Con la boca llena: Notas a propósito del torrente idealista vertido en redes sociales
Por Juan Pablo Torres Muñiz
Sobran motivos válidos de reclamo al actual gobierno. Razones de fuerza que requieren planteamientos de solución razonables y luego, por supuesto, acción coherente, en suma, una gestión responsable. ¿Qué tanto de esta razonabilidad vemos entre la confusión que cunde? ¿Qué se dice dotado de sentido y se presta de veras al diálogo y a la discusión?
De entre los partícipes en las marchas por calles y mítines en plazas, habría que suponer que, además de los dirigentes de cada agrupación, al menos los estudiantes universitarios tendrían que poder explicar qué persiguen, admitiendo que el grueso las masas que claman arengas nada más expresan su insatisfacción y rechazo a tal o cual medida concreta o incluso a una política, en tanto son capaces de identificarla, no más. Pero resulta que los representantes de las organizaciones en marcha insisten en el mismo rechazo, redundan en su carácter indeterminado, y, es más, fomentan en sus declaraciones una confusión mayor: tienen claro a quién detestan, pero no más que por un supuesto sostenido en indefiniciones; es decir, detectan por ejemplo corrupción o malos manejos, pero si no es en su flagrancia, apenas desde un espectro ideológico confuso, sin criterios claros y apelando a una colección de términos a cual más dudoso, todos los cuales asumen ciertos para todo mundo, cuando en realidad son incapaces de explicar que significan ni, mucho menos, cómo han de ser interpretados en determinados contextos ni cómo es que cabría operar en una administración estatal en pro de uno u otro con un mínimo grado de certeza.
Los medios de comunicación prodigan ejemplos: en los discursos de líderes y caudillos de aquí y de allá los lugares comunes son eso, apenas, y, más, exhibiciones emotivas: indignación, dicen, sobre todo. Apelan a los derechos humanos y a la libertad, a una justicia plena y a mucho más, insistimos, indefinible para ellos. Cualquier cuestionamiento concreto, cualquier pregunta directa que pone en evidencia las endeblez de su discurso, es tomado inmediatamente como ofensa y la respuesta es una metralla de insultos: fascistas, fachos a secas, discriminadores, ésto de un bando, y del otro: bárbaro, rojo, terruco. Ciertamente, llueven unas pocas piedras más desde las izquierdas indefinidas, por su misma indefinición evidente, y también porque aventar rocas de su lado convierte al que además de hacerlo grita, merced de la bendita corrección política, en víctima que apenas y clama indignado justicia, justifica su arrebato y ya dados, pues todo al diablo, pero en el fondo, el huayco es huayco.
En ambos casos se exige atención a una manifestación anímica que, más allá de estar más o menos justificada, se limita a una negación contra parte de la realidad, la que, se entiende, debiera ser transformada en cuanto cabe —y cabe plenamente en cuanto a gestión humana—, pero que en lugar de apuntar a medidas concretas efectivamente al alcance de todos (a través del aparato estatal), apelan a ideales que obvian cualquier estructura institucional sostenible.
La dialéctica de clases, de estados y de imperios funciona de tal manera que, sin programas realistas —de probada operatividad material— las agrupaciones de toda índole, por entusiastas que sean, se extravían entre la masa más burda, material éste, con el que sí que es posible operar con relativa facilidad, lejos de consideraciones personales.
En este contexto, es importante advertir en qué punto de pauperización social nos encontramos, es decir, reconocer la situación del presente en marcha a partir de la cual y en la que hemos de plantear los problemas como tales, así como el horizonte al que ha de apuntar su gestión, en general.
Ahora bien, la capacidad de plantear problemas depende de la práctica, del ejercicio. Se da con la aplicación de criterios conectados a elementos de la realidad; mediante esta misma operación, nos abstraemos parcialmente de ellos: los convertimos en elementos operacionales, y es de éstos que se compone el problema, otra abstracción, cuya solución debe ser aplicada materialmente. Por ello es lógico, se requiere constatar los resultados y, a partir de ellos, mejorar la gestión entera, desde la planificación, la disposición de los elementos, a la organización, el modo en que empleamos recursos, al planteamiento de la solución y, claro, su aplicación, en un ciclo de evaluación permanente.
