¿Cabe?: Sobre el espacio de la crítica en medios
Por Juan Pablo Torres Muñiz
Hacer crítica implica ofrecer el sistema de ideas que justifica el juicio propio a nueva crítica. ¿Qué espacio requiere esta comunicación? ¿Qué tiempo, además? Hacer crítica implica necesariamente la exposición del sistema de ideas del que surge el juicio de valor que se enuncia, finalmente, respecto del objeto de crítica; por lo tanto, el asunto de la extensión de la exposición es sin duda importante, sobre todo en relación al que se le ofrece, digamos, en medios de comunicación masivos (en adelante, simplemente, medios). Sea que se desarrolla en una situación comunicativa con personas en vivo, en un texto escrito, sonoro o audiovisual, la crítica requiere –permítaseme la figura–, merced de su profundidad, de mucho más espacio y tiempo que, por supuesto, un simple comentario o una reseña; ninguno de estos textos requiere cada cual más que la presentación de una causa inmediata apenas razonable y cuya validez se ofrece, en el mejor de los casos, para discusión al margen.
Hacer crítica implica, aun en caso de partir de una serie de supuestos generales para quien la atiende, explicar la forma en que se dispone de dichos supuestos para llegar a determinada conclusión. El caso es que no, no es posible partir de muchos supuestos, menos hoy que antes, aun en ámbitos tales como el científico, filosófico y otros, académicos. Pero es de advertir, también, que en ningún caso cupo, cabe ni cabrá asumir la mayoría de bases de ningún planteamiento; el rigor mínimo que requiere una discusión en un campo específico y, más aún, cuando conecta o relaciona diversos de estos, exige, a partir de una hipótesis o tesis, no sólo una introducción a la cuestión o cuestiones que se plantean, sino además la exposición de un marco teórico.
Resulta evidente que, salvo en una sustentación de tesis para un grado académico, en la que además se pase por alto bastante del basamento teórico, “en –falsa– virtud» de un supuesto saber común, ninguno de cuyos principios se discuta, además, es improbable gozar de un espacio apropiado para la exposición crítica. Cualquier licenciado en las llamadas ciencias de la comunicación desestimaría en general los requerimientos de un crítico concienzudo para hacer lo suyo más allá, repetimos, de la simple reseña.
¿Implica esto que la crítica tiene cabida únicamente en situaciones comunicativas especiales en tanto y cuanto congregan especialistas en una materia? ¿Es acaso que la discusión crítica resulta impracticable en medios de difusión masiva, siempre que se pretenda un alto nivel de comprensión y un alcance efectivo mayoritario? ¿Es es te afán, por tanto, absurdo? ¿Explica esto que los ensayos argumentativos sean compartidos, apenas, en círculos académicos? Finalmente, si la Filosofía es en sí misma crítica y lo que critica son ideas y su uso en una u otra sociedad, y si el arte cuestiona concepciones prestablecidas, la mayoría bien vistas de momento, ¿cabe esperar que tengan alguna cabida en algún medio de difusión masivo?
Para responder a estas preguntas es necesario partir del ejercicio mismo de la crítica entre el común de la gente, pues de éste surge el llamado público masivo. Asimismo, tenemos que atravesar el asunto de la gestión educativa en nuestro medio, pues es el que dispone al público a ser más o menos receptivo a la crítica, a pensar más o menos críticamente.
