Cuestión de aliento: Notas para una reaproximación a la actual crisis del estado peruano
Por Juan Pablo Torres Muñiz
Cunde la confusión. Abundan testimonios en los más diversos medios de comunicación de una u otra tendencia y en los más pretendidamente objetivos, suficientes para afirmar que, en general, grandes masas siguen sin más corrientes de opinión, toman partido asimilando expresiones de un discurso cuyos términos les son imposibles de definir, y otras tantas pasan además a la acción. En este último caso, los integrantes de las masas son en su amplia mayoría incapaces de explicar por sí mismos, razonablemente, por qué hacen lo que hacen; eso sí, apelan de inmediato a emociones: pena, amargura y bronca, entre otras, trayendo a colación palabras como indignación, justicia, castigo y demás, para dar paso, como ya fue dicho, a un despliegue de lugares comunes en el fondo incomprensibles para ellos mismos. Hay también mucha gente que simplemente se pregunta adónde vamos, con ese plural mayestático que, dadas las circunstancias, redunda señalando su grado de extravío.
Hablar de un sentido, de una intención común en una sociedad debidamente organizada o presta a organizarse en torno a ella, lleva a reformular la cuestión lo más concretamente que cabe. Es posible, por ejemplo, referirse a un espíritu determinado, no de corte religioso ni mucho menos místico, sino en cuanto a sustento racional detrás de una articulación discursiva, como un motivo, leitmotiv, a través del cual sus distintas variedades cobran forma y, dado el caso, desencadenan acciones por él justificadas. Así, por tanto, cabe la cuestión de si es pertinente o no hablar de un espíritu del estado —que no de ningún pueblo, dada la lasitud, imprecisión y vacuidad, siempre presta al maniqueísmo, de este último término—; asimismo, si es posible reconocer un espíritu político peruano.
El asunto, amplísimo, ha sido abordado antes desde distintas perspectivas y con diferentes enfoques por personas más o menos autorizadas, de modo que advertimos, la intención apenas es plantear, desde las coordenadas de este espacio, en gran medida sustentadas en el Materialismo Filosófico de Gustavo Bueno, algunos términos para abordar el asunto y aprovechar así —siempre a través de la discusión— los aportes de otros enterados y especialistas.
Para empezar conviene señalar que cuando hablamos de política, nos referimos a la administración de la libertad (fuerza operante contra la libertad de los demás integrantes de una misma sociedad normada), la libertad de las personas (individuales y colectivas) en el ámbito de un estado. No hay estado sin política ni política sin estado, dado que la administración antes referida se corresponde a una organización de hombres establecidos en un territorio determinado, dueños de una tradición, que emplean un sistema de gestión particular para sobrevivir, adaptarse al contexto y desarrollarse en él, con, a través y frente, e incluso contra los demás estados.
Ahora bien, a la práctica adecuada de la gestión política de un estado, la llamamos, siguiendo a Bueno, que en este punto nos remite a Aristóteles, eutaxia. Este término surge de dos raíces griegas: el prefijo eu, que significa correcto, adecuado, y taxis, que quiere decir orden, a lo que se añade el sufijo ia, que apunta a la cualidad de tal. De manera que cuando hablamos de eutaxia señalamos la buena práctica, el desarrollo adecuado de la política del estado en dialéctica de estados.
Pero, entonces, en tanto y cuanto el carácter de un estado es el que es, distinto de los de otros y, por tanto, se sostiene coherente en sí mismo frente a los demás, ¿es posible reconocerlo plasmado, al menos grosso modo, en algún material concreto, constituye por sí mismo algún cuerpo, consta en alguna parte y se presta de este modo como objeto de referencia?
La respuesta obvia apunta a la constitución política de cada estado. La constitución (proveniente del latín constitutio), también llamada Carta Magna, es un texto de carácter político y jurídico, que genera los poderes constituyentes del estado (ejecutivo, legislativo y judicial) y rige su control y equilibrio; su rango normativo es el más alto dentro de un estado y comprende, como no puede ser de otro modo, el régimen de derechos y libertades de los ciudadanos.
