De marcos y tendencias: Sobre el arte y su cuestionamiento de las instituciones

Por Juan Pablo Torres Muñiz

Pese a que hoy, proporcionalmente, cada vez menos gente tiene una idea clara de qué hace un artista, en qué consiste el arte, y ya ni se diga de una definición de él; pese a que, de hecho, la indefinición y el relativismo extremo cunden, en esta como en muchísimas otras materias; pese a ello, casi todo mundo tiene del artista una imagen más o menos fija: alguien, sino excéntrico, sí de aspecto y modales bastante particulares, al que se supone sensible y de proceder, en general, opuesto, enfrentado a las instituciones, especialmente las estatales; finalmente, una especie de abanderado de la libertad —como sea se la entienda—. Así las cosas, vale la pena preguntarse en qué medida esta imagen es acertada, de qué forma lo es o puede llegar a serlo, así como qué implica, una vez asumida, tanto en cuanto al arte en sí mismo, como construcción racional, situación comunicativa y fenómeno social, como en cuanto a las sociedades en las que se desarrolla y en las que se realizan actividades reconocidas institucionalmente como artísticas.

En respuesta, y a partir de la definición de arte que aquí manejamos, y una breve teoría en torno —a disposición del lector en textos precedentes—, vemos develarse con claridad la distinción entre el artista, que lo es debido a la originalidad de su propuesta, y resulta más o menos revolucionario, del simple revoltoso, que no es ni artista ni suele actuar autónomamente, sino manipulado, sin saberlo siquiera. Para demostrarlo es necesario adentrarnos poco a poco en el asunto.

El arte es una situación comunicativa en la que se hace patente un cuestionamiento, uno referido a determinado ámbito de la realidad, a ciertas concepciones que se tienen de él en una sociedad. Ahora bien, estas concepciones no son sino producto, a su vez, de transformaciones previas, las que se dieron, en parte, a través del arte y sus cuestionamientos, además de por hallazgos casuales, accidentes, y por supuesto del ejercicio de las ciencias y otras disciplinas.

El conjunto de concepciones que componen un panorama general de la realidad, que configuran la forma en que lo ven en determinada sociedad, equivale a su mundo. El término mismo, mundo, deriva del latín mundus, que quiere decir limpio, elegante y se refiere a una suma, un conjunto ordenado de elementos. De hecho, el mundo se configura como tal, en tanto y cuanto congrega los términos que permiten atender, entender y actuar coherentemente en la realidad. Dicho de otro modo, el mundo es una concepción general compuesta de todos los términos empleados en una sociedad para referirse a su realidad, entenderla e intervenir en ella.

El mundo es siempre, en gran medida, una construcción de sentido. Las sociedades civilizadas, cuya historia consta en textos que se estudian en ella, conciben su mundo, necesariamente en función del tiempo y orientadas al futuro. Su sociedad misma, su civilización funciona para prevalecer a través de los años. Por su parte, las comunidades primitivas viven bajo una idea de tiempo circular inalterable, de modo que el sentido de la vida de su población es brevísimo, poco significativo, sometido a multitud de fuerzas inexplicables y, por tanto, amenazado permanentemente. La supuesta plenitud de su experiencia radica en la insignificancia de su proyección, a que sobreviven, apenas, repitiendo una y otra vez los mismos comportamientos, alterando apenas ciertas prácticas, con más o menos suerte en un mundo que suponen armónico con ellos.

Algunas civilizaciones conciben su mundo en un marco de tiempo circular, pero muy amplio, al punto de que sus sociedades funcionan efectivamente a través de una linealidad que, aunque curva, lo es en grado mínimamente pronunciado a escala cotidiana. Los ciclos de su tiempo se completan al cabo de milenios; su dimensión es tal que, en efecto, dada la perspectiva del tiempo, su población vive periodos de años y décadas con un horizonte plano. La escala humana, así, difiere de la cósmica y, advertimos que, para hablar de cosmos es necesario, precisamente, la noción de orden y, por tanto, un marco de sentido, por muy leve, frágil, endeble que se revele.

