Cuestión de cuestionar: El arte como situación comunicativa
Por Juan Pablo Torres Muñiz
La salida más fácil para salir del paso en defensa de ideas aventuradas, carentes de sustento a propósito de un tema complejo, es apelar a la supuesta inexistencia de acuerdo sobre definiciones al respecto, inclusive a su imposibilidad, relativizarlo todo.
El afán de hacer pasar por válidas posiciones improvisadas nos ha conducido a situaciones cuanto menos curiosas, no obstante, muy aprovechables para quienes saben de qué forma se orientan tanto el consumo de productos como el de servicios, quienes además saben lo fácil que es intervenir en favor de la industrialización de diversas actividades a través de la educación y los medios de comunicación. El arte es, quizá, el mejor ejemplo posible: un gran negocio.
Cuando hablamos de Arte por fuerza debemos aclarar si nos referimos al quehacer artístico, a una obra en particular, al conjunto de obras, a una institución o a una disciplina; más aún porque hoy prima, más que nunca, la idea de que al arte más que pensarlo, se lo siente, confundiéndolo todo.
Dado que hacer crítica consiste en exponer un sistema de ideas, definiciones y conceptos, conocimiento en construcción permanente, aplicándolo a un determinado objeto para emitir respecto de este, un juicio de valor; dado que implica, por tanto, ofrecer a nueva crítica el mismo sistema cuyos criterios se aplican sobre una cosa, un hecho o un suceso, compartimos aquí nuestro modo de tratar el asunto del arte, y lo hacemos contra la forma más en boga a nivel educativo y en medios: a través de sofismas, negando la crítica racional, lo que apunta directamente a la adolescentización del público, en pro de ventajas mercantiles.
El término arte proviene del latín: ars, artis, ambas formas a partir de la raíz griega téchnē. Esta refería a una habilidad adquirida, producto de una experiencia, manifestación de una metacognición, opuesta como tal a un don natural o a una forma de conocimiento directo de la realidad o, strictu sensu, racional, experimental científica. Es importante apuntar que, en su sentido más remoto, la téchnē refería, para los griegos, al vínculo entre maestro y discípulo, vínculo determinado por la formación de una destreza y, claro, por una tradición en tanto transmisión consciente de saberes. Pese a la transformación de uso del vocablo, a su evolución, encontramos en su origen etimológico base suficiente para sostener una definición que permite ordenar el conocimiento en torno al quehacer, la obra y la institución artísticas de manera coherente, a partir de la razón.
Proponemos, así una definición clásica, compuesta de categoría o género próximo, así como de diferencia específica:
Planteamos que solo es posible hablar de arte en determinadas situaciones; es decir, en tanto y cuanto se conjugan materiales dentro de coordenadas específicas. Estas corresponden, al caso, a las de las llamadas situaciones comunicativas. Con ello, lo tocante a categoría o género próximo.
En cuanto a la diferencia específica, consideramos prudente aclarar que partimos de dos ideas básicas, de dos principios: En primer lugar, la gravitación de los materiales en torno a una definición amplia de texto; en segundo lugar, a la naturaleza dialéctica de esta situación comunicativa en particular, que determina la llamada intención comunicativa que le corresponde.
Veamos:
Entendemos como texto a la unidad material que consiste en uno o más enunciados articulados y legibles, objeto de cita o referencia.
Asimismo, entendemos, siguiendo a Bueno por sobre Kant, que la dialéctica es la relación (de enfrentamiento) que se establece entre dos ideas (razonamientos de tesis y antítesis), a través de una idea correlativa (tercer razonamiento). De ello se desprende que la intención que corresponde a la situación comunicativa de arte es siempre la de cuestionar al receptor, que al caso opera como lector.
