Apersonado: Carta abierta a un buen amigo
Por Juan Pablo Torres Muñiz
Arequipa, Perú, 6 de enero de 2024
J.C.:
Confío en que esta carta —con la que, ya ves, te tomo la palabra— la recibes, sino en mejores, al menos en tan buenas condiciones como, por lo visto —y celebro—, empiezas el nuevo año.
(De todos modos, vaya extravagancia, las cartas, incluso bajo la forma de mensajes de correo electrónico, habitual todavía, pero cada vez menos, en el trabajo. Porque es cosa de tiempo: para articular las ideas sobre la página, si se quiere, sin sacrificar espontaneidad, y, luego, claro, para leer con calma y darle vueltas a uno que otro detalle, si acaso lo necesitas o te provoca. Pese a lo popular del dicho, parece que se lo entiende bien poco: el tiempo es efectivamente el bien —como institución, no como fenómeno— de mayor valor de cambio.)
Dado que postergamos varias veces la continuación de nuestra última conversación, se han acumulado las novedades. Pero como de todas formas ha de ser en persona que hablemos de nosotros y nuestras familias, adelantaré aquí nada más lo relacionado con el tópico aquél que tratamos.
Que qué fue del libro Homo Institutionalis…
Resolví toda relación con la editorial que lo publicó. Motivos, de sobra.
Tengo conmigo los ejemplares no vendidos. Quizá más adelante haga algo por su distribución; de momento, prefiero ni verlos.
Me resulta difícil hablar de dicho material. He procurado exponer la tesis del Homo Institutionalis en busca de objeciones, incluso de oposición. Y, aunque no he podido llegar tan lejos como quise, ahí donde el texto ha sido discutido (aparte, con colegas y especialistas a los que admiro), en un par de foros de docentes de filosofía en universidad y Teoría del Conocimiento en bachillerato, se ha confirmado, más bien, su efectividad. Entendido como un sistema de articulación de ideas adecuado para el abordaje de diversidad de situaciones problemáticas del llamado campo antropológico, no sólo funciona, sino que, conforme avanza la exploración de sus implicaciones, se presta cada vez más eficientemente al entendimiento y desarrollo de la gestión del conocimiento, en general. Enfocar la escuela como la institución a cargo de la enseñanza básica de la vida entre instituciones, el bachillerato como la que prepara para la investigación institucional, y la universidad como aquélla en que ésta se realiza; la psicología como ciencia del estudio de la gestión de la personalidad (es decir, de su pluralidad integrada en la persona individual, en el contexto de instituciones interpersonales); la sociología, como la que atiende la configuración y gestión de personalidades colectivas, en el contexto de instituciones impersonales, entre otros supuestos, permite no sólo entenderlos mejor, sino orientarse adecuadamente respecto de qué constituye en cada caso, su buena praxis.
Por supuesto, me permito decir esto, dispuesto a escucharte a ti también, tal vez para advertir más de un yerro.
Recuerdo que me preguntaste, en determinado momento, por mi relación con el Materialismo Filosófico de Bueno —del cual tomé, por ejemplo, el término «campo antropológico»—. Aunque lo advertí en el prólogo del libro antes referido, así como en el anterior (Errar, de infinitos), pinta conveniente esclarecer definitivamente la situación, no tanto por precaución (apartándome suficientemente de la actuación reciente de la Fundación, tras el fallecimiento del mismo Bueno), como por reconocer mi deuda directa con su obra: puntualmente, respecto de las coordenadas generales de su materialismo, como por su Teoría del Cierre Categorial, aunque sólo en parte, y su tesis del Animal divino.
Ya puestos, prefiero señalar yo mismo que las coincidencias entre mi teoría del arte como situación comunicativa e institución cuestionadora de la propia institucionalidad, y la de Jesús G. Maestro, expuesta en su Crítica de la Razón Literaria, se deben fundamentalmente a que consideramos cuatro materiales como parte del fenómeno artístico-literario, tres de las cuales coinciden: autor, obra y lector, mientras que el cuarto es, para el profesor Maestro, el transductor, y para mí, el marco institucional (tanto de la emisión, como de la recepción de la obra). Aunque no es ésta una distinción cualquiera, resulta a fin de cuentas la menor. Ocurre que el profesor Maestro considera a la Literatura una construcción humana y racional, categórica en sí misma, mientras yo tomo a la literatura como una más entre otras artes, todas las cuales constituyen, operatoriamente, situaciones comunicativas.
