A espabilarse: Notas sobre la llamada IA y la escuela
Por Juan Pablo Torres Muñiz
Un aula. Casi mediodía. Los estudiantes preguntan si es posible consultar con Chat GPT como fuentes de información para los ensayos que ahora preparan como parte de la asignatura de Comunicación: Lengua y Literatura. Bien, siempre que consignes correctamente dicha fuente y además copies las instrucciones o la pregunta que formulaste en el Chat GPT, sí; en tanto y cuanto esa tecnología te sirva, lo que dependerá, por supuesto, de tu tesis, bienvenida sea.
Es claro que más allá del salón del ejemplo, la cuestión del uso de las llamadas formas de inteligencia artificial (IA) se presenta de modo bien distinto. Con seguridad, en la mayoría de escuelas, el Chat GPT y otras aplicaciones acarrean más problemas que soluciones, especialmente desde el punto de vista de los docentes. Se complica el control de la probidad académica, pero es más importante aún lo concerniente al impacto directo que el uso de IA registra en el desarrollo de competencias académicas en los estudiantes. En efecto, es muy sencillo realizar ejercicios a través de recursos digitales sin que el docente se entere que así fue… o de que se dé por enterado, que no es lo mismo. Por otro lado, cientos de miles de profesores, atentos a los medios, emplean ahora mismo esta misma tecnología para ahorrarse trabajo, con las respectivas implicaciones.
¿Qué toca entonces, en materia de educación, específicamente por parte de los docentes? Para responder debemos tomar en cuenta que las llamadas inteligencias artificiales no son más unos entre otros muchos recursos en desarrollo, que más pronto que tarde estarán a mano de millones de usuarios. Parte de un proceso que prosigue desde hace siglos.
La apabullante irrupción de las IA viene a demostrar a las claras, ciertamente, el carácter ilusorio de la reducción de la educación a pedagogía, y, más allá del asombro y la alarma que desata en millones de personas, nos da también plena razón a quienes consideramos que la educación básica debiera retomar su orientación a la gestión del aprendizaje y el ejercicio de la razón, es decir, al razonamiento en sus múltiples formas, conforme lo plantea cada disciplina en particular; en consecuencia, a restablecer como prioritario el conocimiento especializado por sobre saberes de orden didáctico, cuya importancia, aunque indudable, se circunscribe al ámbito estratégico de su comunicación, nada más.
Vamos de a pocos con estas notas —con las que, de todos modos, no pretendemos agotar el tópico, tan solo plantear su abordaje y discusión con algo más de hondura que en redes sociales—…
El término educación tiene su origen en el latín dūcō, relacionado con ēdūcere, que se refiere a conducción, es decir, a la orientación y guía de un sujeto, el estudiante. Este necesita ser conducido para llegar a enfrentar por sí mismo la realidad, hacerse compatible con ella e intervenir en sociedad. Esto requiere, como es lógico, que conozca y domine la mayor cantidad posible de formas de razonamiento, que sepa aplicar debidamente variedad de operaciones intelectivas; asimismo, que cuente con conocimientos suficientes sobre el modo en que ciertamente funciona el mundo; es decir, contenidos conceptuales.
¿Por qué ir a la escuela? Evitemos subestimar el entendimiento de los niños. Si bien es preferible que el estudiante disfrute de aprender e incluso se divierta haciéndolo, dicho de otro modo: que de una u otra forma afine su sensibilidad al placer que conlleva el ejercicio racional, es importante que sepa que de todos modos no tiene otra salida; si no se hace con un arsenal suficiente de herramientas para enfrentar la vida, esta lo arrollará; si, por el contrario, amplía su mundo a través del conocimiento, mejorará enormemente sus posibilidades de disfrutar de variedad de experiencias. Sí, la vida es asombrosa, pero el asombro no es precisamente positivo siempre. Como dice Guillermo Cóbena: ¿Quién te dijo que la vida era una caricia? En fin, el docente cumple con su rol educador a través de la enseñanza, la cual debe ser eficiente y eficaz, de modo que sea más fácil para el estudiante cumplir con la parte que le toca: aprender.