En las sociedades civilizadas, este sentido del mundo, la orientación de su interpretación, queda de manifiesto mucho más claramente que en las sociedades primitivas, especialmente en la complejidad de la estructura racional de su gobierno, en el orden institucional normativo que las rige. Esta estructura es, desde luego, una construcción racional y, como tal, producto de la aplicación de diversos criterios, formas de racionalizar la realidad, atenderla por partes, convertirla en materia racional con la cual es posible, recién, operar; lo que, de otro modo, sería imposible. A nivel social, el sentido del mundo, el de la sociedad que lo concibe, queda evidenciado, sobre todo, en su política, es decir, en la construcción racional sistemática por medio de la que se administra la libertad en tanto fuerza que es. De hecho, la libertad se manifiesta solo en ejercicio, cuando efectivamente opera, y lo hace contra otras fuerzas, las que atentan contra la posibilidad de sobrevivir, adaptarse y desarrollarse de cada persona en un determinado contexto. Cuando hablamos de algo atribuyéndole una fuerza, le reconocemos un poder. Así, queda claro, el poder es un fenómeno subjetivo.

Ahora bien, cuanto más claro un orden, tanto más claro es también como objeto de crítica. Cuanto más fuerte una estructura racional, más nítida la forma en que manifiesta su fuerza y, por lo tanto, más fácil es atribuirle potencia: más poder se le reconoce y, por tanto, más se lo puede criticar, también. Es lógico, por tanto, que buena parte del arte cuestione el orden institucional de las sociedades en las que se genera. Al respecto, es importante subrayar que el arte, como construcción racional que es en sí misma, no puede plantear cuestión alguna directamente al caos; cuando lo hace, actúa a través de su comprensión, es decir, su categorización, definición o, cuanto menos, enmarcación en una abstracción racional, en tanto cúmulo material contenido, limitado en un tiempo y un espacio, en definitiva, una porción, una ración de la realidad. Esto implica que la pretensión de criticar el caos de una sociedad derive necesariamente en una de dos alternativas: o el cuestionamiento del marco institucional que permite el caos, es decir, a su debilidad racional, o la crítica de la institucionalización misma del caos.

Como hemos visto, nuestro mundo se determina por la razón. La razón contempla la irracionalidad y, por lo tanto, también, una parte de la realidad cognoscible que se le escapa. De hecho, es fundamental para la razón reconocer la ración de lo conocido, como tal, apenas: una parte de una totalidad. Por eso mismo amplía su dominio a través de las ciencias, la filosofía, las artes —cómo, lo que aclararemos en breve— y otras disciplinas, Además, la materia cognoscible lo es no solo ni exclusivamente por vía racional, mientras que la materia incognoscible existe indudablemente desde la razón, aunque no podamos conocerla de ningún otro modo.

El arte plantea formas distintas de razonar y concebir la realidad. Es en sí mismo un fenómeno fundamentalmente racional. La realidad, en principio compartida por el autor, el espectador, lector, oyente, etcétera, así como por las personas que integran el marco institucional que valida la obra en su potencia cuestionadora (con o sin intención de hacerlo), fragua, en la obra, como una visión nueva, bien distinta de la común, de la normal: una suerte de refracción del haz de luz del mundo que ha captado el artista.

El artista cuestiona la configuración y los límites de su mundo a través de una visión compuesta por sus particulares selección y disposición de elementos materiales. En tal sentido, actúa con fuerza contra otras fuerzas, las de contención racional de su entorno, y es así que pugna por nuevas libertades. El arte es, en suma, un ejercicio dialéctico.