Mi descubrimiento de la obra de Bueno y la de Maestro fue tardío, posterior a la elaboración de mi primer esbozo de una teoría propia del arte como institución comunicativa, a la que me atreví para poder hacer crítica en medios, preocupado porque la bibliografía recomendada, especialmente en universidades, desbarraba ora sí, ora más hondo, en la más escandalosa indefinición, en burdo relativismo, bajo una pátina de jerga vacía y ocurrencias sosas pasadas por agudezas, así como anécdotas ejemplares de supuestas sensibilidades especiales. Me topé con cientos de páginas culminadas en: «… y por eso no es posible decir qué es el arte; el arte se siente», entre otros fiascos, así como con reducciones de la realidad a arrebatos verborreicos decadentistas (de donde provino llamar Foucaultades a las facultades de tantas casas de estudios).
En fin… No me corresponde a mí hablar por mis textos. Pero sí, acaso, procurar contrastarlos para garantizar, sino alguna originalidad, al menos, su probable utilidad: que valga la pena el tiempo que requiere su lectura, aunque sea para confirmar la razón propia en contra de lo que dicen.
¿Qué podemos hacer?, me dijiste, aunque seguramente concibes mejores ideas que las mías.
A menudo, nos toca atestiguar algo respecto de lo que acaba siendo impertinente todo juicio. La elección de unos u otros criterios para abordar la realidad implica exponer un sesgo que indica el calibre exacto de nuestro arsenal racional; habría que sintetizar de una u otra manera situaciones de una complejidad que resulta justamente de la abundancia de medios empleados para conseguir de la crisis el mayor provecho posible… a costa de todo aquél que finalmente queda a la saga por la inferioridad de sus recursos.
Muchos nuevos hallazgos científicos se convierten prácticamente de inmediato, apenas se los comunica, jibarizados fuera de sus ecuaciones, en metáforas que, merced del ímpetu opinador, dan pie a nuevos mitos oscurantistas.
Sobre lo que no se sabe, mejor callar. Pero también, con frecuencia, hay que hacerlo a sabiendas. Todo testimonio será siempre institucional.
Dado que la experiencia se extrae mediante la articulación de las ideas surgidas en y con la vivencia, gestionar conocimiento implica necesariamente operar con las circunstancias de la interpretación de los hechos y fenómenos, así como con la carga conceptual de las interpretaciones que anteceden y sirven de base a la interpretación presente. Entonces: ¿Qué contenido no conceptual, para y/o pre institucional se extrae de la vivencia, en primer lugar, y de la experiencia en cuanto remembranza, después? ¿Qué nuevos aprendizajes cabría, además, obtener de las revisiones de los hechos y, por tanto, del cuestionamiento mismo de una experiencia? Ya hablaremos más al respecto. Pero hay que advertir desde ya de la imposibilidad de la experiencia cerrada o definitiva. La experiencia es, por definición, demostración, exposición, traducida en términos convencionales y, por lo tanto, institucionalizada, sujeta a una situación.
Así, pronto, se arriba al Derecho… Tu campo de acción.
Toda institución colectiva es fundamentalmente moral. La ética, entre tanto, comprende las normas que priorizan la supervivencia y desarrollo del individuo como tal, por sobre las de su comunidad. Cualquier intento de institucionalización general y uniforme de la ética está destinado al fracaso. Muy bien lo había advertido hace mucho ya, Gödel —¿Quién? y ¿qué sabe ése de derecho?, claman cientos desde el mundo abogadil—; parafraseo: «Todo sistema lógico formal es necesariamente incompleto», postulado que trasciende, por supuesto, las matemáticas.