En la educación básica debía de cimentarse la capacidad crítica de los estudiantes. Dado que la crítica –del griego κριτικός (kritikós), persona capaz de discernir, y del verbo κρίνειν (krinein), que significa precisamente discernir, separar, discriminar– es una operación intelectiva de gran complejidad racional, y que razonar consiste, por decirlo en términos simples, en abordar la realidad y operar en ella racionalmente, vale decir por raciones, pues es claro que los estudiantes de escuela debieran de aprender, primero, a razonar en formas más sencillas, aplicando variedad de otras operaciones intelectivas, desde reconocer e identificar, a definir, conceptualizar, analizar, comparar y contrastar, así como evaluar, examinar, analizar, más un largo etcétera, para luego pasar a las operaciones más complejas: justamente, criticar, discutir e investigar, entre otras. El catálogo es amplio y, bajo otras denominaciones, por ejemplo, Términos de instrucción, según el Programa de Bachillerato Internacional, están dispuestas en una lista más o menos ordenada. Ahora bien, la aplicación de operaciones intelectivas exige conocimientos básicos, se da por y con ellos: los llamados contenidos conceptuales. Estos deben ser los más posibles, desarrollados además en profundidad suficiente que garantice que el ejercicio de la razón les permita a los estudiantes operar en la realidad para gestionar nuevos aprendizajes por sí mismos con el menor riesgo de desbarro.
Pero es el caso que no, que la escuela no se orienta en nuestro medio ni a eso ni, como rezan sus eslóganes, a promover la construcción de ningún conocimiento de uso general, ni tan siquiera a alguna idea capaz de resistir la menor crítica. En primer lugar porque la secuencia de operaciones intelectivas apenas y es conocida en nuestro medio, inclusive en el Programa del Bachillerato Internacional, gran cantidad de docentes apenas los maneja adecuadamente, todo por suponer que son cosa ya sabida. Además, la propaganda de debates y modelos de discusión de distinta clase, apelan nada más al ejercicio de sofística barata y, en el mejor de los casos, al desarrollo de habilidades histriónicas, además algunas otras llamadas, en general, sociales, que sí que benefician a muchos chicos, pero que los apartan de la crítica. Además y, por si fuera poco, el catálogo de contenidos conceptuales de muchas asignaturas, especialmente de las llamadas ciencias sociales y humanidades, en lugar de ampliarse, se reduce. Es que actualmente se trabaja a partir de la suposición de que todo mundo tiene fácil acceso a la información y de que, por lo tanto, para el estudiante la educación consiste, más que nunca, en la generación espontánea de aprendizajes –imprecisamente, según su supuesta necesidad, sin criterios de prioridad alguna–, a manejar parte –imprecisa, también– de la marea de información vertida en medios. Todo, sin razonar en rigor, sin precisión suficiente, naufragando en un relativismo galopante que convierte los mismos contenidos conceptuales en materia de juego.
En lugar de exponer a los estudiantes, sin más, a una marea inmensa, a menudo turbulenta de información de todo tipo, falsa y cierta, es menester establecer antes, y de a pocos, coordenadas claras para la construcción de un juicio, con definiciones, conceptos e ideas relativamente estables, al menos mientras la capacidad de abstracción de los chicos alcanza su punto de desarrollo normal más alto, proceso del que tenemos suficiente conocimiento científico para negar el relativismo en boga, disfrazado dizque de saber con el prefijo neuro.
Un ejemplo básico: No ha de extrañarnos que términos como libertad, justicia, igualdad y poder, todos relativos, es decir, dependientes de relaciones y, por lo tanto, de rangos y medidas respecto de categorías, a su vez dependientes de contenidos conceptuales, de realidades materiales, deban a menudo ser esclarecidos desde el principio: libre para qué, justo según qué criterios, iguales respecto a qué, poderosos desde la atribución de quién, etcétera. No ha de extrañarnos, tampoco, que este esclarecimiento sea una labor de riesgo para muchos docentes, pues podría montarse fácilmente el escándalo de la masa idealista, surgir la condena y el rechazo por parte de muchos de los mismos docentes, inculcados en el llamado principio de no-agresión de su sociedad liberal ideal, en la complacencia general y el miedo a la ofensa –que depende por completo de la subjetividad ideal de la víctima auto declarada como tal–. “Los papitos deben estar todos contentos. Todos debemos ser felices”.