Por tanto, definimos Arte como la situación comunicativa institucionalizada en la que se conjugan los siguientes materiales: De una parte, el autor (de la obra de arte en cuanto texto); de otra, el lector (porque en todo caso atiende, entiende e interpreta para sí la obra, como texto); por otro lado, la obra de ficción, texto elaborado por la aplicación de competencias intelectivas del autor, a través de un lenguaje específico, técnico, y que en lugar de transmitir información, solamente, ofrece una visión particular de la realidad, elocuente en su sentido, con la que puede enfrentar dialécticamente al lector; finalmente, el marco institucional o aparato de interpretación, que valida la obra como material cuestionador de la realidad, también material, en un tiempo y lugar determinados.
Esta definición nos permite operar con éxito en la crítica de arte. Ha sido suficiente para despejar dudas en los distintos supuestos de discusión que, hasta el momento, nos hemos planteado nosotros mismos, así como en otros que nos han sido planteados en generoso desafío. Para ilustrar su funcionalidad, así como las implicaciones de su uso, ofrecemos aquí algunos ejemplos, elegidos básicamente por su carácter ilustrativo, con miras a la crítica que más adelante apuntará de lleno al flagrante relativismo, al carácter acomodaticio del movimiento llamado Arte Contemporáneo, y a la intencionada estupidización del público, reducido a consumidor impotente de toda crítica: adolescente, porque adolece de personalidad.
En el caso de las pinturas rupestres, el autor desconocía lo que es arte; empleaba determinadas técnicas, pero para representar simplemente su visión de la realidad misma o transmitir información; el receptor actual puede, efectivamente, enfrentar su visión de la realidad de la caza, a partir de sus conocimientos al respecto, así como la de los elementos mismos representados en la pintura, de los animales al paisaje, aparte los hombres, y a través de este enfrentamiento es posible que se cuestione respecto de su propia manera de interpretar las cosas, los hechos y los sucesos que reconoce ante sí. Pero no hay certeza alguna de ello; no hay, pues, ninguna intención cuestionadora en principio, y todo afán de interpretar el texto, es decir la pintura, como material cuestionador, corre por cuenta del lector, solamente. A partir de esta evidencia, la validación de una pintura rupestre como objeto de arte por parte de una institución crítica, es decir, del transductor, será inequívocamente fraudulenta: parte de asumir como presentes un conjunto de condiciones ausentes en los materiales de análisis, arbitrariamente, y sin razón suficiente, ni remotamente; pura atribución. Por esta línea, habría que reconocer todo discurso como capaz de brindar validez a otro texto, pero ¿a razón de qué? Pues bien, en el caso contemporáneo, de la sofisticación; admitida la falta de elocuencia de la supuesta obra por sí misma, se la suple con un discurso al que se atribuyen cualidades evocativas para determinados expertos, más bien una suerte de elegidos de gracia subjetiva, sensibilidades supuestamente privilegiadas, porque sí.
Por tanto, una pintura rupestre puede ser interpretada subjetivamente como obra de arte, pero esto no la convierte en tal, objetivamente, como corresponde a una construcción racional social. En otras palabras, la forma particular en que determinadas personas vean una pintura rupestre, que puede ciertamente poner en entredicho su particular visión del mundo, no apela más que la subjetividad de su punto de vista y a su conocimiento, en todo caso, limitado y carente de referentes ordenados sistemáticamente. En suma, ignorancia y atrevimiento, en su combinación habitual.
Por otro lado, el caso de la Biblia nos es útil para exponer cómo es que un texto explícitamente elaborado como declaración de creencias, manifestación de fe, y supuesto portador de la verdad de un pueblo, no puede ser apreciado por este, tal como dejan en claro sus propias instituciones, como objeto de arte, como sí es el caso desde instituciones distintas, ajenas al credo instituido. El hecho de que se reconozca en las Sagradas Escrituras un determinado valor estético no basta para declararlo obra artística, pues lo mismo habría que hacer, por ejemplo, con producciones netamente decorativas o seductoras con fines publicitarios, las que buscan solamente identificación, complacencia, ningún cuestionamiento.
