Un sitio al cual volver: Sobre la propuesta de Dario Maglionico

Por Luisa Deguile

Lugares. Pertenencias. Posesiones. Límites.

Hablamos de espacios por apropiación: al hacerlo referimos a las dimensiones en que concebimos, discurre o es posible que discurra una realidad, tentando así conocerla. Aquel discurrir corresponde al propio flujo de las ideas, a su disposición, incluso a su fragua en estructura, que entonces se identifica con la geometría del espacio exterior. Surgen los vínculos. Cálculo. Anticipación. Familiaridad.

Se dice mucho lo de tener un lugar, un sitio al cual volver. Las imágenes de Dario nos confrontan con esta aparente ilusión.

Las primeras pinturas sobre la roca, en los muros de las cavernas como La Pasiega, Maltravieso y Ardales, así como las de las laderas los cerros, dan testimonio de un paso, pero además y sobre todo, de una consciencia. Revelan un afán de permanencia más allá del propio lugar. Cada trazo implica un reconocimiento del mundo alrededor y evoca consigo las señas de un momento, de una época.

Lejos de constituir solo una costumbre, este afán de representación se eleva a marca para templos y grandes salones, confirmándolos como tales en sendas categorías. Propiamente, tradición.

La marca consciente se afirma en murales, cuadros, tallados, estatuas y tejidos; convoca como testimonio mismo del espíritu inspirador de la primera cita –y, por tanto, marca misma del lugar–, prueba de su carácter insustituible.

Se habla de la grandeza de un lugar en el extranjero, fascina el poder de sus representaciones, difícilmente descriptible. Es así que los edificios y monumentos tornan en fértil tema literario: crecen en un nuevo plano, como abstracciones al margen incluso de sus más fieles reproducciones. 

Luego fue que las casas quedaron vacías. Muchos museos tornaron en simples galerías. Y casi todo tornó en objeto de venta, como certificado de buen gusto, de algún supuesto misterioso saber, remedo de aquella vieja consciencia, acreditación barata para poseedores.

¿Qué se nos ofrece sin una tradición qué cuestionar?

Sobran referentes absurdos inscritos en rollos vacíos con garabatos al pie y códigos de barra acompañando tazas de baño, manzanas vendadas o litografías de latas de Campbell’s…

El pálido brillo de un codo gastado, todo liso, la pátinas de brillo orgánico tornasolado en una cavidad, así como las demás que incluso opacan un contorno, ceden su lugar al lustre antiséptico de lo nuevo en caja plastificada. La manufactura irrepetible, testimonio de la vieja consciencia del obrar, da paso a la repetición en que se reconoce un estatus al poseedor por la afinidad a la marca de fábrica, conforme al perfil previamente diseñado para él mismo.

El problema es que los objetos sin huella sobre sí, nada más ingenioso logotipo, se acumulan luego sin evocar un solo fantasma, como ecos, apenas, de un hábito pasajero que, por supuesto, habrá de pasar también al olvido.

En medio de lo descartable, ¿qué queda; cuál es el resto… que se ofrece a posible suma en el futuro, ante un nuevo lector? ¿Cabe el rescate?
La herencia ha dejado de ser bien vista fuera de ciertos estudios historicistas, fuera de las humildes colecciones de tallados y manualidades, en general, artesanía casera para reuniones de confianza algo vetusta, debidamente organizadas. O novelas de Henry James.

Un eco de nosotros mismos puebla apenas como un espectro de quien diablos sea, la foto desenfocada conque nos mostramos, supuestamente conscientes de nuestra fugacidad, en redes sociales.

Lo cierto es que es mucho menos común darse con gente desarrollado cierta consciencia de su propia transitoriedad, que con el masivo afán de mantenerse todo mundo activo, vivo en el tiempo bajo el signo maleable de la masa, como única garantía de cierta durabilidad…

Se reclama paz, sobre todo por falta de coraje para decir, sin más, que se quiere quietud, por puro miedo. Se habla de armonía, pero obviando el grado de violencia que sutilmente requiere en esta en reconfiguración permanente. Es cuestión de escalas y de ciclos.

Todo valor es atribuido; las cosas por sí mismas nada valen; más allá aún: nada significan.
La atribución arbitraria de un sentido y ni qué decir de un valor sin correspondencia alguna, pura arbitrariedad complaciente, deriva en la omisión, el recorte y –sin exageraciones, por cierto– a la propia persecución de la crítica.