Un ejemplo. De lo que ocurre con la ficción artística. Para mayor obviedad… Al cuestionar las instituciones de su mundo, el arte pone de manifiesto el absurdo de la creencia en la perfección de una normativa para él, así como vano todo esfuerzo de previsión de sus posibles situaciones problemáticas. El arte denuncia el idealismo; con tanta más razón, uno tan patético como el que vemos expuesto en debates televisados del Legislativo, por ejemplo, y ya ni se diga, en encuestas de noticieros.
El Derecho es una disciplina de corte científico que opera —he aquí su cierre categorial— con las instituciones normativas (las que lo son eminente y explícitamente). Reconocer que el sistema normativo será, cuanto más aparentemente coherente, incompleto, implica entender, también, que la Ley sólo funciona efectivamente, complementada, y suplementada, a veces, por una moral general y una ética circunstancial. De hecho, los códigos y demás cuerpos normativos procuran establecer criterios para la aplicación de normas éticas o morales, según cada caso.
Los abogados, que no juristas, son técnicos en operaciones varias, según especialidad, con instituciones, mediante instituciones, en sistemas institucionales de los ya mencionados, cada uno —es de advertir— correspondiente a un estado en particular, más algunos pocos, conectados a otros mediante tratados y acuerdos de valor relativo a sus soberanías. No ha de extrañar a nadie que los buenos abogados sean ingeniosos, pero no necesariamente de elevada inteligencia, ni mucho menos sabios. No se les exige serlo como profesionales. Ninguna profesión exige semejante cosa. Pueden ser admirables, desde luego, más allá de lo que hacen por dinero, y aún a costa de ello. Ocurre que los abogados operan con términos cuyo significado no pocas veces desconocen: la mayoría no tiene idea de la distinción entre ética y moral y la consideran irrelevante en el ámbito en el que trabajan. Hablan, por ejemplo, de «crear convicción en el juez» —por cierto, qué difícil decir esto sin reír—, de «persona», sin distinguirla de «ciudadano» ni de la entelequia: «humano»; hablan de «pena» o, ya peor, de «universalidad humana» en circunstancias en las que no cabe padecer nada (por ejemplo, tras la muerte), ni mucho menos invocar entidad alguna que se ajuste a la fantasmagoría metafísica de turno, para colmo, con la mitad del mundo sin haber firmado nada.
Los juristas, por su parte, discuten la operatividad misma del derecho. Eso… o, como la mayoría, nada tienen que ver con un Bobbio o un Prodi, y suelen ser nada más como los abogados antes mencionados, eso sí, con colecciones de cartones en su despacho y montones de publicaciones en revistas especializadas (en redituar el afán de gordura curricular).
Ser abogado es tan digno como ser médico o astrofísico. Hacen falta buenos de veras. Contar con uno destacado es, a menudo, decisivo. En cuanto a juristas, sobra decir que faltan. A veces, cada vez más a menudo, estallidos de ingenio del nivel técnico pegan brincos hasta el nivel de la discusión institucional más importante, y derivan en desperdicios pintorescos, cuando no en desastres. Bien lo sabemos nosotros dos, salvando las distancias con los bodrios actuales, fruto de políticas identitarias. Teníamos menos de veinte cuando sonó por acá el rollo del proyecto Gran Simio, del que curiosos —e ingenuos, a una edad en que tal condición rayaba ya de bochornosa ignorancia— participamos un par de veces.
Bien sabes que admiro tu labor, tanto en uno como en otro plano. Eres mi abogado, pero también alguien con quien cada intercambio de ideas fructifica siempre más allá de donde, limitado, alcanzo a sospechar.
POR LO TANTO: Sirva el despliegue de estas cuestiones para instar a la parte aquí aludida a que se apersone como corresponde, y conste en estos folios, de parte de quien remite el presente documento, la manifiesta intención de que el próximo abrazo sea, no ya por actuación de los recursos virtuales a nuestra disposición, sino en cumplimiento de los códigos que rigen nuestra fraterna vinculación.
Atentamente,