Danzante interrumpido: Pinturas de Ana Negro

Por Juan Pablo Torres Muñiz

En su conversación, Ana impresiona, siempre. Su natural cordialidad impide en todo caso que las confrontaciones, siempre significativas, que ocasionan sus lienzos, de las que vertimos buena parte en cartas y notas, dejen de ser en todo momento, oportunidades de conocerse más uno mismo.

Las coincidencias a propósito de los enfoques (en sus niveles más comprometidos y, quizá también, comprometedores) o, más precisamente, respecto los términos empleados a su desarrollo, en lugar de favorecer un diálogo veloz, de abundantes ideas en ágil sucesión, de liberar las voces en torrente –habida cuenta, además, la confianza que inspira–, nos aproximan a la artista en cita común con el silencio: de vuelta ante los elementos reconocidos, los puentes a la evocación común, revelación de sus cuadros…

Su última muestra dificulta particularmente una sencilla calificación, sobre todo si apuntamos a más que una lista de expresiones de asombro. Como sus trabajos anteriores, pero en mayor medida, invita a reflexiones arriesgadas. Como la buena poesía, que pinta vana toda explicación temática, arrojándonos simplemente a leer de nuevo la obra, a mostrarla, asimismo, como única forma de comunicación apropiada de sus contenidos o, más bien, de sus posibilidades, la obra de Ana conmueve y sobrepasa: insta a poner los ojos de los demás en ella, como algo necesario.

Sin apresurarnos a decir que su carrera culmina aquí, cabe señalar que el conjunto de pequeños cuadros que ahora presenta constituye una sorprendente síntesis de sus objetivos, que manifiesta lo mejor de sus muestras antiguas y conduce, a través de estremecimientos más violentos, más allá en la experiencia de su rumbo, el trazo propio que, firme siempre, firma.

(Ana se desplaza calma entre los lienzos, el papel, los cartones, pero su mirada es intensa; la mano se tiende generosa conteniendo, dominada, la tensión – eco de la labor prolongada, por evitar el ruido, la exageración. Esa mesura se agradece. Deja brillar por sí solo el brutal afán de los cuerpos en su danza. Enseña – le preocupan los porqués. Al cabo, está ahora de este lado – el de la duda removida.)

El recorrido place.

Desde sus primeros cuadros, el proceso tan particular con los cuerpos: Podría entenderse acaso que, añadiendo sombras a la luz, al blanco original del lienzo preparado (símil evidente del génesis), el común de pintores empeña energía, trocándola por sustancia: interpone a la luz un remedo de su propia carne. En efecto, el discurso personal, el afán humano por determinar la Historia; en menor escala, digamos, por ejemplo, el moldeado de cada personaje, implica el afán de imponer lo abstracto, cada mundo a la realidad: Cuantas más explicaciones damos por cada fenómeno, más lejos de la realidad nos encontramos.

Para Ana el proceso en que auténticamente se desarrolla la comunicación, el modo en que opera el Arte opera en sentido contrario: devastación, despojamiento, capa por capa, de una imagen, vulnerando un símbolo, para llegar acaso al signo oculto, indescifrable, mas entendible, eso sí, por correspondencia a un lenguaje primordial.

Disminuir el espesor de aquel límite que el propio hombre crea y recrea en su lucha por la plena comprensión; apostar, en cambio, por un sencillo pero hondo entendimiento (entre artista y espectador, pero más allá, participando a quien en lugar de reconocerse a sí mismo, se asombra por la familiaridad variable) da lugar al intercambio de impresiones, aparte discursos preestablecidos, y, más allá todavía, a una suerte de silencio elocuente. El silencio, en tal sentido, cuestiona porque compromete una aceptación de la realidad, abandonando, superadas, las más sofisticadas explicaciones, toda posible causalidad racional (de la que en última instancia, nos servimos para luego prever, para dominar y no temer, para defendernos). Ergo, el silencio como rendición.

La impresión, el golpe, es prueba fehaciente del rumbo trazado por Ana, y de la efectividad de su obrar. Complejo. Cuestionador.

En tal y otros sentidos, es esta una muestra ejemplar.

Cabe anotar: la artista se vale para herir, de tres elementos fundamentales (el último de los cuales ha sido objeto de la mayor transformación con el tiempo, y es en la muestra más reciente que marca la diferencia): Primero, los cuerpos; segundo, la escena, que denota una representación claramente atribuible a artes representativas; y, finalmente, el fondo develado a través del quiebre del tiempo narrativo de la representación. Permítaseme aclarar el asunto.

Las figuras humanas representan a los hombres. Es pertinente subrayar el término figuras: es rasgo distintivo el modo en que su configuración, en principio y la fragua total, en consecuencia, escapan al hiperrealismo, apuntando, no obstante, a una consistencia de rasgos y texturas verosímiles a una imagen apenas deformada – valga la imagen – por una lente especial, en directa relación con el rol de cada personaje, o su conjunto – en la escena. Siempre, montajes destinados a ser desbaratados.

He aquí la base para las escenas. El factor determinante del cuestionamiento de Ana es el tiempo. Sus implicancias, múltiples. Lejos de tratarse de composiciones de pose, los cuerpos de los cuadros se encuentran, son revelados, en plena representación, cada cual, cumpliendo un rol, sea en una alegoría (que marca un tiempo) o propiamente en el desarrollo de una historia. La situación importa en todo caso la postulación de una narrativa, el afán por establecer la medida del tiempo, las épocas: imponer la voluntad contra la muerte (matando, también, si se considera necesario). Aquí, la denuncia de la violencia.