¿Qué ocurre con el arte abstracto? Su caso en general revisado grosso modo, con fines ilustrativos, permite distinguir entre la comunicación de una cuestión a través de la alusión más o menos clara, de la sugestión, con aval en múltiples teorías de corte cientificista, y la simple expresión, el arrebato y el impulso, manifestación de una locura artificial. Así, por una parte, la obra de Kandinsky luce la aplicación de un conjunto de principios cuya explicación, lejos de ser indispensable, el típico discurso justificante de la obra, la complementa e, incluso, en determinados sentidos, enriquece su interpretación. Del mismo modo, en parte de la obra de Rothko, es fácil reconocer una provocación elemental a través de un marco amplio, con base en la geometría y, más específicamente ya, de particularidades del estilo en la aplicación del color y el manejo de distintas texturas. Esto en ambos casos, mientras que chorradas sobre lienzo como las que abundan hoy por hoy en salas, además de vídeos, entre otros audiovisuales, e interpretaciones accidentales y accidentadas con las que se pretende reemplazar el teatro, no ofrecen nada sino a partir de la accidentalidad y la patente falta de destreza manifiesta en su comisión, disfrazada de excentricidad. En estos últimos casos, los rollos altisonantes y las habituales apelaciones ad hominem hacen lo único que efectivamente pueden hacer: distraer, obstaculizar, y engañar a los incautos.
El hecho se debe a una confusión, cuyo origen se da en la enseñanza de técnicas de expresión artística como equivalente a una educación artística completa. El error, con claro origen en los cambios de denominación (los que, a su vez, se deben a cambios de enfoque que redundan, de vuelta, en nuevos términos, como en ligas de Moebius), deriva en mamarrachos por doquier, fomentados desde la educación básica.
La consecuente frustración de quienes pretenden hacer valer su propio caos, su falta de orden y capacidad articuladora, por medio de apelaciones con frecuencia groseras a la supuesta libertad de expresión, es parte fundamental del problema social del arte (demasiado basto como para ocuparnos a él de lleno en este texto). Es el caso que un garabato cualquiera será aceptado como obra solo por quienes no sean capaces, simplemente, de enfrentar la realidad, al margen de los mareos verbales a que se lo induzca o, directamente, por el uso y abuso de narcóticos, pero no por gente inteligente. Y esta es la conquista faltante, siempre; remota, imposible para aquél que, en el fondo, haya pretendido alguna vez, de veras, cuestionar de cierta manera a los demás, y no solo provocar en ellos compasión o lástima. La salida, en última instancia, la vislumbran cuántos sin talento ni voluntad ni disciplina, en la aniquilación del pensamiento crítico, con la aniquilación de los propios críticos, en el mejor de los casos, reemplazándolos por charlatanes.
Veamos, por último, el caso de la fotografía. De acuerdo con nuestros fines, es útil para destacar la importancia que tiene la técnica en la labor misma de comunicación efectiva de las cuestiones que, así, por medio del conocimiento aplicado, han de resultar suficientemente elocuentes en la obra para hacer de esta tal. El texto, la obra es, efectivamente, la materialización de una visión original, original en la medida en que se distingue del resto porque lejos de exhibirse fiel a la realidad, reflejo de ella —y, por tanto, reflejo de muchas otras—, fecunda un fenómeno semejante más bien a la refracción: reta a la inteligencia poniendo la realidad en entredicho a partir de las evidentes concepción, disposición y montaje, patentes en la obra sola.