La inserción en sociedad de sujetos idealistas garantiza no sólo su profunda frustración, sino, lo más importante, que, gracias a esa frustración, se los tiene perfectamente dispuestos al consumo de supuestas soluciones que son, en realidad, placebos o multiplicadores de nuevas frustraciones, para las que aguardan listos, por anticipado, nuevos paquetes de productos y servicios.
Por lo tanto, si se busca, como debiera de ser en una gestión educativa responsable, que los estudiantes acaben la escuela preparados básicamente para enfrentarse a la realidad, alertas y desengañados respecto de la sistemática infantilización de los jóvenes y de la adolescentización de los adultos cronológicos, mecanismos con los que opera el mercado pletórico, ¿qué espacio ocupa la enseñanza de la crítica a través del proceso de formación básica, media y superior? ¿Tiene alguno? ¿Acaso, más adelante?
En el Bachillerato, eliminado hace años del Perú, se tendría que impartir una formación básica para la gestión de investigaciones y para la discusión de ideas y conceptos en ámbitos académicos de corte especializado. Con ello, debía bastar para cierto grado de inserción laboral y también para la investigación en la universidad. Y en esta, por lo tanto, debiera formarse al estudiante no por y para la suficiencia laboral, únicamente, sino para el desarrollo de soluciones en un ámbito de operación científico o de otro tipo de disciplina, a investigar en ellos y/o a participar de otra manera de su desarrollo. De esta forma, quedan otras vías para el logro de un perfil profesional adecuado, aparte la universidad: La suficiencia por experiencia laboral y la formación que brindan institutos superiores y otras entidades similares debieran de lograrlo.
Claramente, tampoco en estos niveles, el correspondiente al bachillerato y a los llamados estudios superiores, las cosas se dan así. Actualmente, la universidad es una entidad burocrática que, sólo supuestamente, acredita profesionales para su inserción en el mercado laboral. Constituye por tanto un engranaje del mecanismo de producción del mercado pletórico. Las universidades públicas apenas y generan investigación en contraste con institutos especializados al servicio de capitales privados o de las fuerzas armadas de determinados estados, que sí que lo hacen —y, por cierto, no cuenta como material de investigación, en sentido estricto, el montón de llamados papers para los que corre dinero de subvenciones, textos de la más dudosa credibilidad, productos de comercio académico, no más—. Las universidades privadas, entretanto, aprovechan la supuesta tendencia de especialización que, más bien, inutiliza a los estudiantes en el mercado con exuberante diversidad de papelones, condenando montones de gente a seguir dizque estudiando detrás de afanes de lo más curiosos: especialidades en campos estériles, de esoterismo burlesco, de metafísica alegre o ternura reclamona, aunque supuestamente gallarda. En este juego, los eslóganes que pintan la vida como una eterna carrera de especialización y supuesta superación individual, merced de una vocación romántica, y al éxito profesional como vía de felicidad, funcionan perfectamente.
Por si hiciera falta subrayarlo: Todo esto, como vemos, es materia de crítica. Pero no se lo critica. Es más, bien sabido es que, mejor cuidado con hacerlo…
Hace rato mencionamos el llamado principio de no-agresión. Aquí conviene aclarar la forma en que éste se integra al idealismo en tanto combustible del consumismo. La “no agresión” es adoptada, digamos, por el liberalismo y todo relativismo idealista que participa del mercado pletórico —y todos lo hacen, lo sepan o no—, por medio de él elimina todas las posibilidades serias de discusión, de crítica y de toda construcción de conocimiento, dado que tales operaciones requieren, sin excepción, de la trituración, descomposición, en fin, de la destrucción de los sistemas de ideas y conceptos establecidos previamente, o del ataque franco a su situación caótica, según corresponda. Dicho de otra manera, el dichoso principio aquél apunta a una suerte de armonía absolutamente enfrentada a la crítica, sirve a la cosmética de la supuesta felicidad y sirve al atronador ideal de la paz perpetua, y le va bien: prolifera como complacencia paralizante, palpita, apenas, de afanes expresivos, de intercambios forzadamente complacientes por forzada isovalencia: vive de la igualdad absolutista, de la homogeneización, como es lógico, en la menor escala de desarrollo, en el mayor primitivismo.
