De la modernidad al desbarro: Apuntes sobre el arte como antídoto para el idealismo postmodernista
Por Juan Pablo Torres Muñiz
Quienes se enfrentan al arte se enfrentan a una ficción, pero a consciencia de la naturaleza del duelo. La ficción se presenta al lector, al oyente, al público en general, como tal: una representación parcial, producto del intelecto, de la aplicación de una serie de criterios y una interpretación de la realidad que la inspira. Cuando consta una advertencia de que tal o cual obra se basa en hechos reales, incluso cuando vemos que ésta refleja una porción de realidad de forma enormemente realística, debemos notar que, debido al lenguaje de la obra, a la técnica que emplea, resulta más claro aún que una reproducción completa de la realidad es imposible; ante nosotros luce una selección de elementos representados fielmente, lo que constituye de por sí una forma de planteamiento ficticio e implica una abstracción.
Ahora bien, la abstracción que exige la obra de ficción, en ningún caso juega un rol teórico, ni mucho menos reemplaza de alguna manera la realidad ficticia, estructural, es decir, la que es válida solo al interior de la obra, como tampoco reemplaza ni opera directamente en la realidad concreta, operatoria, externa a la obra, cuya interpretación, eso sí, pretende poner en cuestión.
He aquí el asunto. Cuando un concepto es elevado a la categoría de supuesta realidad y se supone que por medio de él se podrá operar efectivamente en la realidad concreta; cuando, dicho de otro modo, una abstracción es adoptada como medio consensuado para, supuestamente, intervenir en la vida real, entonces nos vemos en una grave situación. Tal es el caso de los juegos del postmodernismo, de idealismo maniqueo.
La abstracción puede, por supuesto, ser una operación enormemente fructífera, como vía de desarrollo de las ciencias, por señalar simplemente un ejemplo. Pero es claro, también, que resulta más o menos fácil exceder la funcionalidad de una abstracción y vernos atrapados entre constructos (construcciones abstractas, representaciones elaboradas en función de problemas científicos, solo para poder resolverlos a nivel teórico, especialmente en el ámbito de las ciencias humanas y, en general, de las llamadas humanidades). Así, muchos quedan enredados de pronto entre jergas a cuál con menos asidero en la realidad material, palabrejas que, para más inri, se multiplican hacia nuevas dimensiones, para desembocar, trenzadas, en nuevas preguntas… no más profundas, sino simplemente, y sólo en el mejor de los casos, curiosamente alambicadas.
El paso, en general, de cualquier época a la siguiente, se debe al uso de nuevas formas de racionalización, muchas veces fruto de una búsqueda tenaz por romper con las viejas convenciones. Superar la modernidad, dado el grado de complejidad que con ella alcanzamos en cuanto al uso de abstracciones, derivó, en determinado momento, en una fácil tentación: renegar, simplemente, de la razón, como nunca antes. De esta suerte de vacío, de esta negación brotaron discursos por doquier, cada cual afanosa pero falsamente apartado de ella, dizque independiente de la lógica, en realidad luciendo o bien una locura de diseño o azares amañados; todo pretendidamente sensible, en apariencia; en el fondo, burdamente arbitrario, y nada más.
Esta trampa, la situación de enredo, que también puede ser representada como un empantanamiento en verborrea, constituye en general la postmodernidad. Si la modernidad se dio justamente con la aplicación de abstracciones que saltaron del consciente uso de la ficción al ámbito teórico operativo en materia de sociedad, que no ya sólo de las llamadas ciencias exactas, como punto de partida para todo un mar de posibilidades teóricas nuevas, de las que efectivamente fue posible llegar muchas veces a importantes descubrimientos; el estado mismo de empantanamiento antes referido corresponde a la instalación del postmodernismo: consecuencia, por exceso, del uso de constructos. Pero más claramente aún, corresponde al reemplazo de la realidad y de las construcciones humanas reconocidas como ficciones, por constructos que no son sino, simplemente, ideales.