El consumo por imitación, y antes la identificación en la carencia masiva, para justificar la propia cortedad de miras, el miedo, el sesgo justificante de la propia miseria, redunda en garantía de más miseria.

El caprichoso sentido de las ceremonias, la supuesta transmisión de una vieja consciencia (con el propio cambio de manos, o la repetición del ritual de sacrificio, con sangre vuelta vino o con báculos elevados en gesto de fálica hegemonía) ha sido desplazado por algo bien distinto del silencio contemplativo, favorable a la penetración de la mirada, al entendimiento del otro (incluido uno mismo y su pueblo, ambos los de otro tiempo) y a la aceptación de la propia transitoriedad.

Cunde el ruido sordo de la repetición apresurada y el  rumor que apremia a no quedarse fuera de la horda; sus miembros, bien llevado el catálogo de marcas al uso, pretende licenciarse libre de clamar –irónicamente entre los demás idénticos–: soy único y especial.

La confusión es atronadora. Un rumor como marea sin freno. Que nos deja sin sustancia en lo hondo. Ahora.

Identidad es para muchos un término excesivamente problemático; hablar de ella es mucho menos cómodo que declararse reconocible y atendible por una determinada condición; porque, claro, aquella no faculta a nadie a quedarse tal cual es, a dejar de adaptarse y a esperar que el resto sea el que se acomode a uno (bajo amenaza de ofensa)…

Es difícil comparar y contrastar estadística, así…
Número de víctimas y culpables, entre acusados, declarados, confesos y prematuramente condenados, incluso suicidas, contra un índice de responsabilidad pretendidamente objetivo, determinado por un tribunal conforme el tipo de caso, en el mismo universo.
Nunca hubo tantos dedos acusadores. Nunca hubo tanta gente hablando, diciendo tú me hiciste esto. Nunca hubo menos confesión sin culpa de los verdaderos damnificados. Nunca hubo tantos consejos y menos silencio. Tanto ruido.
Sí, nos hace falta estar solos. Andar solos. Quedarnos solos. Aburrirnos. Ver que de pronto aflora algo de donde no sabíamos que cabía esperar nada.

Responsabilidad. Capacidad reconocida de portar una cosa, entendida al caso como una consecuencia; capacidad, en efecto, de hacerse cargo de un asunto. La responsabilidad implica exposición y permanente riesgo de falla: Uno merece la oportunidad de intentar, e incluso fallar, deshaciendo la estabilidad habitual o, mejor dicho, la ilusión de quietud, tesoro del cobarde, para reconstituir el orden general. Consenso. Confianza.

Nos hace falta estar solos. Andar solos. Quedarnos solos. Primero, con nuestro propio peso. Atendiendo incluso el flujo habitual de ilusiones y disparates conque pretendemos estimularnos para «salir de ahí»…, del lugar que siempre estuvo a mano.

El amo nunca grita. Su poder se extingue en el acto. Pero el valor de su proceder es puesto siempre a prueba en el control mismo que es capaz de ejercer como referente, desde la propia potencia: cada gesto suyo resulta siempre especialmente significativo.

¿El cuerpo tiene amo? ¿En qué medida reconocernos falibles nos hace poderosos?

¿Se puede ser amo de una cosa, de un objeto? ¿La atribución de significados a ellos no requiere, para procurar la estabilidad propia de quienes los empleamos, una permanente adaptabilidad conforme las circunstancias?

¿En qué medida las cosas reflejan de nosotros, un carácter hondo respecto de la propia capacidad de decidir, de ser nuestros propios amos, al margen mismo de la elección particular?

No es extraño que hoy apenas y se diga de algún quehacer habitual, que merezca ser contemplado como una oportunidad de convertirlo en arte (por supuesto, no en sentido estricto, sino refiriendo a la actitud de entrega que caracteriza al auténtico obrar, en sí mismo, cuestionador).

¿En qué medida hacemos un sitio nuestro de veras, en lugar de solo un escenario para nuestra soledad?

¿Cómo opera el apego y cómo este se transforma con la contemplación? ¿Qué tanto hay de ilusión en toda esta teoría?
¿Por qué en los cuadros de Dario Maglionico casi no hay aparatos electrónicos, nada comunica otra voluntad, salvo para contrastar el escenario habitual?

A hacerse cargo…