El aprendizaje es un complejísimo proceso que supone la adquisición de conocimientos. Buena parte de él nos es aún desconocida y, dado que conjuga variedad de elementos de la realidad, obliga a un abordaje multidisciplinario. A propósito, es indispensable tomar en cuenta que las formas de razonamiento de las distintas ciencias, así como las de otras disciplinas no son necesariamente afines y, más a menudo de lo que podría suponerse, se contraponen. En todo caso, concuerdan en que hay condiciones, en general, favorables para un aprendizaje adecuado para cada edad, según el grado de abstracción que los conocimientos requieren; asimismo, en que hay operaciones intelectivas cuya aplicación es indispensable en todos los campos de estudio; además, en que debe haber un conjunto ordenado de contenidos conceptuales dispuestos para ser impartidos; finalmente, en que el aprendizaje se manifiesta solo cuando se hace efectivo, es decir, cuando se materializa a través de actos, de la producción de un nuevo conocimiento; dicho de otro modo, cuando el conocimiento permite que el estudiante se haga cargo de una situación o de un proceso, que se haga competente de una gestión.
El término gestión procede del latín gestio, siendo que gestionis, es decir, la acción de realizar, se deriva del supino de gerere: llevar a efecto. Así, la materialización del resultado esperado, la generación de algo previsto, implica una gestión humana. Gestión es una palabra que no en vano se relaciona con gestación, justamente por el sentido de su raíz común, gerere, que apunta a un proceso, a un desarrollo por etapas, estaciones, si se quiere, con un fin concreto, el mismo que, cuando se proyecta a través del tiempo, cumple ciclos. El llamado ciclo de gestión de proyectos comprende cuatro etapas: planificación, organización, ejecución y control o evaluación.
El término competencia proviene del latín competentia, a su vez, derivado del verbo competeré, que refiere directamente a la responsabilidad de un sujeto, a que este asume el cargo de algo en el ámbito de su jurisdicción (literalmente, donde se profesa la norma) y responde por ello. Este sentido se mantiene claramente para su uso en el campo de la educación, específicamente para hablar de competencias educativas. En él, se las concibe como el resultado de la conjugación de ciertas capacidades que resultan en manifestaciones de la aplicación de conocimientos, habilidades y actitudes de un estudiante para enfrentar y resolver determinadas situaciones o para actuar en determinados ámbitos.
En definitiva, la gestión de competencias debiera apuntar a hacer de cada egresado de la escuela alguien competente para gestionar por sí mismo y con otras personas, variedad de procesos en atención a cubrir diversas necesidades de su contexto. Así, las competencias educativas deben ser entendidas como competencias racionales: conjugaciones de capacidades para el empleo de variedad de criterios a fin de enfrentar la realidad racionalmente: por raciones, responsablemente. En este punto, la especialidad profesional cobra pleno sentido, por ejemplo.
El actual enfoque del Ministerio de Educación de nuestro país se pliega, como muchos otros, al aprendizaje para el desarrollo de competencias. La adopción de este y otros términos, como desempeños y capacidades, responde a la necesidad de sistematizar la gestión en aulas en atención de un determinado propósito. En efecto, se supone que el estado procura para su población una formación adecuada. Pero, esto último, ¿en qué sentido?, ¿adecuada a qué y para qué? El conjunto de competencias logradas por cada estudiante se corresponde a un perfil de egresado de la educación básica: el de una persona preparada y dispuesta a enfrentar la vida ciudadana, los estudios superiores y/o el trabajo. Pero esto tampoco es mucho decir, pues claramente hay muy distintas formas de hacerlo; además, los enfoques idealistas del mundo, el culto al sentimentalismo, el mito de la cultura y la subjetividad extrema imperantes, apuntan a un perfil muy distinto de egresado de la educación básica. Ahora se postula a gente muy dada a opinar, ignorante de qué es la crítica, descreída y renegada de la razón y las instituciones, entregada al fundamentalismo democrático, así como a otros monismos y absolutismos, con gran clamor de buenas intenciones, como el de una sola humanidad en paz perpetua, la igualdad sin criterios y otros absurdos dentro del espectro de lo políticamente correcto. En suma, asumiendo como cierta la intención de un estado de formar ciudadanos con pensamiento crítico, es claro que lo que el sistema actualmente produce son, en cambio, masas de mujeres y hombres dispuestos en conjunto a la más rotunda frustración y/o al desbarro cínico, por puro romanticismo, enemigo de la crítica.
Ahora bien, todavía bajo el supuesto de que el nuestro y otros estados vecinos se planteen formar personas racionales y críticas, surge otra serie de cuestiones: ¿En qué medida la adopción de una terminología propia pedagógica y, más aún, la formación de una supuesta disciplina particular, con términos como capacidades, actitudes transversales e inclusivas, entre otros, resulta efectiva, mediante la sistematización de los procesos de gestión educativa, a los fines del estado? Dicho de otro modo: ¿de qué forma la pedagogía determina o, al menos, contribuye a la gestión educativa de un estado cuando asume un lugar central en ella? ¿Cómo es que esta forma de gestión opera, finalmente, en materia de tecnologías, específicamente ante el desarrollo de la llamada IA? Por otra parte, ¿no es el culto pedagógico, la reducción de la gestión educativa a simple pedagogía, y la conversión de esta supuesta disciplina en eje central de la gestión educativa de nuestro país, entre otros, la causa de su declive y fracaso, de su sometimiento al ideario postmodernista, enemigo de toda razón y, por tanto, una de las principales causas del pánico ante la irrupción de las nuevas tecnologías?