Por lo tanto, el grado de pauperización en que nos hallamos puede deducirse fácilmente de la menor o mayor capacidad de nuestra población para plantearse problemas racionalmente —que no hay otro modo— en distintos ámbitos, no ya para darles solución, algo más exigente aún. El diagnóstico es lamentable, y se explica, aparte la evidencia, por la atronadora forma en que se cumple una condición infalible de fracaso: ninguna visión idealista opera racionalmente al punto que le permita operar en la realidad con acierto. El idealismo postmodernista ha permeado el grueso de campos en que actuamos como sociedad y ha anegado por completo la mayoría de instituciones educativas, especialmente las universidades. Es imposible que desde sus bases puedan surgir, sin enfrentarse a ellas directamente, con un alto riesgo de apartamiento y exclusión condenatoria, personas debidamente preparadas para ofrecer a su sociedad soluciones inteligentes y, ni qué decir, de aplicarlas.
Es lógico que prácticamente ningún universitario que participa en las marchas sea capaz de explicarse y que, sin embargo, considere, si se le plantea en los términos más sencillos el absurdo de cuanto dice, que lo que ocurre es que quien lo interpela no es sensible, es un insensible, o no entiende el alma de la cuestión o que traiciona al pueblo. Una seguidilla de apelaciones identitarias. Ideología llana.
Una ideología es una construcción racional identitaria, es decir, una cuya racionalidad se ejercita para distinguir al sujeto que la expone como integrante de una comunidad, de un gremio, distinto así de los demás; es capaz de funcionar críticamente respecto de otros grupos ideológicos o no ideológicos (científicos, filosóficos de rigor, etc.), pero es incapaz de criticar su propio origen, constitución y funcionamiento, punto en el que simplemente invoca supuestos sentimientos intransmisibles que, o los tienes como parte de la comunidad o no, como motivo suficiente para el rechazo y, también, para el ataque.
Probablemente, lo más grave de la situación actual es que este idealismo que empantana prácticamente cualquier posibilidad de discusión productiva, proveniente directamente del mundo anglosajón. Sus estados se empeñan, como no podría ser de otro modo (dada la dialéctica entre unos y otros), en instaurar sus políticas a nivel global, preferentemente a través de marcos institucionales aparentemente racionales, justos, ejemplares, de generalizaciones adaptables a conveniencia, según los tiempos. Es el caso de la democracia como la practicamos, por ejemplo, en Perú y otros países de Hispanoamérica. De la sagrada libertad que siembran tan generosamente algunas potencias por todo el mundo.
Es evidente que muchas organizaciones e instituciones no pueden ni deben funcionar democráticamente, tal es el caso de un aula de clases (donde es lógico que el docente sepa más que los estudiantes y conduzca sin opción a que alguien más lo haga, las sesiones, salvo justamente que él lo requiera temporalmente y bajo control), ni qué decir de una familia (en la que las decisiones de los adultos responsables de los menores no pueden pasar por consulta a los hijos en tanto y cuanto involucran su supervivencia y desarrollo, salvo precisamente como medida para desarrollar, de a pocos, su autonomía), o investigaciones científicas o inclusive la gestión de empresas particulares, en las que la conducción del proceso, cualquiera sea éste, o del negocio requiere determinaciones claras por parte de especialistas, a veces sin más consulta. Es evidente, también, que la democracia funciona mejor en otras instituciones y las hace funcionar mejor a estas mismas. También es obvio que la capacidad de decisión de los individuos en cuanto a determinados asuntos no es, ni puede serlo, dadas ciertas circunstancias, más frecuentes de lo que se cree, igual ni tan siquiera equivalente. Finalmente, todo ello es tan obvio como que si el voto democrático responde a impulsos afectivos y no se sustenta en articulaciones complejas de ideas, en nivel suficiente, resulta contraproducente para todos.
