Como un virus: Gestión de la persona VS manipulación idealista
Por Juan Pablo Torres Muñiz
[Así, las cosas…]
Cientos, miles de vídeos cortos en pantalla, uno tras otro. La sed de mensajes positivos, esperanzadores, idealistas, complacientes: insaciable. La potencia del estímulo audiovisual es clave, pero no en el sentido que cree quien ve los cortos y espera mejorar algo o, de plano, cambiar su vida. Su brevedad, también. Por otra parte, quienes desean vivir de veras, según dicen, una transformación, desconfiados de su voluntad y capacidad propias, prefieren dejar la pantallita y acudir en vivo a cursos y seminarios de supuestos gurúes e investigadores, ninguno con tan siquiera un trabajo validado por la menor asociación científica, pero con el crédito de miles de pulgares arriba en redes sociales.
La oferta coach y pseudocientífica de línea «neuro», lejos de perder terreno, se adapta al medio y responde pronto a la urgente necesidad de gran cantidad de organizaciones de evidenciar, de alguna manera, que se preocupan por el bienestar de su personal. Lo que la organización no es capaz de acreditar por sí misma, sea por los motivos que sea, lo hace contratando a esos, dizque, especialistas. Por su parte, gurús de uno y otro lado del mundo ofrecen «métodos», iguales en el fondo, y no poco en la forma, a gente que está dispuesta a seguirlos por cuenta propia.
Desde luego, nadie con algún conocimiento serio de filosofía se compra tal rollo, pero es de advertir lo obvio: que se trata de una población mínima y, en cuanto a ejercicio de la crítica, sobre todo contra lo políticamente correcto, amenazada.
Ya que el mercado procura, no solo en el rubro de cursos y fantásticas experiencias sanadoras, la adolescentización del público de todas las edades —si son pequeños, mejor «agrandarlos», arrastrarlos hasta los conflictos de identidad, y si son mayores, pues que también adolezcan de personalidad, y que vivan en conflicto permanente de indefinición e impotencia—, vale la pena echarle el ojo el fenómeno; al menos, señalar las coordenadas generales entre las que se siembra la duda al grueso de escépticos básicamente razonables, promoviendo entre ellos, sino su rendición, sí un silencio permisivo, peor que el ruido propagandístico, que de por sí genera algún recelo.
De los crédulos no hablamos, lo suyo es cosa aparte.
Por último, enfrentar el tipo de estafa en que se sustenta el servicio coach y otros rollos pseudocientíficos, especialmente los de línea «neuro», justifica ensayar una articulación sencilla de un conjunto de ideas importante, a saber, el de la persona como construcción racional, su gestión a través del conocimiento en ciencias, filosofía, artes y otras disciplinas, cuya enseñanza en la escuela debiera de servir preventivamente, como una especie de vacuna ante esta tendencia —ciertamente— viral, que no cesa.
[Del abordaje de la realidad…]
La realidad, obviamente, excede la capacidad de los hombres de abordarla toda, y ni pensarlo de una sola vez. La división tempo espacial surge así, fundamental, como principio para ubicarnos, para, literalmente, situarnos. Nuestra especie emplea, aparte las porciones básicas cuya configuración, digamos, trae hecha, otras nuevas, términos y categorías que nosotros mismos generamos; se trata de raciones: divisiones basadas en criterios, abstracciones operacionales. La capacidad que tenemos de generar criterios para operar en la realidad constituye, así, en términos simples, el razonamiento humano; su sistematización constituye el patrimonio de la razón humana.
Y, advertimos: empleamos aquí el término humano para referirnos grosso modo a nuestra especie, sin aludir por ello a ninguna suerte de esencia distintiva ni abstracción ideal; en tal sentido, nos reconocemos distintos por el dominio que ejercemos sobre las demás formas de vida del planeta, y nada más.
Los hombres integramos distintas sociedades, no una única sociedad. Esta abstracción, la de la humanidad como sociedad única y ordenada, es irreal; no así el orden general de humanos, como ya fue dicho, en tanto especie dominante. Y es que la realidad, también la social, es inabarcable para el hombre por sí solo, y aún para este con otros hombres, de manera que cada quién y los grupos organizados participan de ella, operan en ella a través de la razón, una vez más, por raciones.
[Persona y personalidad…]
A cada sociedad corresponde una forma distinta de integración y participación en ella, asimismo, formas diferentes de adaptarse al conjunto por parte de cada individuo. Por esta dialéctica entre la moral (normativa que prioriza la supervivencia de una sociedad tal cual existe por sobre el individuo) y la ética (normativa que prioriza la supervivencia del individuo por sobre la sociedad) se determina en cada individuo, libre y a la vez sujeto, su personalidad.
Esta lógica se sostiene desde el origen etimológico del término persona y a través del tratamiento filosófico del tema, cuya evolución ha dependido en gran medida del cristianismo. En efecto, el término persona, del griego personae, como se llamaba la máscara que llevaban los actores en el teatro, y que permitía no solo que cumplieran su rol sobre escena (asociado a determinado contexto, el de la obra), sino que su voz pudiera ser escuchada claramente ante el público, refiere así a la construcción racional que integra la materialidad corpórea, psicológica y racional de cada hombre para su integración en una determinada sociedad. De manera que el hombre es persona en tanto y cuanto creatura viviente, sensible y racional que participa activamente, manifiesta su voluntad y se somete al orden normativo, de una sociedad.
Consecuentemente, cada persona tiene una personalidad distinta acorde a cada sociedad que integra, verbigracia, la de una madre de familia, presidente de una compañía, miembro de un club, amiga de su comunidad y esposa en su matrimonio, entre otras. Y su integridad personal dependerá del grado de coherencia que sostienen entre sí estas, sus distintas personalidades, por poner un nuevo ejemplo, atendiendo a otra clasificación: entre la personalidad pública y la privada de un tal señor XY. Esto, por cierto, es válido tanto para las llamadas personas naturales como para las personas jurídicas, como las concibe el derecho.