Pero es que son muchas las constituciones políticas de distintos estados, entre ellos el peruano, que emplean para referirse a la orientación de su gestión un grado de generalidad tal que excede la prudencia con vistas al contexto internacional y a su cumplimiento interno, y requieren, por tanto, para reconocer en ellas los rasgos propios de un rumbo sostenible de gestión estatal coherente, leer a través de su corpus completo, atendiendo, como si de textos literarios se tratase: a) a los responsables de su emisión en tanto personas concretas, b) la retórica del texto mismo, c) al lector, también como sujeto concreto, y d) a un marco de interpretación determinado a nivel institucional. Además, son también muchos los estados, también el peruano, que han tenido varias constituciones una tras otra. Esto obliga a un análisis ya no de uno solo de estos textos, sino de todos en secuencia. Semejante análisis, por supuesto, excede largamente la capacidad atribuible al común de la población —y cada vez más a los supuestos académicos inscritos en el frente de promoción de la subjetividad idealista de corte postmodernista, que en cambio promueven la merma de todo ejercicio racional desde sus Foucaultades—.
Es importante señalar, al respecto, que el hecho de que un estado cambie de constitución numerosas veces y opte en unas y otras, ora por un modelo económico, ora por otro, dificulta más todavía señalar una determinada orientación política del estado más allá de un determinado periodo histórico. Pero también es cierto que un mismo estado puede cambiar de modelo no sólo económico sino también otros y seguir siendo el mismo en múltiples aspectos.
Una refundación, el producto de una revolución, por la que tantas arengas se alzan hoy en plazas de aquí y de allá, exige una reconstitución que escapa, debido a la materialidad misma del estado, a cómo éste se configura materialmente (a nivel de corpóreo, territorial, psicológico humano y racional, institucional), a las pretensiones manifiestas de los supuestos revolucionarios, salvo que estos efectivamente las lleven al extremo de la masacre por exterminio de parte de su población y/o la absorción de un estado por otro, ambos casos de traición al estado constituido.
De manera que, si es posible reconocer los rasgos distintivos de un estado como tal, integrante de una comunidad internacional, a la par que independiente de los demás, soberano —siendo que la soberanía se manifiesta nada más en casos de guerra—, ha de ser a resultas de la interpretación compleja antes descrita, constitución por constitución y luego del conjunto en total, a condición de que algún sentido claro perviva ya no a una u otra carta magna, sino, insistimos, a través de todas.
Es a esta exigencia responde la alusión, al principio de este texto, del reconocimiento de una suerte de espíritu.
El término espíritu deriva en préstamo del latín spiritus, que significa soplo y alude a aliento, pues deriva del vocablo spirare: soplar, conectado a respirar.
Hay estados que han preferido, por ejemplo, encarnaciones de este espíritu en figuras como la de un rey, el cual mantiene a raya al poder ejecutivo, a sus ministros, siempre dentro de un marco constitucional, con el poder judicial presto a sancionar conductas contrarias a la eutaxia que él mismo encarna.
Hay asimismo otros estados que prefirieron erigir ficciones, símbolos más abstractos, sostenidos a través de medios como el cine, como en parte lo hace Estados Unidos, con una suerte de personaje, digamos, típicamente “americano”, es decir, americano a su modo: anglicano, biblia en mano, puesto al arado y, por supuesto, con el rifle cargado, pues la verdad le fue revelada, como parte del pueblo elegido, oh, libertad de conciencia, para llevar la justicia y la libertad a todo el mundo… Ahora bien, las desventajas de una abstracción de este tipo quedan evidenciadas por el modo en que, permeado el ámbito académico estadounidense del rollo derrideano y otros tanto o más subjetivistas, dicha figura se desvanece entre afanes de contentamiento populista y la desintegración de múltiples instituciones sociales, como la familia, entre otras.