En este punto, coincidimos con lo que dice Jesús G. Maestro en su Crítica de la Razón Literaria, no solo en cuanto a que la Literatura se abre camino hacia la libertad, aclarando que nosotros lo planteamos a nivel de todas las artes, sino también en lo tocante a la figura del genio: Cuando el artista, además de articular los elementos materiales con los que trabaja de forma diferente, los reconfigura en sí mismos, los concibe como materiales nuevos o inclusive emplea nuevos materiales para la elaboración de su obra; cuando, en suma, propone nuevos contenidos y una nueva forma en su arte, entonces resulta genial.

Como es claro, hay mundos más grandes y fuertes que otros, y los hay, desde luego, pequeños y frágiles. La fragilidad de un mundo equivale a la de su fuerza racional, a la escasez de razón en él, a su impotencia para conocer más y mejor para, de tal modo, ampliarse, y ganar libertad. El mundo, digamos de una persona ignorante e idealista será, por supuesto, muy débil. La realidad lo hará pedazos. La importancia del entorno institucional, de la educación de un sujeto, resulta a todas luces, decisiva en este punto. Y es que cuando hablamos de mundo, aún en las más diversas escalas, nos remitimos a su origen en sociedades más o menos civilizadas; en consecuencia, en nuestro caso, a estados.

Cabe precisar, por lo tanto, que un estado, en tanto base del mundo político de su nación será débil si lo es su institucionalidad. Y si un estado es débil compromete el mundo de su gente, ya no solo su vida en tanto conjunto civil, si no la concepción entera que tiene de la realidad, tanto dentro como más allá de las fronteras nacionales, mucho peor si no cuenta con oportunidades de ver con claridad y hondura suficientes a través del velo que impone su gobierno.

Los estados fuertes, robustos de razón, son fértiles en materia de arte y, de hecho, acogen e incluso promueven obras artísticas de gran potencia cuestionadora, propuestas incluso revolucionarias; en consecuencia, son también bastante abiertos a la crítica, que no al simple reclamo ni a la revuelta infundada. Todos los imperios son ejemplares al respecto.

Pero ¿qué sentido tiene, en estos casos, el arte revolucionario? Las obras de arte más potentes en estos estados tan férreamente estructurados, jerarquizados y eficientemente organizados, tienden a una búsqueda de cierta plenitud, de comprensión radial y no lineal de la realidad, a una armonía aparentemente —e insistimos, solo en apariencia— irracional. Lo hacen no por primitivismo, sino por un afán de razonamiento más allá de los límites a los que nos permite parapetarnos una razón de por sí considerablemente desarrollada; se trata, en suma, de abordar una posibilidad a la vista, precisamente gracias a los logros previos que brinda una razón sólida.

¿Qué ocurre, entre tanto, en los estados débiles? ¿Aparecen en ellos solamente obras que cuestionan su debilidad institucionalidad y sus carencias racionales? No. Más allá del hecho de que el artista no elige por sí mismo y a plena voluntad sobre qué desarrollar su obra, en lo que respecta específicamente a instituciones sociales, es necesario señalar que la mayoría de obras que ven la luz en estos contextos, como respuesta al caos y la incertidumbre, no constituyen propiamente trabajos de arte, sino que son, sobre todo, ensayos, textos argumentativos y otros no ficcionales, en suma, materiales a través de los que resulta más sencillo plantear directamente soluciones, propuestas de reorientación o de nuevo sentido al medio. Esta producción obedece al supuesto de que en toda sociedad es necesario, al menos, un mínimo orden. Pero he aquí lo más grave: este mismo supuesto, racionalmente tan obvio, viene siendo rápidamente minado por propaganda idealista de enorme efectividad.

Es el caso que cada vez nos vemos más frecuentemente ante apelaciones expresas de que cunda en todo mundo el caos, aunque no en estos términos, sino bajo la apariencia de cierta forma de revelación inexplicable, en todo caso ideal: el rollo de que dejando que la naturaleza, el instinto, los sentimientos, el subconsciente, etcétera, mejor todavía si es nivel colectivo, corran, se expresen y desplieguen sus fuerzas, entonces milagrosa, mágica, sabia, misteriosa, pero indudablemente, cada cosa encontrará su sitio o, más bien, su ubicación adecuada en un instante relativo, para fluir armónicamente en todo o en la nada, que al caso vienen a ser lo mismo. Un completo absurdo.