Desde esta perspectiva, es claro que la construcción de la persona, a través de distintas personalidades integradas es una función vital de la educación. Otro tanto, la constitución de personas complejas, personas legales, que agrupan personas individuales. En consecuencia, no ha de extrañarnos que los niños empiecen por el reconocimiento de sus propios cuerpos, para pasar a la gestión básica de sus emociones y, luego, a través de procesos de abstracción cada vez más complejos, a operar racionalmente con su triple materialidad integrada. Tampoco ha de extrañarnos que la adolescencia sea el periodo de desarrollo en el que el hombre adolece de personalidad estable debido a los violentos cambios que atraviesa justamente en su triple materialidad, y que dicha etapa de la vida deba ser superada, no solo con los años, completados procesos biológicos complejos, sino con el ejercicio efectivo de la razón abstracta, llevada a un punto en que permita la gestión de la propia integridad con autonomía suficiente, inmersos en una sociedad adulta.
Ahora bien, dado que los hombres enfrentamos la realidad como personas, individuales y complejas, así como instituciones mayores, y que, como ya fue dicho, nuestra conducta en ellas se determina dialécticamente, es importante explicar someramente cómo.
[Dialéctica…, conexiones y relaciones…]
Partamos del hecho de que la dialéctica, siguiendo a Bueno, consiste en una relación de oposición entre una idea y otra, a través de una tercera idea correlativa.
Ahora bien, una conexión, efectivamente, conecta dos elementos sin que medien entre ellos criterios preexistentes, sin que los rija alguna categoría específica común, mientras que, por otro lado, una relación se da necesariamente con base en criterios tales como, por ejemplo, cantidad, calidad, preferencia, nivel de impacto, prioridad, etcétera, es decir, dentro de categorías específicas comunes. Esto obedece al principio de Symploké, originalmente planteado por Platón, que consiste en que toda cosa se conecta al menos con una más en la realidad, y que no existe una sola cosa que se conecte con todas las demás a la vez.
Dentro de cada sociedad, la persona gestiona su personalidad a partir de una tensión dialéctica básica, como ya antes mencionamos: la que se da entre ética y moral. Mientras la ética atiende el impulso de expansión de la persona, su tendencia a ampliar su rango de operación en una sociedad, la moral le imponte márgenes en salvaguarda de una equidad en el grado de desarrollo, de expansión de todos los miembros integrantes de la misma sociedad. Cuánto pueden o no hacer unas personas u otras en determinadas circunstancias, depende del modo en que se planteen ellas mismas el problema dialéctico y busquen resolverlo, así como de la forma en que su sociedad lo haga y atienda la situación. Surge así, el asunto de la libertad y de la justicia.
Lo hemos planteado de esta manera para poner en evidencia que se trata de términos relativos en cuanto dependen de criterios, los cuales corresponden a una u otra formulación del problema. Así, por lo tanto, es absurdo preguntar simplemente si alguien es libre o si es justo, solamente; será necesario, siempre, preguntar si es libre indicando para qué, y si es justo en relación a qué criterios. Nuevamente: la realidad nos excede. Pero también queda claro, desde ya, que no es relativa por dependencia alguna subjetiva. La autodeterminación, adelantamos, es absurda, lo mismo que la posibilidad de modificar la realidad con tan solo pensarla distinto. El respeto que una persona merece, así como la dignidad que demuestra tampoco son relativas ni subjetivas. Lo explicamos, también, brevemente.
El término mismo «responsable» procede del latín respōnsum, supino de responderē, dar respuesta en tanto comprometerse, obligarse a ello. Responsabilidad, por tanto, se refiere a la capacidad de asumir las consecuencias de las decisiones propias, de responder por ellas conscientemente, tanto en lo tocante a uno mismo como a la sociedad en general. Ahora bien, asumir responsabilidad no equivale a admitir una culpa solamente. La gestión de las emociones también se hace racionalmente. La culpa es una emoción que alerta respecto de la comisión de un error que trae consigo consecuencias no deseadas. La responsabilidad es una manifestación de la conciencia racional, por lo que, además, opera efectivamente con la culpa ya de lado; de hecho, cumplida su función de alerta, la culpa solo obstaculiza el uso eficaz de la razón.
De manera que la responsabilidad supone un conocimiento suficiente de la propia personalidad en tanto esta vincula al sujeto, es más, en tanto lo sujeta a la sociedad de personas de la que forma parte.
El reconocimiento de la capacidad personal de asumir compromisos y responsabilidades es el respeto. El término mismo, en tanto sustantivo, corresponde a respectus, en el latín, que procede del verbo respectāre: considerar o atender alrededor de uno mismo, se deduce, al otro; el mismo verbo se compone del prefijo re, de reiteración y énfasis, aludiendo al caso a la clara intención de spectāre, asociado a specere, vocablo que indica la acción de apreciar, de hacer una valoración. En definitiva, respetar consisten en reconocer y, por tanto, tratar a alguien acorde a su capacidad de asumir responsabilidades, a su capacidad personal de comprometerse con su sociedad. Por tanto, tratamos respetuosamente a alguien en la medida en que interactuamos con él en atención de una acertada apreciación de sus competencias personales, y le faltamos el respeto cuando lo tratamos como alguien incapaz de asumir responsabilidades que le corresponden o de las que tendría que hacerse cargo tomando en cuenta sus capacidades físicas, psíquicas y racionales, así como cuando lo tratamos como alguien por encima de sus posibilidades, caso en el cual solo podríamos estar siendo irónicos con él. Verbigracia, tratar a un muchacho como a un niño supone una falta de respeto a él, de la misma forma en que tratar a un niño como si de un adulto se tratara solo podría ser tomado a broma sin efectos desastrosos.
Por cierto, es de advertir que respetamos personas, siempre. Quien dice respetar animales o cosas, por ejemplo, indica con ello haberle asignado arbitrariamente una determinada personalidad al objeto de su atención. Tal es el caso de la naturaleza, a la que supuestamente se la respeta bajo una forma a la cual es común además atribuir un sexo. No es posible, entonces, faltarle el respeto a una cosa, un hecho o un suceso, no sin confirmar una atribución subjetiva de personalidad, siempre incompleta por motivos que expondremos más adelante.