Pero el espíritu, sin apartarse de la interpretación que le asigna Montesquieu en El espíritu de las leyes ni, por su parte, mucho antes, la Iglesia Católica, específicamente en cuanto al Espíritu Santo como parte de la Trinidad (esencia de la prédica que vuela, es decir viaja, representada comúnmente por una paloma, y conecta al Dios Padre con el Hijo, Dios encarnado, y a los hombres; y que, por si fuera poco, dicen las escrituras, se reveló a los discípulos posándose sobre sus cabezas como lenguas de fuego y les brindó el don del habla de distintos idiomas, para expandir así la supuesta Palabra de Dios, se entiende, traducida), el espíritu, decíamos, sin romper con esta múltiple tradición, se refiere a una forma de concebir la realidad desde una base racional claramente filosófica, sin exigir encarnaciones ni íconos de los que suelen derivar mitologías de lo peor (véase en sus extremos, pero también en sus inicios más tímidos, al nazismo).
Bien, ¿y dónde yace tal espíritu?
A nadie ha de sorprender que los estados se constituyan, en gran medida, como frentes idiomáticos, que los estados requieran lenguas oficiales, que su planificación, organización, funcionamiento y evaluación permanente, en suma, que su gestión política, su eutaxia, se conciba en un idioma en particular, con su propia lógica. Del mismo modo, dado que la realidad es de una complejidad que sobrepasa la capacidad de comprensión de cualquier idioma por sí solo, y que la experiencia humana requiere, por lo tanto, de la mayor variedad de abordajes posibles, es evidente que debe haber en el mundo más de un idioma, de hecho, varios, cada uno más o menos potente como tecnología para operar en la realidad. Finalmente, una obviedad más y su implicación mayor: que los estados que operan en un determinado idioma necesitan de los demás, dialécticamente, para operar ya no sólo a nivel interno, sino también para adaptarse y así sobrevivir, así como desarrollarse en el contexto general; asimismo, que los estados pueden transformarse en imperios y/o surgir como tales en tanto su pretensión sea que la concepción del mundo sea la misma por todos los estados que, o conformen una red, o directamente sean absorbidos.
Luego de formar parte del Imperio Español, uno de tipo generador, dado que compartió su tecnología con los pobladores nativos de los territorios conquistados y promovió el mestizaje con ellos —a diferencia de los imperios depredadores como el inglés, por ejemplo, que se dedicó al exterminio de poblaciones indígenas, sin poder evitar la abundante bastardía—, las distintas comunidades de América, entonces ya hispanohablantes, se hicieron independientes. No está demás recordar aquí que lo hicieron gracias a la intervención de capitales del mundo anglosajón, que de este modo disminuyó considerablemente su desventaja en relación al imperio hispánico, ya en su ocaso, y se aseguró además de que el frente hispanoamericano quedase fragmentado, además de muy endeudado. Del mismo modo, es pertinente recordar que el impulso del indigenismo y del supuesto rescate de lenguas nativas, no para que sobrevivan, sino para que efectivamente dificulten la comunicación en un sólo idioma oficial, el español, así como el incentivo de separatismos de todo tipo en cada territorio hispanohablante también se da cortesía de la dialéctica de estados y de imperios, inevitable.
Pues bien, el caso es que en los estados hispanohablantes, esta suerte de espíritu, la lógica y la razón de su concepción institucional, se corresponde obviamente a una tradición greco latina hispánica católica (lo último, en cuanto construcción racional que dio a luz la escolástica, es decir, al catolicismo como filosofía, pues hay que advertir: perfectamente se puede ser ateo católico). Asimismo, queda claro que la riqueza costumbrista y la tradición prehispánica de las comunidades oriundas de nuestro continente, enriquece el pensamiento hispano. Vemos así, efectivamente, una suerte de espíritu tal cual lo señalábamos, un patrimonio múltiple, reunido, conservado, interpretado en gran medida y traducido en español, con una fortaleza mayor de la que tuvo, tiene y podría tener en la península ibérica —mucho más ahora que España cuenta con una tan considerable población antiespañola y anti hispánica, en general, a punta de separatismos—.