En este contexto impera, claro, una sobrevaloración del diálogo. Si, como dice Gustavo Bueno, y vaya que tiene razón, pensar implica siempre pensar contra otro alguien, entonces pensar es mal visto, y peor que nunca, hoy. Más que en ninguna otra parte, en los centros de enseñanza básica, media y superior alineados con el idealismo postmodernista, abanderado de cuanto describimos aquí como enfrentado a la crítica, al pensamiento científico y al trabajo serio de artes, en prácticamente todo sentido.
En fin. Si asignaturas como Filosofía han sido retiradas de los estudios tanto básicos como de Bachillerato, esto último en el caso de los países que lo tienen, ¿dónde, en qué espacio cabe la enseñanza de crítica básica?
Ojo, definitivamente no en las asignaturas de arte. Y esto hay que aclararlo contra cualquier afán entusiástico, de una vez: lo que se enseña en la educación básica no es Arte. De eso, sólo el nombre. Lo que se enseña en realidad son técnicas y/o rudimentos de expresión artística y, a veces, en algunos bachilleratos, aproximaciones a su apreciación en tanto expresión. Como tal, esta asignatura o conjunto de asignaturas, en suma, expresión artística, tiene una gran importancia. Mas no la del arte, que es otra cosa, algo enormemente más complejo.
En efecto, los estudiantes deben poder expresarse a través no sólo de palabras, deben contar con todos los medios a mano para ello. La realidad, tal cual la entienden y de la que surge en cada quien una imagen, requiere una composición lo más clara posible para que quepa hablar realmente de experiencia. En la medida en que los estudiantes se expresan a través de distintas artes, más atendible es su imagen del mundo, que no necesariamente estará presta a maduración ya no como mero reflejo, sino como visión cuestionadora. En efecto, elevar la expresión del estudiante, más todavía que la de cualquier otra persona, a la categoría de arte, una construcción de complejidad mucho mayor y que sólo es concebible de veras con la efectiva operación de cuatro materiales: el autor (generador de una visión cuestionadora), la obra (elocuente en su cuestionamiento), el receptor, lector (intérprete de la obra para sí mismo) y del marco institucional conceptual (compuesto de intérpretes para los demás que valida la cuestión en un marco de conocimiento suficiente), compromete negativamente la atención que requiere. La expresión del estudiante, en tanto reflejo, y difícilmente más, que depende ante todo de su conocimiento de ciencias, filosofía y otras disciplinas, aparte la experiencia articulada de múltiples maneras, requiere un abordaje cuidadoso, orientado a ayudarle a comprenderla por sí mismo, a corregirla en cuanto corresponde, a ampliarla y disponerla, además, a la operar con ella en la realidad. La piscología, la sociología y la historia, aparte también la medicina, entre otras disciplinas se pueden ocupar bien de ello y debieran hacerlo siempre. Así, desembarazar la expresión de los estudiantes de la interpretación como parte del fenómeno artístico es indispensable para su debido acompañamiento, por usar términos jesuitas, hoy muy en boga, para su asesoría y orientación adecuada, también. Y si nos hallamos ante un artista de veras, alguien que no puede enfrentar la realidad sino a través de su visión, una visión, además, elocuente por el uso de técnicas artísticas, elocuente y de potencia suficiente como para romper con concepciones previas generales, pues entonces y sólo entonces hemos de actuar como la excepción lo amerita.