Dicho esto, ¿cómo es que, en principio, aparte diversos compromisos y su respectivo cumplimiento, demuestra sus competencias personales un sujeto? En una sociedad organizada, trabajando. Pero esto requiere, también, aclaración.
El término trabajo deriva del verbo trabajar, que tiene su origen en el latín vulgar tripaliāre, que se refiere a la tortura ejecutada con el tripalium (artilugio de tres varas o palos), común para castigar a condenados y reos en la antigua Roma. Más allá de la transformación en el uso del vocablo, su sentido último perdura: quien trabaja no realiza precisa ni mucho menos necesariamente una actividad placentera, sino que demuestra su capacidad de asumir un compromiso, como al caso de origen una sanción, y de sobrellevarla. En efecto, quien trabaja realiza una actividad por medio de la cual contribuye con su sociedad en relación con los fines de esta, a cambio de un reconocimiento, que constituye su retribución. La retribución suele ser, por tanto, pero no es siempre, de carácter exclusivamente pecuniario.
La capacidad de un sujeto de demostrar, principalmente por medio del trabajo, sus competencias personales, es decir, su capacidad de asumir responsabilidades ante diversas instituciones u organizaciones particulares y, en general, con su sociedad, equivale a su dignidad.
Dignidad es un término que proviene del latín dignitas, el que a su vez deriva de dignus, que significa ‘digno, merecedor’.
Lo dicho nos lleva a entender mejor eso de que el trabajo dignifica; en última instancia, el trabajo ciertamente constituye la prueba elemental de la dignidad de una persona como partícipe del sostenimiento y el desarrollo de su sociedad. Más allá del trabajo, es pertinente tener en cuenta que asignamos un valor real a nuestras relaciones personales en la medida en que contribuimos al desarrollo de la autonomía de quienes amamos: que no sean dependientes de nadie, incluidos nosotros mismos; es decir, en tanto y cuanto promovemos en quienes llamaremos aquí los nuestros, asumir responsabilidades y mostrar dignidad por propia cuenta.
No ha de sorprendernos, pues que, si el respeto es el reconocimiento que se brinda a alguien como capaz de asumir determinadas responsabilidades, de soportar, llevar consigo y conducir cierta carga (correspondiente a sus competencias físicas, mentales, a su edad, cargo y disposición), y la dignidad es la potestad de determinar por uno mismo ante los demás el respeto que se merece, corresponda decir que el amor brinda dignidad a una situación, hace respetable una situación, que de otro modo es vista como problemática, simplemente, un lío atravesado de ideales.
La capacidad de un sujeto de demostrar, principalmente por medio del trabajo, sus competencias personales, es decir, su capacidad de asumir responsabilidades ante diversas instituciones u organizaciones particulares y, en general, con su sociedad, equivale a su dignidad.
Volvamos ahora, al asunto de la libertad, central en la gestión de la persona.
En cuanto a su categoría o género próximo diremos, apoyándonos parcialmente en la Física, que la libertad es una fuerza; es decir que se trata de un fenómeno que modifica una situación espacial a través del tiempo. Luego, aclararemos que se trata de una fuerza social. Finalmente, diremos que su diferencia específica, cuanto la distingue de otras fuerzas sociales, es que se manifiesta contra otras fuerzas: las éticas o morales contrarias a su impulso de expansión o contención. De manera que una persona es libre solo en un entorno social normado y no si se encuentra solo en medio de un monte, desnudo y entre fieras, caso en que será simplemente una forma biológica presa de las fuerzas naturales.
Es necesario, al respecto, aclarar que la libertad no es tal en tanto simple potencia, caso en el que no nos estaremos refiriendo a una fuerza, sino a un poder, es decir, una atribución de fuerza, en este caso, social. Tal distinción importa, no solo porque al definir poder a nivel social nos permite diferenciarlo claramente de la fuerza real, de la libertad en ejercicio, por ejemplo, sino porque nos lleva a reconocer, además, tanto en los derechos como en las obligaciones, normas atributivas de poder, instrumentos de empoderamiento de la población, por decirlo de algún modo.
La administración de la libertad dentro de una sociedad, es decir, el orden que establecen sus autoridades a partir de la dialéctica entre ética y moral, es la política; esta representa, tal como indica su etimología, el gobierno, la gestión de la fuerza de los ciudadanos, de las personas integrantes de sociedades racionales ordenadas —en o, más bien, a partir y desde ciudades—.
Se desprende, en este punto, la cuestión de si todo acto individual resulta en sí mismo un acto político. Adelantamos que no, puesto que muchos de nuestros actos se dan al interior de sociedades complejas, sí, pero apenas entre componentes de ellas con las que, de por sí, no constituimos, por ejemplo, ni familia, ni un matrimonio u otra persona jurídica, y no alcanzamos a impactar significativamente en la constitución de ninguna otra mayor.
En el marco de coordenadas que aquí procuramos ofrecemos con un conjunto básico de definiciones y conceptos, es posible afirmar que la gestión de la personalidad, es decir, el ciclo de su planificación, organización, actuación y control o evaluación, requiere, ante todo, un reconocimiento de los límites de nuestro conocimiento, de nuestra capacidad de operación en la realidad y, claro, de la razón misma, limitada en todo caso a la materialidad cognoscible: corpórea, sensible psicológica y racional (esto, siguiendo, una vez más, a Gustavo Bueno). Asimismo, esta gestión se desarrolla a través de las ciencias, de las artes, a filosofía y otras disciplinas, a las que nos referiremos muy brevemente a continuación.
[Ciencias, artes, filosofía y otras disciplinas…]
La ciencia es una construcción racional humana cuyo predicamento, por ser racional, de lógica causal y sistematizado, es universal, no local. Siguiendo a Bueno, en su Teoría del Cierre Categorial, afirmamos que las distintas ciencias son determinadas por el conjunto de materiales con los cuales operan efectivamente y con autonomía. Así, la química porque opera con elementos químicos registrados en una tabla periódica, por ejemplo. La ciencia, por tanto, no puede ser reducida a conocimiento, puesto que consiste en sí misma en una construcción, en producción permanente, y no en resultados, sin más.
