra? ¿Cuál es, al caso, la sustancia de las cosas?

¿Se trata de una memoria que se desgarra? ¿De qué recuerdos?

Ciertamente, merced del efecto de la carne, el contacto con cada uno de estos símbolos pinta, ya fue dicho, más directo. Hiere.

Sin embargo, lejos de la crudeza efectista, nos vemos ante una incitación con otros fines, mucho más sutiles. Estos se deben al origen de los símbolos.

Si la consciencia implica la noción de tiempo, y aquí se pretende aproximar lo más posible al pulso de la carne, está claro que se revela un afecto, quizá, mucho más hondo, universal.

Está vivo todo cuanto carga consigo significado. A fin de cuentas, la verdad es la configuración de una determinada realidad, a la que uno siente es lo más fiel posible. A fin de cuentas, la realidad se constituye por el consenso de verdades cuya demostración racional se aparta de la subjetividad. Aquello a lo que de una u otra forma reacciona también nuestro cuerpo, afirmándose en el tiempo, por medio del dolor.

Si es difícil definir el tiempo, lo es más la propia vida. Lo que se ve en estos cuadros es, al respecto, una provocación.

Ciertamente, vemos, a través de la piel, tanto la figurada como la que de alguna forma representa el lienzo en sí mismo, cuanto palpita en la visión de la artista.

Sus criaturas, además de las mujeres, corresponden, si bien remotamente, a determinados arquetipos. De coraza y sangre fría. O de furor cálido. Amenazantes, arrastrándose, prestos a la zambullida, al asalto; o dispuestos, incluso, a ser levantados en brazos, atendida su rabia. En todo caso, violentos, amenazantes.

Lo que para nada falta aquí, es tensión.

Como en el caso de las primeras deidades, una emoción tras cada imagen, la caracterización de un carácter. El calor de un temperamento. Y ante ellas, el ser humano, desnudo: finito, doliente…, carne…

Resulta especialmente interesante atender el hecho de que la carne, presentada así, al margen de la abstracción que permite hablar de cuerpos, ofrece una versión parcial, simplificada de las criaturas, una imagen cruda y lastimera. Desde luego, pretende del horror, y este proviene siempre de la brutal revelación de la muerte y la impotencia absoluta ante ella.

No nos hallamos ante el retrato de seres humanos, sino de personas en tanto agentes, componentes de una población, desnudos, desollados; personas y animales reducidos a la mortalidad, a la finitud de la materia frágil.

Y si bien es errado pensar en nosotros como entes lejos, incluso ajenos, del todo abstraídos de su corporeidad (realidad con la que nos enfrenta Bodin), también lo es quedarnos sin más con lo que sangra.

Adónde nos lleva…

Sabemos.