Dado que siempre ha habido entre los hombres, en momentos de debilidad, una clara tendencia a ceder a esta clase de fantasías como medio de transformar su impotencia, su incapacidad de adaptación a la realidad en una especie de fuerza gremial, en identidad masiva (según su fase: u oprimidos o discriminados u orgullosos discriminadores de los demás), también hay quienes no siendo ni débiles ni impotentes han sabido aprovechar, aprovechan y lo harán siempre esta misma tendencia, promoviéndola de forma sistemática.

Los estados sólidamente constituidos, pero, recientemente, más todavía, los grandes grupos empresariales transnacionales, con capital en paraísos fiscales, tienden, como es lógico, al debilitamiento de los estados más débiles, para su explotación, y lo hacen por diversos medios, uno de ellos, especialmente barato y tremendamente eficaz: el fomento del arte como expresión (es decir, falso arte, dada la ablación de elementos que requiere para constituirse realmente como tal), siempre apartado de cualquier tradición propia. En efecto, cuanto más imbuidos de «globalismo» los artistas de veras y los solo supuestos en los estados débiles, mejor; cuanto más abstraídos de la realidad y de la crítica sistemática y, por tanto, más insignificante sea su trabajo en relación a la realidad concreta, cuanto más idealistas y fantásticamente optimistas o ruidosa sea su queja por pura emotividad ciega, mucho mejor; cuanto más apelen a constructos como «ser humano», «sabiduría ancestral», «paz global» así como a prefijos del tipo «post» y «trans» en sus justificaciones, y de uno u otro modo promuevan la disolución de las fronteras, el fin de las estructuras de autoridad, muchísimo mejor.

De esta manera, los nuevos artistas de veras, así como, sobre todo, los entusiastas de la expresión y la provocación, ya lo dijimos: falsos artistas, son alentados en el ataque de las pocas instituciones en pie dentro de los estados débiles, aplaudidos en su desprecio de toda tradición cuyo sentido bien podrían aprovechar para luego alcanzar cierta originalidad por cuenta propia, y premiados en la ignorancia supina de toda teoría racional —con perdón del pleonasmo—, lo que los incapacita para, al margen de su supuesta obra, elaborar al menos una tesis digna o tan siquiera bosquejar el más pobre ensayo en que quepa alguna idea rectificadora de sentido u otras propuestas de cambio de rumbo razonables contra el caos, y no pura ensoñación.

Para aquellos estados o grupos empresariales que promueven el debilitamiento galopante de los demás, es importante, por pura lógica, que los artistas de veras, auténticos cuestionadores, se vean confundidos entre simples practicantes de ciertas técnicas de expresión y provocadores, entre estafadores: pretendidos artistas que simplemente complacen a determinado sector, gremio o público particular (consumidores manejados por aquellos estados y grupos empresariales), apuntando meras quejas, que no crítica; provocaciones, que no cuestionamientos agudos, del modo más simplón y, claro, contra el blanco más fácil: las instituciones del estado. Por cierto, acusar a estas de torpes, anquilosadas, opresivas y miserables, cuando no inservibles, obsoletas y retrógradas, es sumamente sencillo sobre todo si se desconoce no ya su funcionamiento, sino, antes todavía, sus principios y limitaciones, así como en qué consiste y qué implica ejercer cargos de responsabilidad en ellos, es decir, operar concretamente con la materialidad que les corresponde.