Las ciencias amplían nuestro mundo, en tanto conjunto de cosas, hechos, fenómenos y sucesos que cuentan, merced del conocimiento que se construye con ella, denominaciones, e ingresan, por tanto, a nuestro ámbito de términos, nuestro ámbito racional.
Por su parte, el arte es, según postulamos, la construcción racional que consiste en una situación comunicativa en la que se conjugan los siguientes materiales: De una parte, el autor (de la obra de arte en cuanto texto); de otra, el lector (porque en todo caso atiende, entiende e interpreta para sí la obra, como texto); por otro lado, la obra de arte, texto elaborado por la aplicación de competencias intelectivas del autor, a través de un lenguaje específico, técnico, y que en lugar de transmitir información, solamente, ofrece una visión particular de la realidad elocuente en su sentido, con la que puede enfrentar dialécticamente al lector; finalmente, la institucionalidad o aparato de interpretación, que valida la obra como material cuestionador de la realidad, también material, en un tiempo y lugar determinados.
El arte nos cuestiona respecto de la visión particular que tenemos del mundo. No es posible aprender nada del arte, directamente; este nos provoca a aprender de otras disciplinas, a hacer filosofía, por ejemplo.
La filosofía —que merecería un capítulo quizá más amplio todavía que las dos construcciones racionales previamente resumidas— bien puede ser entendida como la construcción racional humana que se debe al ejercicio de la crítica permanente de las ideas; es decir, de su abordaje como elementos materiales de los que nos servimos para vivir como personas en sociedad.
Otras disciplinas como la medicina, que opera a través de ciencias puestas a disposición del cuidado de la salud, el derecho, entendido no como ciencias jurídicas, sino como una construcción en la práctica, lo mismo que otras, como la piscología, sirven también a la gestión de la persona, valiéndose casi siempre de otras ciencias o de filosofía o apelando, inclusive a enfoques artísticos.
[De la educación por la libertad, y el asunto de ciencia y rigor vs. cultura…]
Se dice que la educación otorga libertad. Es cierto, pero hay que advertir que la educación en democracia ideal, abierta sin más, apostada a las ideologías no puede hacerlo, pues carece de un límite, de un marco normativo para su control, evaluación y evolución adecuadas. La educación, como la libertad, requiere fronteras, una sociedad limitada, de acuerdo en los problemas a que se enfrenta, y mejor si, priorizados. Exige responsabilidad, que no anquilosamiento; abandonar discursos carentes de sentido, rollos que delatan pronto, por la completa falta de definiciones, el adoctrinamiento ideológico postmodernista en los campus.
Cualquier sistema segmentado se opone a la educación por la libertad. El fomento de la diversidad con amparo exclusivo en la percepción de uno mismo, del afán gremial, con el empleo de discursos vacíos de todo significado, relativistas salvo en lo tocante a la declaración de uno mismo como víctima, según su sensibilidad, se opone por completo a la libertad: destruye todo marco de estabilidad temporal ciertamente perfectible.
La educación debe desarrollar facultades operatorias. Debe garantizar la crítica del propio sistema. A fin de cuentas, toda operación implica destrucción y construcción. Por lo tanto, es perfectamente lógico que, dentro de esquemas de educación idealista, se deteste al científico, al investigador serio y al crítico, pues estos pueden dar efectivamente con conocimiento que, según una ideología, atenta contra una llamada cultura. En efecto, se considera mala la ciencia siempre que contravenga la identidad ideológica de una comunidad, su llamada cultura, muchos más si se la supone ancestral y en imaginaria paz con todo mundo.
El término cultura refiere a cultivo en cuanto actividad agrícola, como antes fuera dicho, para identificar la presencia, el paso de una población en particular. Por otro lado, se dice de una persona que es culta cuando luce conocimientos bastos sobre una determinada forma de entender y hacer las cosas, sea lo que sea; de manera que puede haber alguien culto en angelología, lo mismo que en mecánica automotriz, pornografía o sobre trucos con los dedos de los pies. Cabe de todo.
Los rasgos de la cultura constituyen un marco referente que otorga identidad frente a otras culturas. Una cultura necesita ser reconocida como tal por otra, de manera que la diferenciación subjetiva es suficiente para su proliferación. Inclusive un modo de percibirse a sí mismo es suficiente para plantear diferencias respecto de otras gentes.
¿Cómo hacer, entonces, crítica científica sin estrellarse en franca desventaja con el aparato académico de las llamadas ciencias sociales? ¿Cómo hacer crítica de artes, por ejemplo, cuando el mismo aparato clama que el arte o es expresión o algo así o no se lo puede definir porque es algo que uno siente, lo que resulta todavía peor? ¿Cómo hacer crítica, en general, si el empleo de criterios serios es tomado como mera pedantería, sin importar sus modos de exposición, y/o relativizado ante supuestos saberes ancestrales a los que unos pocos son sensibles sin explicación alguna, por mera conexión espiritual o, por ejemplo, a través de un alucinógeno, o porque sí y ya? ¿Y cómo hacer crítica política, ya no sin riesgo de linchamiento, que siempre lo hubo, más o menos, sino sin certeza de aplastamiento y vejación, aparte censura?
Hacer crítica implica dividir, y no opiniones, solamente, sino otros sistemas críticos ante el propio. Plantear ideas y desarrollar un sistema de ideas a partir de las cuales estas cobran forma en un entramado coherente, implica enfrentarlas a otras propuestas con rigor semejante, ofrecerlas a cuestionamiento razonable, incluso a su destrucción. Pero, también, si ante la propuesta atruena el silencio, invitar a su uso, mientras no se cuente con mejores alternativas. Y así se avanza racionalmente
[Adolescentización…]
Libros de autoayuda, narrativa idealista en general, y ni qué decir de cine y redes sociales, aparte la publicidad misma, tienden a provocar tanto la identificación pasajera con supuestos modelos de éxito, por supuesto fallidos y prestos a próximo reemplazo por otros nuevos, como una especie de sumisión falsamente provocadora en los permanentes quejosos, decepcionados por el mundo, que entienden les falló a ellos, idealistas, románticos que se atribuyen a sí mismos un falso carácter heroico como representantes de luchas imposibles, venidos de otros tiempos, etcétera.