El conjunto de obras del continente, con nexo en la elaboración, la traducción e interpretación en español, acoge toda suerte de manifestaciones del conocimiento, el arte y, en general, la tradición americana, asombrosa en sus extremos más apartados así como en su más intrincado mestizaje. Y, pese a su variedad, es posible afirmar que se presta mejor a su gestión, justamente, desde el criterio que la congrega, es decir, del español como tecnología comunicativa. Esta lengua le permite continuar su desarrollo con vistas fuera de América, proyectándola, de hecho, al mundo entero con enorme efectividad, mucho más que desde el recelo de uno u otro grupo nativo, condenado al ostracismo en tanto reniega de las posibilidades que la segunda lengua más hablada del mundo le ofrece.
Pero, cuidado. Lejos de plantear aquí, sin más, la conformación de una alianza hispanoamericana, proponemos el aprovechamiento en nuestro propio estado —extendiendo la sugerencia más allá de nuestras fronteras, eso sí— de una perspectiva que cobra fuerza a partir del reconocimiento del presente como tal, en marcha, dejando de lado idealismos, especialmente los de corte ancestral, reivindicatorios de paraísos que nunca existieron en realidad ni de revoluciones románticas —todas sangrientas—, hormonadas desde estados de otras lenguas, por intereses que no son para nada compatibles con los nuestros a nivel político y que, por el contrario, se sirven del debilitamiento de nuestra conciencia idiomática para penetrar a gusto en nuestros fueros.
En el Perú, específicamente, los esfuerzos por establecer un patrimonio de esta clase, conjunto, no una especie de discurso único ni mucho menos una identidad —término en sí mismo, netamente ideológico, acrítico por completo consigo mismo, absurdo en múltiples sentidos y especialmente dado al maniqueísmo, sobre todo bajo manipulación foránea inclinada al separatismo por hiper subjetividad—, han dado fruto, sí, pero claramente limitado. La idea de un patrimonio de toda la comunidad americana reunida, de algún modo por el nexo de la comunicación en español, excede, por supuesto, las fronteras de nuestro país, y vuelve a las de Hispanoamérica toda, si bien con ciertos puntos de concentración neurálgica. Pero el principal problema es la fragmentación misma al interior del país, generada, ya fue advertido, por la inyección ideológica foránea de corte mítico reivindicatoria. De manera que, lo mismo que todos nuestros vecinos continentales, salvo Brasil, que sí que unifica su patrimonio a través del portugués, contamos con muestras aisladas, supuestamente por especialidad, intencionalmente divididas por enfoques de estudio postmodernista. No hay una conexión general más allá de la abstracción vana de riqueza nacional y otras por el estilo y, por supuesto, hablar de una lengua oficial, lo mismo que de criterios de ordenamiento, en general, es ahora dificilísimo.
Esta reaproximación a la situación problemática que atravesamos apela al uso de términos más efectivos para operar en la realidad, y enfrenta, como es lógico, todo idealismo postmodernista. El racionalismo de nuestra tradición, innegable, lo exige. Y advertimos que, mientras nuestras masas no se percatan de ello, otros estados sí que son coherentes cada cual con su propia eutaxia, haciéndolos partícipes: tontos útiles, mil veces.
Es indispensable deshacerse de taras como la suposición de que el diálogo es una solución óptima para todo, de que un estado democrático no debe hacer uso de la fuerza ni de la violencia disuasoria en ningún caso, de que la participación ciudadana iguala efectivamente la capacidad de contribución de todos los pobladores de un estado en todos los ámbitos, de que es posible discutir con quienes no razonan, más un largo etcétera, que en nada riñe, por supuesto, con el cuidado de la proporcionalidad de la fuerza, así como, antes, la depuración del aparato estatal ya en funcionamiento.
Entretanto, no es tan difícil, al parecer, reconocer cuán propio es, en realidad, el interés de uno u otro grupo en cuanto a la eutaxia del estado al que pertenecen, cuán compatibles son dichos grupos con ella y, por lo tanto, con la supervivencia del estado como tal. O reconocer la medida de los chantajes, cuando estos son evidentes y para más inri, de ellos hace eco el discurso de lo políticamente correcto, siempre contra la razón, siempre del lado de la supuesta sensibilidad irracional de carácter condenador, culpabilista.
A menudo, la muerte se cierne sobre quienes no advirtieron la amenaza en voz alta por temor a ofender a quienes, no importa en realidad qué se diga, se tienen ya por ofendidos.