En este punto el fundamentalismo democrático es decisivo: Si cualquiera puede ser considerado artista porque se siente tal, sin ningún mérito objetivo, si absolutamente toda voz, y ni eso siquiera, apenas intención, cuenta, entonces la masa en ataque contra el estatus quo institucional gana volumen y cobra, por tropel de falacias, desde la de supuesta autoridad, hasta la ad hominem, pasando por muchas otras, enorme peso. Es así que vemos montones de reputadas figuras del espectáculo condenando el orden jerárquico gracias al cual ellos mismos viven civilizadamente y disfrutan del estatus que les permite ser oídos cada vez que se quejan, inclusive sin conocimiento de causa. Por supuesto, el resto, los agremiados menores, los siguen como borregos, pues en el sentido que aquellos marchan ha de estar la vía del éxito. Y entre quienes andan a la sombra, desde luego, bulle el afán de subagremiación, la marginalidad como identidad: más en el mismo sentido, porque a fin de cuentas quedarían mal de asentir ante el estado y las autoridades.

Entre los artistas auténticos (es decir, los que cuestionan concepciones imperantes de la realidad y plantean nuevas formas de razonamiento a través de una obra elocuente por sí misma, a un público cuyo razonabilidad y conocimiento es reconocido institucionalmente y que engendra, además, un aparato que, en tal sentido, valida la potencia cuestionadora de la obra), gran parte apunta su visión contra la fragilidad de las instituciones, así como contra la estupidez institucionalizada, pero esto no conviene a los estados ni a los grupos empresariales transnacionales que explotan el capitalismo pletórico. La crítica que plantea en su cuestionamiento hondo el arte, así como la crítica sistemática en sí misma son, unas veces, agentes demoledores de sociedades débiles, pero también, promotores de la formulación de problemas de forma inteligente, así como del desarrollo de soluciones. Por tanto, qué mejor que reducir a artistas y críticos a burdos traidores, acomodaticios, anticuados, corruptos, vendidos al sistema, etcétera, etcétera. Esto, además, es relativamente fácil: basta vincularlos a una institución y/o a una jerarquía no igualitaria, a cualquier organización pretendidamente meritocrática o, por el contrario, si tienden más bien a trabajar solos, a señalarlos como ostracistas y misántropos, gente apartada de «la humanidad».

Veamos, si bien muy de paso, algunos ejemplos más o menos recientes de artistas auténticos en el ámbito literario, en el que es mucho más sencillo distinguir los rasgos de la situación descrita. Un par del mundo anglosajón y otro par hispanoamericano, justamente para señalar, de parte de los primeros, el ámbito de pretensiones imperiales que más trabaja con capital transnacional y, de la otra, el de la población sin duda más directamente «servida» de propaganda turbo capitalista.

Philip Roth causó gran revuelo, tanto en su país como fuera de él, desde su debut literario a mediados del siglo xx. La colección de relatos Goodbye, Columbus provocó que lo tildaran a él, judeoamericano patriota, según sus propias palabras, de antisemita. Esto, en comparación al escándalo que desencadenó con El mal de Portnoy, debido al contenido sexual, no fue casi nada, y más adelante, ya en su madurez literaria, seguiría en líos por los mismos y nuevos motivos. Títulos extraordinarios como La contravida, Operación Shylock y, sobre todo, El teatro de Sabbath, aparte Pastoral americana, cuestionan con inusitada potencia tanto al mundo judío: su orden moral e instituciones, en particular, como al supuesto y mal llamado mundo occidental democrático, en general, sobre todo en su idealismo. Los experimentos formales de Roth convierten estas narraciones suyas en medios de confrontación especialmente violentos, merced de una mistura de técnicas en el juego voces, milimétricamente calibrada.

En sus últimos años, Roth disparó resueltamente contra el régimen de lo políticamente correcto y apuntó varias veces que lo que se venía, tanto en EE. UU. como fuera de dicho país, en cuanto a linchamientos gratuitos y lo que nosotros mismos identificamos hoy claramente como la dictadura del fundamentalismo democrático, sería… tal cual lo vemos hoy: una locura.