Así, el idealismo, motor habitual del desastre a nivel de pensamiento, como no podía ser de otro modo, en tanto enemigo absoluto de la razón y de la crítica, atenta también contra la gestión responsable de la sensibilidad, así como del desarrollo de ésta por medio de la aplicación de operaciones intelectivas.
Reconocer el proceso de abstracción teórica en materia de ciencias humanas y de humanidades como rasgo fundamental de la modernidad permite reconocer y entender más hondamente los aciertos de pensadores como Marx, Adorno y, más recientemente, Bueno, pasando incluso por Foucault. Asimismo, reconocer los problemas que acarrea consigo todo idealismo, en tanto disposición a la abstracción negacionista de la razón y fruto, a la vez, del abuso de constructos justificantes de toda identidad negacionista, en círculo vicioso, permite también entender mucho mejor sus desaciertos y limitaciones.
Tomemos como ejemplo la famosa observación de Foucault sobre el supuesto surgimiento de la modernidad en Las meninas de Velásquez, al inicio de Las palabras y las cosas. Veremos que cuanto dice se corresponde claramente con esta lógica: el juego de espejos en que pone atención el psicólogo francés revela una forma de observar la realidad que se sirve de imágenes generadas a partir de ella, por supuesto, manipuladas; con ello se anota, también, la inscripción de otra abstracción importantísima: la del yo en tanto sujeto observador a la vez que dueño de una visión, y consciente generador de una supuesta realidad particular, acaso la única cognoscible del todo por él. Notable, sin duda. La interpretación ulterior del mismo autor, sin embargo, deriva en otra cosa. En efecto, el comentario al cuadro reconoce en él evidencias del pensamiento propiamente moderno; las derivaciones, también foucaultianas, abren la puerta, de sopetón, al relativismo subjetivista y al estudio del esmero de objetividad como pretensión decididamente engañosa.
Es justamente debido al cariz de observaciones de este tipo y a interpretaciones relativistas, que el asunto requiere precisiones. Nada nuevo aquí: de hecho, basta una sencilla revisión desde el racionalismo materialista de tradición greco latino hispánica, esa misma que alumbró a Velásquez y que, medio siglo antes, había dado a luz al mundo una obra bastante más trascendente todavía, y que explica mejor la modernidad, estableciendo inclusive buena parte de los términos aquí y en todas partes empleados para tratarla: El Quijote, obra maestra cuya sombra basta para acomodar la observación de Foucault a la categoría que le corresponde: agudeza destacable, propuesta ingeniosa, no más.
La más conocida obra de Cervantes, la primera novela moderna, hace del género lo que es, a partir, precisamente, de su modernidad. A través de un complejo juego de representaciones, de inserciones de unos textos dentro de otros, de referencias múltiples por medio de distintos narradores –a cuál, más cínico–, expone al idealismo en todo su absurdo, a la vez que revela de qué forma, cuando alguien rige su conducta por él, se pierde en un uso alterado, patológico de la razón: la locura. Así es que se refiere de un modo tremendamente efectivo el caos, el descalabro estrepitoso, merced de montones de buena intención, en el que nos encontramos hoy mismo.
Mientras Cervantes expone la locura como causa de situaciones cómicas, y le atribuye ingenio auténtico a la conducta del hidalgo por andar siempre a la delantera en su afán heroico, denuncia, por otra parte, el afán de sofisticación por el que ciertos personajes pretenden revestir su locura de pintoresquismo para mofarse de él con enormes tinglados. De modo que no es para nada descabellado afirmar que Cervantes se adelantó a desnudar la estafa de los actuales curadores, coleccionistas y promotores del llamado arte contemporáneo, lo mismo que al aparato comercial, pseudo crítico, que hace propaganda a textos cuyo valor dizque literario deriva de dar voz a pretendidas reivindicaciones identitarias: pura complacencia comercial.