Retomando camino: ¿Será, por tanto, que la crítica se podría e incluso debiera enseñarse con el idioma natal, por medio del curso de Lengua y, luego, más incisivamente, del de Literatura? En principio, cabría suponerlo. De hecho, los programas académicos tanto del Perú, por ejemplo, como los de otros países y los del mismo Programa de Bachillerato Internacional, admiten que el aprendizaje de la lengua propia implica su manejo lógico solvente, el entendimiento de su razonamiento; asimismo, que los estudios literarios implican el ejercicio de una crítica básica dentro del marco propio de la disciplina. Sin embargo, es de advertir que son precisamente los estudios lingüísticos y los literarios los principales campos de propagación del idealismo postmodernista, de todo el rollo relativista subjetivista divisor. En efecto, el subjetivismo extremo que lo caracteriza –y que desciende directamente del luteranismo, para luego materializarse literariamente en el romanticismo, especialmente el alemán y el francés, hasta alzar vuelo como una nube de langostas sobre los demás campus, potenciado por el mercado pletórico, especialmente el anglosajón–, procura el debilitamiento de las comunidades más críticas, entre ellas, especialmente, las de tradición grecolatina ibérica. La razón de esto se encuentra en la dialéctica de estados y de imperios (punto en que nos plegamos a Gustavo Bueno, particularmente en los planteamientos vertidos en su libro España frente a Europa).
A esta situación, de por sí problemática, dado el auge de los llamados estudios culturales, de los enfoques ideológicos relativistas y demás del repertorio postmodernista, que condicionan la orientación de los cursos en casi todas las instituciones, se añade que, tanto en nuestro medio como en muchos otros, los docentes de Lengua y Literatura suelen ser de los peor formados. Esto se debe a diversos motivos: Su materia de trabajo básico, el idioma, es el más accesible a todo mundo, por lo que, en medio de una relativización que licúa categorías de rigor, se somete a la no-agresión antes mentada y apela constantemente a sentires por sobre razones, como si fueran actos excluyentes, pues apenas y se les reconoce alguna autoridad por sobre la masa. Por otra parte, muchos de los docentes de aula se acreditan como tales tras años de estudios de pedagogía –disciplina dudosa al grado que bien requiere textos aparte para bien discutirla–, lejos de su materia central, de la crítica y, por supuesto, de cualquier especialización real. Finalmente, lo peor (con gran carga de motivos): que muchos profesores del curso, como los de los demás, simplemente no leen ni mucho menos saben de arte ni de filosofía ni, en general, de crítica.
Esto abre la cuestión a ver si cabe labor crítica en medios, de donde partimos en principio.
¿Acaso se trata de apuntar la vista a los medios que funcionan paralelos a los estrictamente académicos, a plataformas como YouTube y las redes sociales? ¿O es acaso que sólo en pequeñas agrupaciones de estudios, círculos comprometidos en seminarios y talleres, es posible un ejercicio significativo de la crítica y, por tanto, lejos de la masa, no excluyentemente, sino simplemente porque apenas consigue cabida menor?
Hay que tener claro que plataformas como YouTube, lo mismo que las demás, son en realidad negocios, de manera que quien publica contenido en ellas se verá siempre limitado por las tendencias de consumo que benefician a su administración (empezando por la duración de los vídeos, por ejemplo). Y si, como dijimos en principio, la filosofía critica ciertas ideas y su uso en una u otra sociedad, y el arte cuestiona también concepciones establecidas y bien vistas, pues claramente puede resultar que quien genera contenidos críticos filosóficos o artísticos, o: a) eleve los índices de visita de la plataforma debido a la controversia, pero sin poder seguramente monetizar su trabajo, o b) vea que su material es vetado, sin más. También, claro, puede ocurrir primero lo uno y luego lo otro. Pero «la casa» nunca pierde.
Las redes sociales requieren, sin excepción, brevedad… y altas dosis de complacencia sintetizada. Explicar más al respecto, dicho todo lo anterior, ahora sí podemos decir que sobra.
Finalmente, en cuanto a grupos de estudios, páginas independientes –como ésta–, está por verse. Si tú, lector, llegaste hasta este punto, tienes en parte la respuesta. ¿O no?