Claramente se trata de una crisis moral, que se deriva de una dialéctica errada precisamente entre esta y la ética, al cabo, para los idealistas, vencedora. Se trata, de hecho, de un rasgo adolescente por excelencia: la primacía del individuo a partir de su percepción parcial de la realidad, de la jibarización de realidad desde las escasas dimensiones de su mundo, por sobre la racionalidad por medio de la cual se sostiene un sistema social, por supuesto, con variado costo según cada cual.
Lo más serio que se torna el postmodernismo en materia de método para atender la realidad es a través del enfoque epistemológico, con las consecuentes taras. Y es que, si asumimos que cada individuo es totalmente único, ningún conocimiento universal es posible y todo conocimiento es relativo o falso conocimiento. Con ello lo más lejos que se llega, pero muy pronto, es a la especulación: una operación por medio de la cual no es posible afirmar nada, ni proponerlo siquiera con un índice de acierto considerable, no al margen de intereses subjetivos, y de esto se desprende el rollo machacante del poder, el chisme de que todo es texto, que todo es interpretación, etcétera. Lo cierto es que todo cuanto se supone más allá de las categorías científicas constituye objeto de especulación. Y, bueno, si a eso vamos, pues cabe suponer lo que sea, sobre todo contra la razón. Y a esto lo llama libertad de pensamiento el postmodernismo, servil al mercado turbo capitalista.
La crisis de la moral frente a la ética se corresponde con el paso de una preferencia por el individuo a la dictadura de la subjetividad. Dicho tránsito se debe, obviamente, a una confusión entre individualidad y subjetividad. A falta de definiciones, sobran supuestos a partir de interpretaciones arbitrarias, algo bastante propio del pensamiento anglosajón heredero del protestantismo. Obviar que todo individuo es, en tanto persona, necesariamente social responde al afán de creer en una supuesta humanidad sin correspondencia con nada más que la perspectiva ideal de cada quien, imposible todo orden y concierto. Ante esto, recordemos que el punto de encuentro entre la materia psicológica y la materia corpórea, a través de la razón, se encuentra en la persona como construcción operatoria.
¿A dónde conduce, por tanto, la adolescentización masiva a la que nos referimos? A un nihilismo exacerbado. El nihilismo, en general, implica una negación del orden moral, pero más allá de la ética; una confrontación siempre subjetiva que, en su tozudez, pretende justificar la verdadera miseria del individuo disfrazándolo de simple víctima.
Es lógico que el protestantismo sea tan fértil en visiones de tal tipo: la interpretación arbitraria, la supuesta revelación particular, niega ante todo la razón (a la que, no por nada, llamaba una puta), y la niega encumbrando la subjetividad revestida de mística. Shakespeare, antes del protestantismo, nos propuso personajes nihilistas fracasados; los nihilistas ganadores son todos protestantes: el nuevo modelo de antihéroe, el cual es ofrecido al público para tentarlo con la identificación a partir de la miseria que, desde luego, todo mundo lleva adentro en menor o mayor cuota.
Los cínicos no saben razonar sin Dios. Sin Dios no cabe razón, porque identifican razón con norma y mandato. Los nuevos adolescentes, los forzados, son sujetos poco autónomos, dependientes de una autoridad patriarcal, inmaduros siempre, envejecidos finalmente en un desarrollo trunco. Pasan, así, de la dependencia a la autosuficiencia, puro resentimiento.
Es en este panorama que cunde la propaganda del mítico humanismo multiculturalista. Este pretende comprenderlo todo, jibarizándolo a la medida de cada persona en particular, de cada individuo, sin exigir de él conocimientos ni competencias para una comprensión de los que, dado el contexto en que se apela a él, seguramente carece.
[Engaña bobos…]
Con títulos provocadores del tipo «Cambia tu pensamiento», «Modela tu vida», «Revolución desde el cerebro», «Construye una nueva realidad», «Neurofuturo», los cursos de coach, supuestos guías de vida del rollo «neuro», prometen cambios, cambios en la realidad concreta, a partir, supuestamente, de simples visualizaciones. Todos se desarrollan básicamente del mismo modo y sus programas cumplen aproximadamente el mismo programa.
A continuación, con base en más de quince testimonios de asistentes a esta clase de eventos, algunos creyentes, otros escépticos, y a partir únicamente de los puntos en que coinciden, un fresco de lo que ofrecen:
Primero, la bienvenida informal. Alegre, para confirmar la buena disposición de los participantes, buena parte de los cuales sí que esperan resultados maravillosos del par de días programados en el sitio, y otros tantos, desconfiados. De estos, la organización deberá tomar nota, no vaya a ser que estropeen el espectáculo. A cada asistente se le entrega su guía, su libro de apuntes y un pequeño fotocheck con su nombre o alguna otra identificación.
Buena iluminación, un escenario brillante, música de meditación a volumen moderado, voces suaves y los ojos atentos de los organizadores sobre quienes van acomodándose en sus sillas, en torno a las mesas. La ambientación se asemeja a la de un buffet.
Luego, con todo listo, la recepción formal. A cargo, dos animadoras, porque sí, mejor que sean ambas mujeres. En todo caso, personas de buen ver que bordean los cuarenta años —aproximadamente la misma edad de la audiencia —que, por lo tanto, se supone, arrastra consigo suficientes malos ratos como para haberse planteado cambiar distintos aspectos de su vida, con la duda, no obstante, de que quizá sea demasiado tarde—. Bien parecidas e impecablemente uniformadas, representan el supuesto éxito, uno que curiosamente desean compartir personalmente con el auditorio. Al presentarse, las animadoras suelen decir que renunciaron a trabajos estupendos para dedicarse a lo que hacen ahora: «para llenar un vacío que, entonces, con bastante dinero, no sabíamos que teníamos dentro». Como sea, todo sonrisas. La calidez del trato es clave. Que todo mundo se sienta acogido. Y el mensaje se repite una y otra vez: «Va a cambiar tu vida…».