Mientras El Quijote se mete con instituciones de todo tamaño, del matrimonio al ejército, del clero a otros imperios, haciendo bailar sobre brasas a inmigrantes, nobles, curas, pastores, pobres, artistas y, por supuesto, intelectuales; mientras que esta obra maestra pone de cabeza el orden habitual, político y social, no sólo de su época sino de todas las demás a través de un ejercicio racional inmisericorde, los textos de corte postmodernista que pretenden interpretarla la reducen las más de las veces a una ensoñación ingenua, a un homenaje al romanticismo, a la interpretación arbitraria y subjetiva de la realidad, entre otras tonterías, fruto más bien del mismo aliento luterano del que brotan, después, toneladas de constructos derrideanos, guatarinos y otros igualmente enredados, caprichosos, inservibles. Así, gozan de prestigio decenas de académicos como Eagleton, que acumulan páginas y más páginas en libros que acaban con declaraciones de impotencia: no es posible definir, no se sabe tal o cual cosa, algún día, la humanidad, quizá, tal vez, el sentimiento, y largo etcétera sobre artes y, particularmente, literatura: mofas descaradas a cualquier lector crítico.
El arte, en general, cumple un rol decisivo en la revisión, readaptación e innovación de las distintas sociedades en y de las que surge: las cuestiona, cuanto más hondamente, mejor; pone en tela de juicio la interpretación de la realidad que las sostiene y, esto, a través de la ficción. El arte moderno lo es más en tanto y cuanto aproxima la ficción a la realidad en franco enfrentamiento, unas veces burlándose de la noción de verosimilitud, otras desafiando la de veracidad. Esto, por medio de abstracciones, las que cobran vida, por decirlo de algún modo, en desafío de la lógica de los lenguajes a través de los que se manifiestan: musical, pictórico, literario, etcétera, más evidentemente cuanto más clara la formulación y estructuración de ideas (lo que se corresponde con la disposición lineal en el tiempo del desarrollo de la obra, verbigracia, los casos de la música o el teatro, entre otros). En Literatura, el planteamiento filosófico, la alusión directa a objetos de crítica abundan. No ha de extrañarnos que la novela aluda tan directamente como lo hace a instituciones políticas: de Dumas a Baroja, de Tolstói a Lem, pasando por Stendhal, Flaubert, Dostoyevski, Mann, Proust, Joyce, Céline, hasta Mishima, Vargas Llosa, Achebe y Philip Roth, entre otros.
Llegado este punto, toca aclarar de qué hablamos cuando hablamos de arte. ¿Nos referimos al quehacer artístico, a la obra de un autor en particular, al conjunto de obras de distintos autores en un mismo lenguaje artístico, o a una disciplina? Hoy, que para la mayoría de gente es preferible evadir toda definición y ceder a la idea de que al arte más que pensarlo, se lo siente, con lo que la confusión es máxima, hacerlo se justifica de sobra.
Advertimos, por tanto, que definir implica apelar a la razón, siendo la razón un patrimonio humano gracias al cual nos es posible operar en la realidad de forma efectiva.
Y permítasenos, además, ilustrar la urgencia de esta última aclaración con una breve anécdota: En una reciente feria de libro se me acercó un profesor universitario, viejo conocido, y me dijo que, luego de haber leído mi libro de ensayos* vio con escándalo (sic) que confío mucho en la razón, que me reconoció convertido, según él, en un racionalista a ultranza. Ah, y eso no puede ser… ¿dónde queda lo que se siente (sic)? Le respondí, más o menos en estos términos: Si ahora mismo puedo entender lo que me dice usted, es gracias a un lenguaje común, a una razón que compartimos; su observación me la hace, además, cuestionando qué tan acertada es, por lo que debe contar con algún criterio para evaluar el grado de acierto, ¿no?; por otro lado, es plenamente racional admitir imposible la racionalización de todo; y, por último, dado que, a lo largo de un día, las decisiones conscientes que tomamos corresponden a menos del veinte por ciento del total efectivo, quizá valga la pena procurar que este pequeño porcentaje sea de lo más acertado posible… y ello, por medio de la razón…; finalmente, si su observación es ajena a la razón, si parte supuestamente de la irracionalidad, ¿de qué valdría responderle?