Conviene recordar una declaración de la artista en entrevista para Anábasis:

Cuerpos que han sido borrados, borrados de manera masiva, industrial y que sin embargo buscan nuevas formas de permanecer en la existencia. Y aparecen. Reaparecen. A través de distintas miradas. Resisten y testimonian. Testimonian porque han visto, porque saben y aunque callados, atestiguan implacables. Pero en todo caso y, sobre todo, queda al final simplemente el fenómeno estético. El producto que es la obra en este tiempo y lugar.

Ana refiere a la cultura como un enmallado: redes que se superponen sucesivamente, como diría Foucault. En efecto, cada uno de sus cuadros plantea, por la ruptura de sendas representaciones, que queda de ella una verdad desnuda y no la pretendida riqueza cultural del rito. Dicho de otro modo: rompe con el entramado de intenciones atribuibles a una cultura, y desnuda la carne a una esencia que, a su vez, excede toda simple figuración.

Diferencia, en tal modo, Cultura de Arte…

La cultura existe, en efecto, como cúmulo de características que habrían de identificar a la época; sirve de tal modo a la pretensión de quien escribe la Historia.

El Arte, por cuestionar en esencia elementos de la propia humanidad, excede toda noción de época y hace de esta, en sus distintas versiones, apenas ámbitos en que se pone de manifiesto parte de sus múltiples revelaciones.

En cuanto a este último punto, la artista va todavía más allá: cuestiona el último enfoque afirmando que acarrea siempre los más atroces atentados contra la libertad, en tanto plantea el arte como mero reflejo de una realidad histórica.

El arte, pues, en realidad refracta. Sirve como portal a un plano en que la contemplación deja de lado toda noción de tiempo. Entiéndase esto como plenitud. Para el pensamiento oriental: Desarraigo.

¿Qué hay, al cabo, del fondo develado?

Por devastación de luz clara, capa tras capa, nos hallamos ante una desnudez contundente: apropiada a la idea de representación humana, como producto de una abstracción consciente, artificial, que denota, sin embargo, afán de pureza, de elevación.

El logro es magistral en sus múltiples matices. Se acentúa con ellos la constitución frágil del montaje; y nada de esto obsta al impacto de la última revelación: el hombre descubierto en una fragilidad para la que el ritual, la cultura, en general, no lo preparó y de la que más bien, le protegía (al modo en que el lenguaje, el mismo con que explicamos la realidad, en realidad nos separa de esta).

Los personajes de esta última muestra, principalmente por mérito de la paleta, por la textura desarrollada en la superficie (con esos grumos que parecen desprenderse persistentemente de la piel, para mutaren ingrediente del espacio entre ellos y nosotros, ámbito del sueño, sustancia misma de la ficción), sufren, viven. Y se trata, en realidad, de una vida propia: la pintora se guarda de cuajar ningún elemento en color definido, en trazo contundente: a salvo de la más remota manifestación de una mano que imponga su carácter (con lo que establecería un orden, una medida). Es así que la propia autora se borra, sirve a la obra.

El hombre de barro, Adán, el mito, es sorprendido por la luz a que ofrece su danza, descubre en su propio cuerpo el dolor puro que confirma su existencia real, que está vivo, al margen de las escrituras, de toda tradición. Provoca a reconocer en la afirmación de la artista lo que no está, pero también perseguimos… Al respecto, sirve atender lo dicho por ella misma sobre una muestra anterior, acaso, a modo de anuncio:

En el caso de esta obra en particular, los cuerpos hablan y dicen lo suyo. Que es lo suyo, no lo mío. Porque en algún punto ya están separados (de mí). Han cobrado vida propia, se han desprendido. Así, el vacío vuelve a surgir y entonces otros cuerpos son necesarios y el proceso recomienza… ¿Ad infinitum? Sí, mientras que exista vida y necesidad de que aparezcan. En ese sentido los cuerpos son aparecidos, surgidos a través del instrumento que intento ser.

Uno y otro cuadro: El intérprete se encuentra a sí mismo, precisamente mientras realiza su acto, porque se descubre en falso: irrumpe algo más que una idea, lejísimos de una proposición lógica, una certeza que cuestiona.

La crítica es feroz, parece devastar también y llevarse consigo, hecha jirones, en el asombro que se proyecta como nuevo recuerdo de la contemplación, toda pretensión de inmortalidad, y ganar a través de la obra, la posibilidad de una vida más larga, pero lejos del individuo solo, en la comunicación de aquel asombro doloroso, fundamental.

La creación en la que uno mismo, como fenómeno, como medio, constituye transitoriamente el límite.

He aquí, el fin, además: extinguirse a sí mismo para dar plenamente vida a la obra. Procurar contaminar lo menos posible la ofrenda con lo que tan difícilmente podemos evitar: preservar de la llamada pulsión de muerte, lo vivo de uno mismo. Más allá, hacer sacrificio en lugar de entrega.

Y esto, lo dicho, todo, apenas para asomar al borde… Una vez adentro de la imagen, sin palabras.

Formidable.