(Por cierto, en esta parte del texto, todo entrecomillado corresponde a expresiones idénticas o inequívocamente equivalentes en unos y otros cursos).
La presentación formal del evento parte con los agradecimientos y luego incide en vaya que asistir valdrá la pena; que, además, tanto la primera como la segunda jornadas — estos cursos suelen darse precisamente en dos: una completa y la otra de medio día — serán dinámicas y divertidas.
A partir de la acostumbrada invitación a que cada quien señale qué espera de la experiencia, se invoca a todo mundo a guardar el respeto por los demás, a ser tolerantes, principalmente con cuanto de distinto se vea a partir de ahora. Además, como no podía ser de otro modo, a «practicar la empatía». Los términos de moda, cuyo significado real apenas y nadie conoce, aquí son puestos sobre la mesa de inmediato: la baraja marcada de lo políticamente correcto.
Las animadoras dicen lo suyo de modo que se entienda claramente: cualquier escepticismo debe ceder ante ideas nuevas y perspectivas que antes del evento pudieran haberle resultado a alguien erradas o simplemente extrañas. De este modo equiparan curiosidad y apertura, de una parte, con la suspensión del discernimiento, por otra.
Ahora, recién, da comienzo a la exposición de cada supuesto método o teoría, siempre desde el mismo punto de partida: «Cuán poco sabemos…», «Reconozcamos que somos todos inconscientemente incapaces», «No sabemos qué no sabemos de veras, todavía», «Vivimos en una ilusión y muchos no se dan cuenta». Así que, de lo que se trata, y son literales a este respecto, es de «instalar un nuevo sistema en nuestra mente», «un nuevo hardware», ojo, no un software, solamente, porque si el cambio fuera solo ideal, pues no se trataría más que de un discurso motivador, y no, se supone que aquí asiste uno a «transformar la mente a nivel neurológico». «Una revolución a nivel cuántico», inclusive.
Hay quien, entre los asistentes, se pregunta si el famoso expositor llegará de un momento a otro, si acaso el curso será íntegramente dado por las animadoras. Lo cierto es que, las más de las veces, el supuesto científico, a menudo con título de doctor quiropráctico o maestro en curación con flores de Bach, no se presentará personalmente. Sería esta, una exposición excesiva para él, podrían ponerlo en aprietos. Así que el curso es impartido por las azafatas, que así pasan a hacer las veces de pilotos, sin perjuicio de que el público vea en pantalla al gurú, guía o descubridor de turno, en grabaciones previas, esmeradamente producidas.
La primera presentación virtual del guía, como lo llamaremos a partir de ahora, es para señalar que su enfoque, el de su método, movimiento, etcétera, es científico… Aunque no quede claro ni por qué ni cómo, ni en qué sentido, si alguno cupiera. Luego, dice que demostrará así que «cada individuo configura la realidad», que de «el cerebro creador» depende lo demás, que «una intención adecuada sumada a una elevada emoción da por resultado una vida nueva». Seguidamente, plantea un juego de oposición: «lo que queremos ser contra lo que no queremos ser». Porque sí, se cuela el asunto del ser, de la existencia, de la trascendencia, así, de inmediato, aprovechando el gatillazo pegado con la alusión a la ciencia, y se adelanta que la resolución de todos los problemas es posible gracias a secretos en la programación neuro lingüística. «Alcanzaremos un estado de creación», dice el falso doctor en la pantalla.
Cada que concluye una exposición de conceptos por parte de las animadoras y concluido el remate del guía, se invita a los concurrentes a comentar entre sí lo escuchado, a que compartan los unos con los otros lo que más les ha impactado de cuanto llegaron a entender. Esto es clave: el comentario entre pares implica que el auditorio se convierta plenamente en masa, que esta además se homogenice por sí misma. Es más probable que, a partir de coincidencias, el grupo enfoque el taller positivamente, obviando en principio los reparos más elementales de asistentes aislados. De la necesidad de explicarse unos a otros, en términos propios, lo que creen haber entendido entre términos laxos e imprecisos, entre alusiones sofisticadas en el límite de lo aparentemente coherente, brota cierta complicidad. Dicho de otro modo: sin referentes básicos de filosofía, con los que descubrirían pronto el engaño, el público se salva de ahogarse en su propia confusión articulando en grupo explicaciones incompletas, pero satisfactorias para el conjunto, suficientes para que la amplia mayoría asienta diciéndose claro, ahora entiendo, tiene sentido…
En este punto ya se advierte que la duración del curso responde a la necesidad de una dinámica de reforzamiento con base en la justificación de la masa. Esta funciona automáticamente en estos intercambios, pero el convencimiento de la mayoría, sino de la totalidad de asistentes exige tiempo. Un día y medio de dinámica intensa, como mínimo.
A continuación, se procede a la quema de un muñeco de paja, es decir, a presentar a un supuesto sujeto, un X de ficción, del que se enumeran características, todas en relación a que encuentra fallas en su entorno. Lo que se hace con ello, directamente, y con la participación del público, que tiende a reconocer al supuesto X en otros, y a negar, sobre todo, que tengan algo en común con él, es equiparar hasta el menor escepticismo con una supuesta mentalidad negativa, hermética al cambio y a la auto evaluación. Las animadoras incluso preguntan al auditorio cómo calificarían la actitud de ese sujeto, y surge a voces: «terco», «negativo», «perdedor». A partir de este momento, cualquier intervención potencialmente crítica será mal vista ya no solo por las conductoras, sino por el conjunto en pleno de participantes del curso.