Que un doctor, docente de postgrado te interpele de tal modo constituye quizá de por sí, motivo suficiente para: a) mantener su nombre en el anonimato, y b) reconocer que llegamos al punto en que hay que advertir de la necesidad de la racionalidad en círculos insospechados para muchos.
El término arte proviene del latín ars, artis, que provienen, a su vez, de la raíz griega téchnē. Ésta refería a una habilidad adquirida, producto de una experiencia, manifestación de una meta-cognición, opuesta como tal a un don natural o a una forma de conocimiento directo de la realidad, experimental. Así, en su sentido más remoto, téchnē refería, para los griegos, al vínculo entre maestro y discípulo, vínculo determinado por la formación de una destreza y, claro, por una tradición en tanto transmisión consciente de saberes. Pese a la transformación de uso del vocablo, a su evolución, encontramos en su origen etimológico base suficiente para sostener una definición que permite ordenar el conocimiento en torno al quehacer, la obra y la institución artísticas de manera coherente.
Sólo es posible hablar de arte en determinadas situaciones, las que corresponden al conjunto de las llamadas situaciones comunicativas. Con ello, tenemos su categoría o género próximo.
En cuanto a la diferencia específica de la definición, vemos que, en primer lugar, se distingue de otras situaciones comunicativas por los materiales con los que opera y, por otro lado, por la naturaleza dialéctica de su forma de operar. Por lo tanto, corresponde aclarar que a) entendemos como texto a la unidad material que consiste en uno o más enunciados articulados y legibles, objeto de cita o referencia; y b) que entendemos, siguiendo a Bueno por sobre Kant, que la dialéctica es la relación (de enfrentamiento) que se establece entre dos ideas (razonamientos de tesis y antítesis), a través de una idea correlativa (tercer razonamiento). De ello se desprende que la intención que corresponde a la situación comunicativa de arte es siempre la de cuestionar al receptor, que al caso opera como lector.
Así, sostenemos que el arte es una situación comunicativa en la que operan entre sí los siguientes materiales: De una parte, el autor (de la obra de arte en cuanto texto); de otra, el lector (porque en todo caso atiende, entiende e interpreta para sí la obra, como texto); por otro lado, la obra de arte, texto elaborado por la aplicación de competencias intelectivas del autor, a través de un lenguaje específico, técnico, y que en lugar de transmitir información, solamente, ofrece una visión particular de la realidad elocuente en su sentido, con la que puede enfrentar dialécticamente al lector; finalmente, la institucionalidad o aparato de interpretación, que valida la obra como material cuestionador de la realidad, también material, en un tiempo y lugar determinados.
Esta definición, que bien permite explicar el fenómeno del arte a través de distintas épocas, incide en el hecho de que las obras artísticas se nutren del conocimiento de su tiempo, y que lo desafían.
La modernidad se desarrolla en gran medida a través del arte. Pero cuando las abstracciones de la ficción, merced de la incapacidad de una sociedad para reconocerlas como tales o de la negación a hacerlo, inducida ideológicamente, lleva a que éstas ocupen un lugar central, no instrumental en la visión del mundo, entonces la situación deriva en un grave problema.
Cada cierto tiempo surge un grupo de autores afanosos por integrar la realidad, hartos de que ésta triture sus ilusiones y eche a volar en jirones sus convicciones identitarias, entre miles de otras abstracciones. Juegan a dominar la inmensidad entre versos, que son más bien prosa retaceada, pegotes de pintura y movimientos espasmódicos, apenas y proponen en una y otra disciplina composiciones, siempre alternativas, todas relativas, de fragmentos y retazos desconectados entre sí, pedazos del sistema del que alguna vez formaron parte con un sentido más o menos pleno. El collage y el reciclaje cobran más protagonismo que nunca. En la industria de la música, por ejemplo, este juego de parches sobrepuestos copa los charts desde hace décadas.