Por tanto, la apreciación de la obra, es decir, tanto la interpretación del lector como la de la institución crítica, el transductor, dependerá siempre del conocimiento previo con que cuenten estos dos últimos, sujetos a su contexto. Dicho de otro modo, lejos de pretender aprender la obra de arte, el observador, lector, público, aparato crítico que correspondan, han de llegar a la obra con conocimientos previos suficientes para su apreciación, de acuerdo con las posibilidades propias de su tiempo y lugar, de su situación espacio temporal. Esto explica los casos de artistas «adelantados a su tiempo», puesto que la situación comunicativa que gestionan es constatada solo en otro tiempo y lugar, distintos de los suyos. Asunto, en todo caso, de que la visión del artista se revele claramente cuestionadora, dados ciertos adelantos en un nuevo contexto. De todas formas, esta situación ha de ser advertida por el propio artista en su momento, con lo que alude expresamente a la intención comunicativa antes referida, la que el nuevo lector y el nuevo transductor le reconocen, además, de manera postrera.
La adolescentización del público a la que nos referimos en principio, lejos de ser accidental, es provocada por quienes a través de ella consiguen variedad de ventajas en las sociedades que integran y se abren paso entre otras que absorben o reducen. Actualmente, debido a la tecnología, es lógico que los sistemas de aprovechamiento de dicho fenómeno, como es el caso de muchos otros, funcionen atravesando las fronteras estatales, y es de advertir que son los estados el principal obstáculo para un intercambio de bienes de tipo feudal, pero turbo-potenciado. Como veremos, esto último es importante también en la situación que atendemos.
Cuando hablamos de adolescentización, nos referimos al proceso por el que se preserva la adolescencia de un sujeto y, de hecho, así se lo sujeta como adolescente, en un sistema de consumo. El adolescente, en efecto, es hombre o mujer, pero adolece de personalidad. Son las personalidades, los modelos, los que seducen con el uso de bienes y servicios; son los rostros ideales, los que seducen tentando el símil con quien los ve de su lado del espejo, ilusionados.
Al caso, conviene recordar que una persona (de personae) es tal en tanto sujeto autónomo (de autós: mismo, y nómos: norma), es decir, capaz de gobernarse, administrar su propia libertad en los límites de sí mismo y como parte, siempre, de una sociedad, en la que es capaz de manifestar y ejercer su voluntad en un entorno normativo, como sujeto de derechos y obligaciones. La persona humana es, por tanto y en suma: cuerpo, organismo, psique y razón (llevada esta al punto que le permite establecer criterios para operar en la realidad), sujeto social. Dado que establece criterios, sujeto divisivo, crítico, potencialmente transformador, político.
Siendo la personalidad una construcción racional, cabe advertir que las personas se educan, no simplemente crecen o mejoran. Su educación ha de consistir, fundamentalmente, en un uso cada vez más efectivo de la razón, lo que lo ha de llevar a cuestionar con frecuencia su realidad circundante. Esto, a través del arte. Para cuestionarse, el hombre debe poder aplicar distintas operaciones intelectivas y, a través de ellas, gestionar conocimiento y actuar: operar efectivamente en la realidad. Esto implica, necesariamente, que se distancie objetivamente de determinadas cosas, hechos y fenómenos, se los represente in abstracto, los articule, se plantee así problemas y los resuelva. Tal distanciamiento se da, por supuesto, a través de la operación de contraste, con frecuencia previa comparación; es decir, pasando de las semejanzas, de las categorizaciones, a la identificación a las diferencias; en suma, por definición. Operamos por medio de definiciones, conceptos e ideas.
El adolescente, como tal, carece de este arsenal en pleno. No sabe quién es, lo intuye apenas, menos que los mayores. Apela a modelos del exterior y copia sus conductas, adopta sus poses, reproduce sobre sí elementos de su apariencia, por identificación idealizada, pretendiendo construirse así una personalidad. Más adelante debería, sobre los espacios lisos de los que han ido resbalando una tras otra, etiquetas y piezas enteras de diversos disfraces, ver brillar lo que efectivamente lo constituye como quien es; esto, si madura. En caso contrario, continuará en búsqueda permanente de nuevos modelos, una y otra vez, y este consumo es el que permite clasificarlo, dada la frecuencia y continuidad con que se da, dada la fidelidad manifiesta por una u otra marca o tipo de oferta, como consumidor.
