Suele darse por supuesto que el logro de un gran retrato radica en su capacidad de fijar el instante elegido, de convertirlo en condición, es decir, generador determinante de una historia. Pero la obra de arte, compromete en realidad movimiento: afirma la imposibilidad de la quietud. De esta manera cuestiona precisamente el afán de fijar cada cosa en un sitio, manifestación del pavor humano a desaparecer. Obliga a enfrentar la simple y espantosa solución de la negación, con el caos que a fin de cuentas acarrea siempre.
Ahora bien, la pose no contraviene este principio. El arte es ficción, artificio. Lo importante es la efectividad del lenguaje. En efecto, la honestidad de la propuesta, curiosamente, condiciona los medios para la transmisión de la cuestión.
Es el caso que Heindl apuesta siempre por la sustitución de la pose, pero vale decir, incluso, que por la escena que nos tienta a hablar de su destrucción. La explosión del peso sobre el cuerpo, que lo obliga a articularse como tal, a manifestarse vivo, en su resistencia. La aparente quietud corresponde a una suerte de declaración de potencia, la contención del peso de los cuerpos hace inminente el salto siguiente, o el desplome.