En general, estas composiciones, reconocidas sin más, típicamente, como postmodernistas, son apenas representaciones de percepciones particulares ingeniosas (con un ingenio hormonado por el afán de totalidad: idealismo puro). De allí que cada vez se hable más a menudo de expresión y menos de propuesta cuestionadora; lógicamente, más de la identidad que se manifiesta a través de esta expresión y mucho menos de la razón operante en la obra. Así, pronto la gente prefiere hablar de cultura en vez de Arte, y cuando resulta inevitable hablar de éste o hacerlo resulta especialmente conveniente dada la ocasión, se lo confunde con cultura, simplemente: se licúa la idea general de arte en una supuesta sensibilidad propia, desde luego, sujeta a determinada identidad, para así acabar chamuyando sobre sentires, ideales e impulsos dizque inexplicables.
El término cultura se presta de lo mejor a la proliferación de constructos inservibles; de hecho, dado que puede referirse a prácticamente cualquier labor de los hombres, por absurda que sea, con tal que sirva para asignar identidad a quienes la realizan (una atribución subjetiva como la que más), reviste de supuesto valor tanto a costumbres como a tradiciones y tecnologías, pero también a ocurrencias, manías, incluso meros accidentes y, cada vez más, a simples actos miméticos, actos carentes de explicación alguna que unos copian de otros por montones, por ejemplo, a través de redes sociales, como rebaño. Es posible hablar de una cultura prehispánica lo mismo que de una cultura familiar determinada en un barrio cualquiera, de una persona culta porque cultiva saberes sobre la elaboración de bolas de papel mojado, igual de que alguien culto porque parece saber mucho de muchas cosas sin precisión alguna.
Los pueblos con más cultura que literatura y que arte pretenden, por supuesto, reducir la literatura y el arte de los demás a cultura. Y he aquí el caso de muchas de las interpretaciones que se hacen del Quijote. El viejo hidalgo como un simplón idealista moderno que todos deberíamos, en cierta forma, imitar…, caso en el que reluce la impronta protestante de la interpretación arbitraria de la realidad y de la construcción del sueño refundacional a través del trabajo con arado, rifle y biblia en mano; o la supuesta iluminación de una comunidad sanguinaria enamorada de constructos como fraternidad, libertad e igualdad. Nada que ver con la interpretación racionalista del propio Quijote, que advierte, más bien, del mundo en que hoy vivimos de lleno… empantanados, entre zombis, inclusividad, ancestralidades, MUN, especismo, grunge, vampiros, Frozen, memes, Eduardo Galeano, Barcelona Fútbol Club y continúe la lista, por supuesto, contando miles de casos en que los prefijos “trans” y “post” vienen seguidos de cualquier otra palabra y resultan en categorías de un solo loco cada una, con su propio taller de escritura creativa y performance, por supuesto.
El propio nombre de postmodernismo refiere al constructo con el que se responde al problema de qué vino luego del proceso de construcción de abstracciones efectivas que cuestionaron el orden clásico y nos llevaron efectivamente más allá de él, hasta exceder sus posibilidades concretas materiales y extraviarse en abstracciones subjetivistas. Por otro lado, gran parte de la jerga postmodernista apela a ámbitos indefinidos como reales, espectros a los que apuntan con el artículo «lo». Así, en lugar de proponer un término racional, apelan a probabilidades cuya indefinición pretenden indefinible en sí misma, incomprensible por medio de la razón y, en última instancia, accesible sólo por revelación a la sensibilidad… Una y mil veces: pura arbitrariedad, justificante de la propia ignorancia y del miedo a enfrentar la realidad como paralizante: horror pánico; en última instancia, impotencia.
Y es que, en el postmodernismo, la supuesta contemplación no es más que impotencia engalanada de soberbia: un mamarracho o cobardía, sin forzar, siquiera, la etimología de origen francés.
¿Con qué cuestionarlo? ¿Cómo hacerlo?
Hay, felizmente, además de científicos, filósofos y especialistas serios en otras disciplinas, artistas de verdad…, no sólo autores, culpables, cómplices y tontos útiles.
* Criba [Ración de textos impopulares]
(Torres Muñiz, Juan Pablo. 2022. Grupo Editorial Caja Negra – Lima, Perú)