La forma en que la indefinición y el relativismo extremo, fomentados por el idealismo —que los requiere como condición indispensable de su propagación, en un círculo, vaya que vicioso—, se cuelan y estropean toda clase de espacios para la discusión, consta en la sobrevaloración del diálogo, en el miedo al enfrentamiento de ideas, a poner en evidencia la mayor o menor potencia de algunas de ellas y de sus sistemas de articulación, como si todo dependiera de juegos de retórica y no cupieran más que falacias ad hominem…, y ya en esto, ríos de malicia, oh, invencible maldad, ay, hombre malo, malo, peste de la Tierra (rezan muchos aquí y allá en Instagram)…
Términos como igualdad, libertad y justicia no sirven por sí mismos para referir ninguna realidad material. Es necesario preguntar, siempre, igualdad en cuanto a qué, libertad para qué, justicia en relación a qué criterios. Y que sea necesario aclarar algo tan obvio —lo que hacemos porque se adoctrina en las universidades sobre que lo que importa es “sentir”, sobre “igualdad” y absurdos todavía más grandes como “autodeterminación”, cuando toda determinación es producto de una dialéctica en la que intervienen tanto el individuo en tanto tal y como sujeto (que por algo es sujeto)—, que sea necesario aclararlo, subrayamos, demuestra sobradamente que, por decirlo informalmente, no andamos bien, ni de lejos.
Para colmo, nunca faltan ciertos artistas. ¿Quiénes, acaso, más sensibles que ellos…, según el mismo relativismo que hace de quien sea potencialmente uno y, además, de cualquier cosa arte?
Pero es que el arte cuestiona racionalmente o no es arte, algo bien distinto es que lo haga a partir de emociones y, luego, a través de ellas, pero para enfrentarnos, en definitiva, ante nuestra concepción previa del mundo, seducidos, merced de la técnica de la ficción, en definitiva.
Las peleas sobre que si derecha o izquierda alcanzan, apenas uno se asoma a ellas con una lente de racionalidad elemental, niveles de absurdo vertiginosos. Esto no es nuevo, pero tampoco popular. Sí lo es la individualidad in extremis, el rollo de que todos somos únicos y especiales, polvo de estrellas, palpita, viva como nunca con eso de que cada quien siente de un modo distinto y que todo es interpretación, ya ni qué decir de las estupideces de que todo es constructo social, cultura, o de que todo es texto. Entremezclado con ello tenemos que así, toda cultura es igualmente valiosa que las demás, que la cultura es un sentimiento, que la comunidad humana es tal porque todos somos distintos, pero humanos, como si una vez se tomara a un hombre o a una mujer y se le quitara el sexo, el idioma, sus rasgos físicos, en general, su tradición, su idioma, sus creencias, sus ideas, ciencia, tecnología y demás, quedara algo aparte de una forma biológica, de todos modos coartada por la amputación del principio… Absurdo. Por si fuera poco, dada la relativización hasta el sinsentido de toda construcción racional, especialmente si es jerarquizada, cunde la referencia errada de teorías poco o mucho menos comprendidas, como la misma teoría de cuerdas, y pseudocientíficas, ya ni se diga, para acabar en neuro coach esotérico animalista que además rescata supuestos saberes ancestrales que a uno lo funden en la nada y lo lanzan al todo de una naturaleza que no piensa. Etcétera.
Con este contenido —“contenido con propósito”, para más inri— constan millones de posts de estudiantes de secundaria, pero más todavía de universitarios y estudiantes de post-grado esmerados, que creen esgrimir mejor los rollos en boga y esperan poder trabajar efectivamente avalados por sus casas de estudios, poniendo en práctica la sabiduría inmaterial que les inculcaron.