La palabra pedagogía proviene del vocablo griego paidagogía, que se compone de paidos, es decir, ‘niño’, y de agein, que se refiere a un conductor; así, paidagogía se refiere al quehacer en la conducción de los niños. La disciplina en sí misma, se supone, estudia la educación como fenómeno sociocultural, pese a que el término cultura sea en sí mismo un lastre para cualquier enfoque racional riguroso; y tiene por función orientar la práctica docente, a partir de ciertos principios y siguiendo determinados métodos. Se supone, además, que existen varias pedagogías, según el enfoque ideológico que se le dé al asunto de la educación. Y hay quienes, incluso, dicen que la pedagogía es una ciencia, con lo que ponen en evidencia su desconocimiento pleno de qué es esto último.
Sin ánimo de redundar más en lo que el lector seguramente sabe, nos limitaremos a recordar, apenas, que, aunque Platón, Sócrates y Aristóteles, y lo mismo otros filósofos, destacaron en la antigua Grecia la importancia del uso de métodos, que bien pueden ser considerados pedagógicos, para el estudio y la gestión de aprendizajes, no plantearon la pedagogía como una disciplina aparte, ni mucho menos al punto de que sometiera el desarrollo de conocimientos en ciencias y otras disciplinas a sus condiciones, de ninguna manera. Fue en el siglo xvii, que Juan Amos Comenio, en su Didáctica Magna sentó lo que muchos consideran bases para la pedagogía como disciplina independiente.
A propósito, conviene advertir que el término didáctica, que aparece en el título mismo de la obra de Comenio, apunta a algo bien distinto de la pedagogía como disciplina. La palabra proviene del griego didásko, que quiere decir ‘yo enseño’, de la que se deriva, luego, didáskalo, ‘maestro’, y apunta explícitamente a la enseñanza, es decir, a la expresión y comunicación adecuadas del saber especializado por parte del maestro. De manera que comprende técnicas y estrategias que facilitan esta labor, pero no apuntan de por sí a la constitución de ninguna especialidad, pues esta resulta imposible sin un conocimiento previo, el cual hay que transmitir.
En el siglo xvii la práctica didáctica se desarrolló sobre todo bajo el auspicio de los jesuitas, tanto en España como en Francia, hasta que, en el siglo siguiente, Johann Heinrich Pestalozzi y, sobre todo, Jean-Jacques Rousseau, con su novela Emilio, sentaron propiamente las bases de la llamada pedagogía moderna, valiosa en muchos sentidos, pero de claro corte subjetivista y rebosante de idealismo. Contraria a la tradición de enseñanza imperante hasta el momento, bajo el signo del catolicismo y la escolástica, esta pedagogía reniega de la autoridad del saber, a la que confunde, en general, con simple imperio dogmático. Mientras, por una parte, hace suyo el prestigio de descubrimientos, en gran parte, obra de sacerdotes, con el nombre de Ilustración, y responde así al Barroco hispano, se emplea a fondo en el cultivo de utopías e ideales universalistas, con expreso desprecio del racionalismo filosófico y de la mesura que evita el dogmatismo científico, para volcarse reciamente al positivismo y a reduccionismos acomodaticios. Ya de Rousseau a Krause, que llega a América a través de España, pocos cambios en el fondo.
Habiendo entendido grosso modo el origen de la institucionalización de la pedagogía, veamos ahora cómo es que se relaciona con la gestión educativa y de qué manera influye en ella a nivel de las ideas motoras, para, finalmente, ver cómo aterriza en la realidad tecnológica del presente en marcha.
Desde hace ya varias décadas, pero sobre todo en el presente siglo, es común suponer que los profesores de escuela deberían dominar, más aún que su disciplina de especialidad, una suerte de saber general orientado a lograr que los estudiantes, supuestamente, aprendan a aprender. En suma, se valora más a quienes en aulas se desenvuelven expresamente como pedagogos que como matemáticos, físicos, literatos, historiadores o pintores con notables conocimientos de didáctica. De hecho, se suele destacar a un profesor por su capacidad de hacer que los estudiantes sientan entusiasmo por una materia, mucho más que por sobre su saber especializado y porque sus lecciones sean especialmente aprovechables por los estudiantes —y no sin entusiasmo, sino inclusive todo lo contrario, aunque manifiesto de formas menos divertidas—.