Es momento, entonces, de un nuevo paso: se invita a todos a concebir cómo es que actuaría cada quién si encarnara la mejor versión de sí mismo, si pudiera deshacerse de sus principales defectos. Para ello es menester elaborar una lista, lo más larga posible de yerros y motivos de disconformidad. Hecho esto, la invocación cobra pleno sentido: «Ahora sí, imagínense, sin ningún miedo, cómo actuarían si no llevaran esa carga, si no tuvieran miedo y pudieran ser lo que imaginan ser». Este ejercicio de visualización, realizado a continuación de la demolición de todo reparo crítico, deriva en una apoteosis imaginativa optimista, que es coronada por las animadoras: «Que nadie les diga nunca que no se puede», «Si alguien los quiere detener, vale obviarlo». «Vamos a transformar la realidad desde nuestro pensamiento, y lo haremos científicamente».
Suele darse, entonces, un momento de descanso, con café, refrescos y bocadillos. Una pausa para que corran los comentarios entusiastas, todos contagiados. Se supone que seguirá, ahora, el rollo científico antes anunciado…
El supuesto fundamento de estos cursos suele girar en torno al cerebro-centrismo, es decir, señalar que el cerebro es el centro absoluto no solo del funcionamiento del cuerpo sino de la composición misma de la realidad, así como del neurocentrismo, otro tanto de lo mismo, pero en cuanto a las neuronas. Por otro lado, se apunta a otro doble reduccionismo, de Descartes al meme, por decirlo de algún modo, en realidad, un juego mente vs. cuerpo con imperio de la voluntad; y a la confusión de persona, personalidad, alma, espíritu, «el sentir» y la voluntad, en otro enfrentamiento: razón vs. cuerpo… de sabiduría ancestral.
El zafarrancho terminológico viene acompañado de un ballet de imágenes generadas en realidad virtual, acompañadas de música de meditación. Es así que, de simplificaciones extremas, caricaturescas, del pensamiento de los estoicos, pasando por ideas de Platón, a una interpretación perversa de Spinoza y loas a Rousseau, salpimentado todo con juegos de palabras en probable alusión a Heidegger, sin que falten citas absurdas de millonarios y de Einstein, Luther King, la madre Teresa y Coelho, entre otros, todo es aventado sobre el auditorio, para luego invitarlo a comentar, entre sus miembros, lo que han entendido.
En muchos casos, imágenes del cerebro en colores, explicaciones de que todo se trata de entrenar el cerebelo y trabajar con ondas gama y beta, hacen del contenido de la exposición especialmente escandaloso para quien algo sabe de medicina o, simplemente, quien razona bien y tuvo una educación básica adecuada.
Pero cuando, con seguridad, podría asomar una que otra duda, se pasa a supuestos ejercicios prácticos: «Imagina ahora un delicioso plato de comida, ¿ves?, estás salivando; así puedes programar tu cerebro, y cambiar la realidad». Como justamente toca ya la hora del almuerzo, se pasa a los comedores con la gente más o menos convencida, cuando no ya, sonriente de satisfacción con los cambios que dicen ya sentir… En este punto, no falta quien comenta con sus pares que ha vivido antes experiencias «inexplicables».
Durante la tarde, la explicación va de la supuesta teoría del curso a través de simplificaciones groseras, bajo la excusa de que se trata en realidad de un conocimiento científico demasiado hondo como para compartirlo en más detalle durante la jornada. De rato en rato, se apela a «la comprensión que ya lograron del tema, más temprano».
Las animadoras insisten en que lo que se logrará será una modificación física, una intervención física en el cuerpo: «Le enseñamos a nuestro cuerpo cosas nuevas que finalmente lo reconfiguran a nivel cuántico». Y ahora advierten que, «sino piensas, sientes y actúas de una nueva forma, entonces sigues atrapado en el pasado», «si dudas, pues seguirás entrampado en ti mismo». Y esto conduce a otro asunto bien curioso: que se dice que, «por el contrario, si te abres a esta verdad, podrás romper con el espacio-tiempo». «Técnicas especiales de manipulación de las ondas del cerebro, te permitirán convertirte en parte activa del universo».
Para consolidar este último punto, se vuelve a la idea de presente frustrante. Todos, a pensar en su presente bajo un sesgo pesimista, inducido; luego, a reconocer que «las grandes figuras históricas, todas, tuvieron siempre visiones nuevas, innovadoras, de futuro», para finalmente declarar que todos ellas «vivieron su futuro por anticipado», «rompieron con el espacio-tiempo».
A partir de este punto, los trucos son cada vez más baratos, las frases más altisonantes y los lemas más atrevidos: «Existir más allá del cuerpo y de la materialidad», «construir un nuevo modo de ser», «vivir en estado de creación», «trascender la materia» y más patochadas.
La primera jornada suele cerrar con el auditorio más o menos convencido de que con un poco de respiración pausada (a la que llamarán respiración consciente u otra cosa por el estilo), de saber parar ante un flujo habitual de ideas negativas y la reformulación de algunas otras, hablando o escribiendo sobre sus preocupaciones, podrán ingresar en «un nivel de frecuencia neuronal en el que podrán sentir directamente la verdad, sin necesidad de razonar». «Es que eres lo que sientes y deseas ser».
Si a alguien se le ocurre preguntar si esto se relaciona de alguna forma con la autodeterminación de identidad de género, el tema, claro será esquivado o aplaudido según la tendencia del auditorio, sondeada previamente.
Durante la segunda jornada, al día siguiente, el entusiasmo inicial es mayor, dado el ablandamiento de la escasa resistencia del público. Luego de un breve repaso en el que se hace a todo mundo participar a coro, se ahonda en la jerga pseudocientífica y así se prepara el terreno para uno de los momentos más importantes de todo el curso: dizque la demostración experimental.