Pero todo esto sirve y muy pero que muy bien a frentes mucho más pensantes —y pensar es operar, no quedarse sentado, desnudo, codo a la rodilla, viendo el suelo; eso es romanticismo—, que lucran con esta maravillosa diversidad pululante. La multi industria del transgenerismo, la del llamado turismo vivencial, la de supuestas investigaciones sociales (porquerías correlacionales, ensambladas a gusto del corte ideológico del docente universitario), de tantas ONGs y, por supuesto, de las redes sociales, cosechan millones a costa de la creciente imbecilidad.
[Por si hace falta, el término imbécil proviene del latín imbecillis, formado por im, que significa sin, y becillis, diminutivo de baculum, a su vez derivado del griego βἀκτρον, que significa bastón. De manera que decimos que algo es una imbecilidad si en sí mismo constituye un acto de la voluntad sin sustento, una expresión irracional, un impulso carente de base, de fundamento, de la menor certeza como base.]
Si alguien reconoce, en algún ámbito, méritos a Stalin, pues está loco, si se los reconoce a Franco, lo mismo, si señala espantos de Kennedy y su familia o groseras estupideces de la Madre Teresa, o apunta a las groseras incongruencias de Frida, disparates de el Che, o al simple hecho de que el inventor del término transexual fue un pederasta probado, o tonterías del papa Bergoglio, pues está mal, muy mal. Condenable. Puf. Facho o terruco… Casi nadie pregunta por los criterios de uno u otro juicio. Pensar está mal visto. Tienta al susceptible la idea de élite. Y criticar no es democrático absoluto, pero sentir sí que lo es, porque, pues todos podemos, incluidas todas las especies con un sistema nervioso más o menos complejo… y las plantas… y la tierra… y el universo…
Juguemos, entonces, un poco: ¿Qué ocurre si alguien dice: “Que voten solo los contribuyentes del Estado empadronados —para lo que, previamente, el mismo estado es directamente responsable de cubrir íntegro el territorio nacional, así como de flexibilizar su sistema de contribución con amplia gradualidad—, así como las madres solteras, también registradas, mientras sus hijos sean menores de 18 años y reciban apoyo estatal. Y el resto, no, no vota. ¿Por qué? Porque no hay evidencia suficiente del interés de estos últimos, mayores de edad que prefieran vivir al margen de la ley, en el desarrollo amplio del estado, incluido el económico, porque si no trabajan y no tienen responsabilidades no aportan nada aparte estadística en el voto mismo. Entretanto, quienes sí pagan impuestos y/o asumen responsabilidades familiares, como activos partícipes de la eutaxia de su estado, y en consideración a la precariedad de su situación, más aún si son todavía analfabetos, son sujetos de atención en primera línea: cuentan sin duda con un grado considerable de conocimiento de su medio a nivel de operación funcional, y es prácticamente indiscutible su interés real en el desarrollo de condiciones que les permitan mejorar su nivel de vida. Pueden tener o no ideales, y de éstos, unos más o menos elevados —entiéndase: puntos de partida para ciertos objetivos, sueños remotos o fantasías—, pero están suficientemente apartados del ideal de la manutención forzada del estado cambio de nada, salvo el alimento de fantasías.”
¿Cómo?
Ah, es tan fácil descartar todo de plano. Nada de cribas. No; mal, muy mal, muy mal. Qué falta de valores democráticos, lo que sea que esto quiera decir, eso sí, lejísimos de cualquier referencia a la Grecia antigua —de la que qué importa hablar—, de cualquier imperio generador —si es mejor sólo florear con eso de colonialismo—, de la gestión del estado de bienestar en determinados regímenes —si basta y sobra persignarse ante una pacífica comparsa con banderas, qué asco los cholos—, de ciencias —si, ay, son enemigas de la cultura y cultura es todo, o sea, tipo, constructos, manyas—, de crítica —si es siempre negativa, si te hace pensar, si no calza con lo que dicen los artistas y los gurús y los coach y las mayorías de redes, que tan bien saben sentir… si no aparece en Tik-Tok…, si no nos lleva a las calles y plazas, que sí que importan, pero no nos llevan luego a trabajar…
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