A principios del siglo xxi, otro autor estadounidense más joven, Jonathan Franzen, curiosamente muy crítico con Roth, debido a su supuesto egocentrismo, consolida su fama con una serie de novelas en las que carga contra la familia ideal, la ciudadanía ideal y otras instituciones idealizadas, aparte el famoso gran sueño americano, contra el que Roth había descargado ya artillería de la más pesada. Las correcciones pero, sobre todo, más adelante, Libertad, lo convirtieron en el más respetado autor de su generación y, de momento, el sucesor más serio de Roth y sus coetáneos. Sus siguientes libros, no en balde, de un realismo en clave decimonónica, plegándose así a una tradición remota del experimentalismo de sus contemporáneos, arremeten cada vez con mayor especificidad contra los problemas del idealismo fomentado en generaciones anteriores, en particular, la de los padres de los actuales adultos, así como a la debilidad de las instituciones jerárquicas, de las más pequeñas a las más grandes, también por aquellos años, época en la que, es de suponer, yace el origen del malestar y la fragilidad actuales, la irracionalidad institucionalizada.

Ambos autores han sido acusados ora de misóginos, ora de misántropos, de retrógrados, conservadores; unas veces rojos, otras, derechosos, siempre, siempre, molestos.

En nuestro continente, el chileno José Donoso, el menos famoso de los integrantes del mercantilmente llamado boom latinoamericano, publicó en la década de 1970, su obra maestra: El obsceno pájaro de la noche, una novela formalmente revolucionaria, paradójicamente calificada por algunos como postmodernista, con la que hurga en la miseria de la aristocracia de su país y en la de otras clases sociales, atravesadas por un orden institucional descoyuntado, entre sombras de tradición incierta, gente extraviada entre el delirio de grandeza luminosa y el mito oscurantista. La novela, en su momento bastante estudiada, hoy es muy poco leída, no obstante, sea tremendamente provocadora respecto de la situación actual no solo de su país sino de todo el continente, presa del debilitamiento institucional, por afán revoltoso ciertamente postmodernista.

Por su parte, y muy recientemente, la colombiana Pilar Quintana publica La perra, una novela breve —como gran parte de la mayoría hoy, mientras las colecciones de cuentos se hacen más amplias— que, además de denunciar la consabida desigualdad de clases sociales, cuestiona, en un plano un tanto más profundo, el popular rollo de la empatía, la idealización del instinto maternal, de una feminidad siempre acogedora y de la naturaleza misma como fuente permanente de vida, ámbito de concordia y de descubrimiento individual.

Lamentablemente, como en el caso de la novela de Donoso, la lectura de este texto ha pasado extraordinariamente pronto a cierto olvido, y su interpretación, por supuesto, desde las coordenadas acríticas o ideológicas en boga —es decir, críticas con el resto de formas racionales, por puro afán identitaria, y completamente acríticas respecto de su fundamento y razonabilidad propias— impiden su valoración adecuada en prácticamente todo medio de comunicación.

Debido a que, tanto en el mundo anglosajón como en el nuestro, y también en los demás, muchos de los escritores más reputados no son sino supuestos intelectuales —con todo lo dudoso de dicho estatus—, complacientes en la llaneza o en la sofisticación de sus quejas, en la expresividad vacua de sus emociones y, por supuesto, despectivos de toda objetividad académica; y, debido también, a que el grueso de los llamados críticos suelen ser más bien comentaristas ligeros o pesados, según lo enredado de su prosa, en todo caso sin sistema que aplicar, la recepción adecuada de obras de calidad es cada vez más difícil, así como algún justo reconocimiento a los artistas de verdad.

De esta manera, aparte los típicos productos de vitrina firmados por coehlos, proliferan textos de austers y nothombs, de perfiles aparentemente más serios, del mismo modo que, en otros rubros y por otros medios, a esperpentos arjonianos corresponden calles treces y calamaros.

Felizmente, al parecer, la razón siempre se abre paso. De a pocos, por raciones.