Decir de drama: Sobre la obra de Robert Heindl

Por Juan Pablo Torres Muñiz

Efectivamente, hablamos de textos, pero qué tan preciso es preguntar qué nos dice, entonces, tal o cual imagen. A distintos lenguajes corresponden obviamente distintas lecturas; por tanto, la cuestión planteada de aquel modo alude tácitamente a una traducción, y supone, sin más, su plena fidelidad. Afirmar que el significado de la imagen es objeto invariable de transmisión a través de la palabra, del decir articulado en el tiempo, constituye un error, grueso, par a declarar idénticas reproducción y explicación.

Si bien esto resulta bastante obvio, la obra de Robert Heindl tienta, en su elocuencia, al intercambio de pareceres, más allá de los objetos de representación, directamente sobre la esencia de todo drama, como si contuviese ciertas claves de fácil traducción al respecto, acaso resumidas.

La lectura de un cuadro, de por sí rompe con cualquier «linealidad», incluso cuando la composición de este corresponde a la de una serie de viñetas. Su sentido es reconocible solo hacia afuera de la propia imagen, no a partir de una determinada dirección dentro de esta, como ocurre con otros textos, mucho menos se sirve del propio tiempo para su desarrollo y lectura, tempo en el caso de la música.

Así, cuando a una determinada pintura, por ejemplo, la acompañan unas palabras, y estas nos señalan como atributo de aquella cierta carga dramática, debemos recordar que dicha carga es, en realidad, provocada por la obra y no transmitida por esta, simplemente, como un contenido preexistente en ella. De manera que el autor del discurso nos aproxima a una lectura particular, siempre parcial de la obra, útil en la medida en que enriquece el diálogo sobre ella… o sobre el obrar artístico, en general.

Aquí, de hecho, vemos comprometida pintura y danza, aparte oficios diversos, nada más para empezar. El asunto es descubrir la clave de la cuestión que se propone también por medio de su representación.

Nos ayudará, al respecto, volver al drama.

¿Qué hay con él? El drama surge del conflicto. Pero para comprometer de veras la atención de quien se ve ante uno, en amplitud de niveles, debe de darse necesariamente entre dos pasiones, no solamente como una complicación de las circunstancias en que se desarrolla una de ellas.

¿A qué clase de pasiones nos referimos aquí? Resulta más o menos claro a simple vista… Bien, entonces, ¿qué pasiones mueve la pintura y cuáles la danza? Por otro lado, ¿qué pasiones nos inclinan a priori hacia dichas artes?

¿Qué hay del cuerpo en todo esto?

El cuerpo es parte del sujeto. Parte esencial, en principio.

Las pasiones, en general, abrasan al sujeto en conflicto. Cada quien arde en su entrega; esta llama es la del faro de su más comprometida causa. Los sujetos, así, actúan convencidos en un único sentido. Atienden un llamado, su vocación: la lucha los hace quienes son, su pasión responde a la cuestión de su causa de ser, de lado las explicaciones. La negación de este acto implicaría la desaparición de la persona comprometida, pues esta, en efecto, ha de morir para que, en el mejor de los casos, surja otra, concebida del desengaño.

La pasión queda patente en el dolor.

Los cuerpos aquí, sufren. Manifiestan así su lucha. El propio movimiento se revela como el fenómeno que, al margen de la justificación consciente de cada paso, se impone en cada estampa.

Cuanto menos, cabe decir que la pintura de Heindl vibra.

En base a lo anterior, ¿es dable un verdadero conflicto de alguien en soledad, el de alguien consigo mismo?  Ciertamente: entre quietud y movimiento. Entre abandono y dominio. Por voluntad, entre yacer y hacer camino.

Es en este punto que se revelan como pasiones, precisamente, la disposición a la pose y el rigor para la ejecución de un movimiento, versus la entrega, el abandono a las demás fuerzas, esas a las que responde nuestra propia naturaleza física, biológica, a menudo con miedo.

Toda pose, precisamente como tal, encaja en determinada medida, en una proporción, incluso en coordenadas. El desplazamiento, por su parte, genera cada vez su propio espacio. En el caso de la danza, cada captura fotográfica, por ejemplo, revela la manifestación de un momento, siempre transitorio, pero cada paso escapa, ya en un film, a la elocuencia de un simple fotograma.

Esta fractura es la que parece detonar desde el trazo, con frecuencia leve; desde la forma, que se insinúa a partir de la línea interrumpida, y de las sombras, de las que brota, como por arte de magia, el rasgo decisivo.

He aquí el pulso de Heindl.

Se trata de la ruptura del tiempo, y aquí, en los cuadros de Heindl, a través de la ruptura del espacio, en su representación geométrica…

En cuanto a las composiciones… ¿Representan encrucijadas? ¿Momentos de decisión? ¿Qué se nos ofrece aquí?

Volvamos al drama, a su conflicto:

Debe darse, en todo caso, una lucha entre lo particular y lo universal, que ponga en entredicho el equilibrio mismo que hasta entonces, se supone, permitía diferenciar con claridad ambas categorías. La cuestión ha de instalarse para despedazar además, los términos en que originalmente fue planteada.

Suele darse por supuesto que el logro de un gran retrato radica en su capacidad de fijar el instante elegido, de convertirlo en condición, es decir, generador determinante de una historia. Pero la obra de arte, compromete en realidad movimiento: afirma la imposibilidad de la quietud. De esta manera cuestiona precisamente el afán de fijar cada cosa en un sitio, manifestación del pavor humano a desaparecer. Obliga a enfrentar la simple y espantosa solución de la negación, con el caos que a fin de cuentas acarrea siempre.

Ahora bien, la pose no contraviene este principio. El arte es ficción, artificio. Lo importante es la efectividad del lenguaje. En efecto, la honestidad de la propuesta, curiosamente, condiciona los medios para la transmisión de la cuestión.

Es el caso que Heindl apuesta siempre por la sustitución de la pose, pero vale decir, incluso, que por la escena que nos tienta a hablar de su destrucción. La explosión del peso sobre el cuerpo, que lo obliga a articularse como tal, a manifestarse vivo, en su resistencia. La aparente quietud corresponde a una suerte de declaración de potencia, la contención del peso de los cuerpos hace inminente el salto siguiente, o el desplome.

Acaso nos vemos aquí, ante la patente división entre representación y condición real, esta última producto de la acción cruda de la física en los cuerpos, y a través de estos.

Esta esencia, la del movimiento en sí mismo, se nos ofrece como si fuera reconocible universalmente a través de los silencios de la forma, en los vacíos, y es justamente allí donde provoca a todo mundo sembrar discursos.

La paleta, fría, como corresponde a la visión toda, nos obliga a desplazar la mirada de un punto a otro en afán de definición. Y así, con cada aspecto… (Hemos de recordar que la palabra es el instrumento de la definición por excelencia, la llave que evoca los conceptos, el calor y la vida de estos.)

Ningún juego de palabras que acompaña una serie de cuadros es más que compañía. Cada cuadro conserva su misterio una vez traducidos los efectos de que se sirve y es posible explicar. No hay reflejo, sino más bien, refracción.

Dicho esto, ¿adónde nos lleva el trabajo de Robert Heindl? La pretensión bien podría ser: Lejos, más allá de la danza, en el caos con el que la física baila en realidad con nosotros, venciendo toda representación.