Para nadie es un secreto que, en lugar de preparar a los estudiantes para la realidad, en lugar de procurar que aprendan a razonar, a pensar críticamente, se los invita, se los insta, incluso, en escuelas y universidades, a «sentir» el mundo, priorizando su percepción e interpretación subjetivas, en atención a la comunidad con la que se identifican, a través de ideologías, rollo de razas, energías y ánimos inexplicables, en supuesta armonía (si bien contra los demás); en suma, se los engaña haciéndoles creer que el mundo real al que salen, una vez completan sus estudios, corrupto, injusto, ofensivo, como no podría ser de otro modo, está en deuda con ellos y ha de cambiar de acuerdo al ideal que ellos mismos encarnan, por ser quienes son: o descendientes de sabios ancestrales, maltratados, oprimidos, víctimas, o supuestos privilegiados, culpables. En todo caso, gente necesitada de soluciones, de personalidad… Y he aquí que entra a tallar la oferta.
Veamos, a propósito, el caso de uno de los géneros musicales más populares, el rock actual, de factura estadounidense en particular, cuyo derivado, el pop-rock, que no constituye por sí mismo ningún género aparte, representa la faceta supuestamente más sencilla, menos agresiva y de mayor consumo a nivel global.
La gente suele dar por supuesta una relación directa entre rock y juventud, es un hecho a todas luces evidente en el perfil mismo de los artistas más populares. Debido a los atuendos que portan, el maquillaje que se aplican, pasando, claro, por los ademanes, gestos y declaraciones más variados con los que interactúan con los demás, las estrellas de rock son tomadas, en general, como personajes portadores de una energía particular, atemporal, de una enorme vitalidad —inclusive para clamar su depresión o hacer loas a la miseria—; son tomados por rebeldes cuya vehemencia rebasa, por supuesto, a los cuerpos, que de todas formas envejecen.
Con el paso de los años, la edad de las estrellas de rock exitosas tiende a disminuir; esto se debe no solo a que los adelantos tecnológicos hacen prácticamente imposible saber cuáles son las auténticas competencias musicales de estos supuestos artistas sin participar en la producción misma de sus grabaciones; sino también al hecho de que, de esta forma, llevándolos a escena más pronto, la identificación entre espectador y estrella resulta más inmediata. Es curioso, pero nada especialmente sorprendente que buena parte de los artistas de punk californiano, por ejemplo, alcanzasen éxito comercial hace más de una década, bordeando los treinta años de edad, y que hoy luzcan las mismas fachas de quinceañeros, con las que ya entonces persuadían de su vitalidad a millones de muchachos que coreaban sus letras e imitaban sus ademanes, sintiéndose comprendidos, reflejadas sus penas entre gorgorito, cuando en realidad eran simplemente captados por un aparato de mímesis elemental, mediante miles de dólares de producción.
La adolescencia en cuanto carencia de personalidad radica, en gran medida, en la insuficiencia de recursos para afrontar la realidad, dada una sobrecarga de ideales en los años previos, sobrecarga que ahora se extiende intencionalmente sin límites de edad: el cine, las series de televisión y de plataformas, así como los libros de autoayuda, rinden culto a la ilusión de autodeterminación, a la arbitrariedad de apercepciones caprichosas, pretendidamente originales, y a las sensibilidades no educadas, aparte el misticismo barato. Fuera de los medios, los coach, por ejemplo, suelen lucrar en instituciones como entrenadores cuyo objetivo es que su cliente aprenda a ser, según su posición en el organigrama, porrista de sí mismo y/o de los demás; para ello se sirven de un arsenal de dinámicas y trucos efectistas, a menudo puro placebo, en los menos malos de los casos.