Se hace pasar al frente a una o más personas, según la estrategia de las conductoras, se le instala en la oreja, en la mano o en la cabeza un diodo o un juego de adhesivos y se procede a una supuesta medición de sus ondas cerebrales o del pulso cardiaco u otro tipo de ondas o señales, el cual, de alguna forma se muestra en pantalla. Al inicio, siempre, se ven puntos, líneas o picos algo desordenados, entonces se invita al voluntario a practicar las técnicas compartidas en la jornada anterior: «Respira, para, y ahora imagina tu ser de creación» y, entonces, repentinamente, las ondas se armonizan. «Esta es la coherencia del corazón» o «la armonía psíquica», dicen, señalando que todo es medible gracias al trabajo de científicos de la organización. Por supuesto, sin el menor aval científico, como todo lo demás.
Tras un almuerzo o el consumo de un refrigerio copioso, se invita a todos a meditar y llevar a cabo una especie de «ensayo de su nueva realidad, la de su yo trascendente». Y se advierte que es posible que algunos participantes incluso se duerman, pues un buen trabajo de vaciamiento de la mente suele llevar a pasar entre las ondas tales, cuales o pericuales del cerebro, a veces excediendo el nivel de relajación apropiado e ingresando en el sueño, «pero poco a poco lograrán dominar su navegación mental».
Con todo mundo contento, y dando testimonio de haber visto variedad de cosas, sin detenerse un instante a pensar que quizá algo tuvo que ver la hora, la comida, la música de fondo, el afán de testimonio fantasioso, acaba la sesión con muchas fotos para acreditar el trabajo de las conductoras y la alegría de los participantes.
Ahora bien, con esta suerte de cursos, en realidad, el negocio recién empieza. La disposición al idealismo de quienes se creen el rollo, su predisposición a ver las posibles fallas en su aplicación, en su propia falta de empeño, garantiza la frustración de todos, y su necesidad de volver a abrevar de las fuentes del engaño. En ellas los espera no solo un catálogo de libros, vídeos y discos requetebién nutrido, sino además uno de nuevos cursos, retiros y excursiones, a cargo de «especialistas de mayor grado de conocimiento».
Sí, adolescentización sistemática.
[Provecho…]
Es un hecho probado que todo el cerebro se activa durante la acción del cuerpo, así como con el trabajo abstracto, con las operaciones intelectivas. Los electroencefalogramas demuestran únicamente qué zonas del cerebro registran mayor irrigación sanguínea o activación eléctrica en uno u otro momento, no la forma en que ocurre el pensamiento ni cómo es que la información se registra, se almacena, es evocada y se la procesa en relación con otra.
Recientes estudios, todos documentados y de fácil búsqueda en Internet con las palabras clave aquí articuladas, demuestran que muchas otras partes del cuerpo, donde también hay neuronas, se activan en determinadas situaciones. En tal sentido, decir que pensamos con todo el cuerpo no es errado y respalda la idea de que pensar implica operar en la realidad a nivel material. Y es que las operaciones que realizamos manipulando materiales corpóreos, así como psicológicos y racionales, se da a través del funcionamiento de muchos más tejidos y órganos, aparte instrumentos y objetos externos, así como el contexto material incorpóreo.
¿Es necesario aquí hablar de sugestión, de placebo? Convengamos que no, así sea en aras de la brevedad de este texto, de por sí amplio, no obstante, el afán de concreción.
Pero ¿dónde queda el supuesto sustento, la justificación pseudocientífica de cursos de este tipo?
No lo hay. Se trata de una simple esquematización más, la que, de momento, conserva en su síntesis grosera, el encanto de su fácil memorización, de su accesibilidad a cualquier persona, más cuanto más ignorante sea y más afanosa esté por mostrarse poseedora de algún tipo de saber ante el resto.
Esta complacencia explica los beneficios del negocio.
Estas empresas de servicios coach no pueden hacer publicidad en circuitos académicos acreditados, y tampoco les interesa hacerlo: su público es anticientífico. Dependen, por tanto, de redes sociales, sobre todo, y en estas es clave la replicación de las publicaciones propias de la marca, pero todavía más la generación de nuevo material audiovisual por parte de usuarios que la recomiendan gratuitamente y, así, la «acreditan» vía preferencia popular.
Por otra parte, las organizaciones que contratan a la marca se precian de la satisfacción de sus trabajadores y, si además se trata de compañías referentes en algún país llamado tercermundista, pues mucho mayor es el beneficio que reporta su recomendación.
Adolescentes mayores son el público ideal, ya fue dicho, pero los que acaban de dejar la pubertad, los menores, no son para nada desdeñables en el negocio.
Los muchachitos no saben quiénes son, lo intuyen apenas. Apelan a modelos del exterior y copian sus conductas, adoptan sus poses, visten como ellos, todo, por identificación idealizada; pretenden construirse así una personalidad. Más adelante deberían ver, en los espacios lisos de los que han ido resbalando, una tras otra, etiquetas, cosméticos y piezas enteras de diversos disfraces, el brillo de cuanto efectivamente los constituye como quienes son en realidad. En caso contrario, continuará en búsqueda permanente de nuevos modelos, una y otra vez, y este consumo, advertimos, es el que permite clasificarlo, dada la frecuencia y continuidad con que se da, dada la fidelidad manifiesta por una u otra marca o tipo de oferta, como gran consumidor.
Construir un mercado es mejor que simplemente arribar a otro prestablecido. En tal sentido, el trabajo con menores de edad a través de sus padres o, directamente con ellos, es sumamente productivo.
Un buen sistema educativo tendría que promover un adecuado desarrollo de los estudiantes en las distintas etapas de desarrollo que atraviesan, pero también un tránsito oportuno y consistente de una a otra, en la medida de lo posible. Cuanto mayor la medida en que un sistema educativo se somete ante todo a condiciones impuestas por el mercado, menos efectiva su gestión respecto de la misión que le corresponde en beneficio del estado en pleno, tornándose inclusive contraria a ella. La vía del servilismo mercantil es, por contraste con la de una gestión responsable en materia educativa, mucho más corta, directa y simple de seguir, aparte lucrativa.
El peor sitio para contratar estafadores de este tipo es, sin duda, la escuela. Irónicamente, hablamos de uno de sus mejores nichos de mercado.