La negación de la materialidad, el afán idealista, la hiper relativización de la realidad, la negación de la razón, el menosprecio de la ciencia, postergada esta por el culto a la cultura (término problemático como el que más), el auge ideológico en afán de luchas identitarias, no son, desde esta perspectiva, si no manifestaciones de adolescencia contumaz, sistemáticamente potenciada por quienes la aprovechan ofreciendo productos en serie, rápidamente perentorios, que tienden todos a responder a la más diversa identificación posible. Cada variedad ha de ser complacida: todos, únicos y especiales…
El objetivo para el comerciante es claro: complacer, a partir de la identificación, a la mayor cantidad de público posible, fidelizándolo a la marca. Extender la edad de adolescencia, de necesidad de etiquetas, forma parte del trabajo. Reivindicar, para ello, «el sentir» propio de cada quién, respecto de cuán único se siente, cuán joven, incomprendido, defraudado, vulnerable, a menudo insignificante para los demás, rebelde, extraño, atípico, desde luego, siempre rico en potencial, sin importar el desperdicio de tiempo en que ha incurrido, es fundamental.
Conviene advertir que el comercio en sí mismo, del mismo modo que la industrialización y otros fenómenos tecnológicos y sociales, nada tienen de malo por sí mismos. La concentración de la producción y de la publicidad en la identificación del público con cuanto ofrece el producto: siempre, la oportunidad de parecerse a una persona ideal, de moda, e integrarse con ella a una comunidad específica, de una u otra forma exclusiva, es simplemente un medio, uno cuyo objetivo difiere del propio del arte, que es cuestionar. Se trata, sencillamente, de otra cosa, si bien los comerciantes aprovechan, como es lógico, las semejanzas entre las situaciones comunicativas.
La situación, por supuesto, una vez se cuela de nuevo el idealismo, plantea sus bemoles… ¿No es que contra todo esto, contra la industrialización descrita, debía enfrentarse el arte? La respuesta fácil, torpe, habría de ser que sí. Pero no es tan simple, como no lo es el ejercicio crítico. El arte, como situación comunicativa plantea en sí misma la posibilidad patente de una crítica, pero su objeto dependerá del sistema de ideas, conceptos, procesos y relaciones puestos en juego por el artista, efectivamente legibles por el lector de la obra, confirmados por la institución crítica. En otras palabras, sin conocimientos previos, sin ciencia y filosofía previas, el artista muy difícilmente, por no decir, nunca, podrá ofrecer una visión elocuente, coherente en su cuestionamiento. Tal y como el caso del receptor de la obra, el lector del texto, que sin conocimientos previos ni ciencia ni filosofía apenas y se enterará de qué va lo que tiene ante sí. Y ni qué decir del crítico, dada su responsabilidad como tal.
Lo dijimos antes, en un ensayo previo en este mismo espacio: «La razón es una facultad desarrollada por el hombre, al punto que le permite elaborar criterios para entender la realidad, interpretarla y gestionar así, conocimiento sobre ella, y compartirlo. La razón, por tanto, nos permite ser libres: por medio de ella nos apartamos de lo inmediato como sujetos conscientes de hacerlo y lo enfrentamos; luego, participamos de vuelta en la realidad con mayor conocimiento. Podemos cuestionarla a través del arte. Por tanto, en la escuela debería desarrollarse el razonamiento en tanto facultad de establecer relaciones lógicas entre ideas, términos, categorías, procesos y fenómenos, para plantear y resolver problemas, extraer conclusiones y aprender cada vez más. Para aprender historia del arte, también, pero más aún, filosofía del arte».
Dado que hacer crítica consiste en exponer un sistema de ideas, definiciones y conceptos, conocimiento en construcción permanente, aplicándolo a un determinado objeto para emitir respecto de este, un juicio de valor, ¿cómo aproximarse al asunto del arte sin una definición y, a partir de esta, otros conocimientos? Una vez son detectadas las confusiones, descubiertos los mecanismos, que conviene siempre tener presente, fueron, son y serán aplicados una y otra vez, corresponde replantear el panorama y, afinada la visión, volver al juicio. Para cuestionar y ser cuestionados de vuelta.