En el caso de especialidades como las de Lengua y Literatura, la situación es mucho peor. Se supone que la principal función del docente es lograr que a los estudiantes les guste leer, escribir y hablar. Merced del llamado posmodernismo, se da por sobreentendido que el dominio del idioma se debe a la simple práctica, y que la comprensión e interpretación de textos, especialmente los literarios, no es sino algo meramente subjetivo; que todo puede ser lenguaje y que cada quien puede usar unos u otros términos en un idioma u otro según los entienda, entre otros absurdos. Esto resulta decisivo, pues el manejo de textos (entendidos en sentido amplio) es la base de toda articulación de ideas y la programación de todo sistema operativo más allá del propio lenguaje, que funciona también como uno.
Aunque hoy en día todo mundo pasa su día a día expuesto a multitud de textos, especialmente de tipo audiovisual, resulta incontrovertible que la mayoría de nuestra población, entiende menos lo que atiende, y, apenas, lo que específicamente lee. Para hacer tal afirmación, nos basamos, más que en los negativos resultados de las pruebas que realiza el Ministerio de Educación, en el inmenso flujo de textos publicados en medios por millones de usuarios de a pie y supuestos profesionales y académicos. En efecto, basta escuchar, leer, ver cuánto millones de personas comparten en redes sociales cuando, con supuesta seriedad, comentan o, más bien, opinan a propósito de noticias, artículos, ensayos o algunos textos literarios, así como en el montón de comentarios pretendidamente críticos, en espacios llamados culturales —varios auspiciados por universidades y otras instituciones de formación superior—, para constatar el escándalo. En la amplísima mayoría de plataformas propias de entidades académicas, la sofisticación de buena parte del material publicado es, desde luego, mayor que el que reflejan muros de Facebook, por ejemplo, pero su contenido suele ser apenas superior; la aplicación de criterios para el análisis, es casi accidental y cunde en su lugar, cómo no, la interposición de artificios retóricos que niegan la racionalidad y encumbran, por una parte, los «sentimientos» «del pueblo», cualesquiera sean, a condición de su identificación a través del relativismo cultural, y, por otra, la imposibilidad de toda determinación racional, con lo que se abre las puertas a nuevas formas de relativismo extremo en nueva apelación a la subjetividad cultureta.
Tanto a nivel de estudiantes como de docentes, el nivel de análisis de textos es en general bajo, no obstante, cada vez sean más los profesionales del rubro que ostenten más y más títulos de especialidades y capacitaciones varias en pedagogía, y se hable más y más de adelantos en esta misma materia, para mejorar la calidad de la educación, en general, y de la lectura, interpretación y elaboración de textos, en particular.
¿Nos hemos apartado acaso del asunto del uso de aplicaciones como Chat GPT? No. Es gracias a un uso solvente del lenguaje verbal, a una articulación racional efectiva, que las instrucciones que introducimos en un sistema pueden dar lugar a buenos resultados. Quienes no saben dar instrucciones precisas ni mucho menos tienen conocimiento suficiente para determinar, luego, si los resultados de una operación en un chat de IA funcionan adecuadamente, están perdidos.
En este punto, conviene recordar que las llamadas IA no son en realidad inteligentes. Más allá de los criterios a partir de los cuales se defina inteligencia, estos programas y sistemas no entienden ni comprenden los textos que procesan ni los que, finalmente, elaboran; simplemente disponen de términos de una enorme base de datos de acuerdo con algoritmos, y dependen de íntegramente de la estadística. Además, por supuesto, parten de una programación previa con límites establecidos con base en políticas de la entidad programadora, de la ideología, también, de quienes a fin de cuentas son dueños de la compañía tecnológica de fábrica. Así, por tanto, hay temas sobre los que resulta imposible escribir aceptablemente en Chat GPT: no es dable elaborar un ensayo crítico contra la democracia como sistema de gobierno ideal único, ni cuestionar políticas de igualdad asumidas como democráticas por el stablishment, ni muchísimo menos pretender la menor imparcialidad de juicio respecto de figuras históricas enormemente objetables, convertidas a hoy en estampas de bondad, como los Kennedy o el papa Francisco, entre mil otros ejemplos. Quien no lee ni entiende textos adecuadamente, difícilmente se percatará de todo esto, mucho menos podrá ejercer una crítica a partir de recursos de los que bien podría proveerse, sin embargo, por medio de IA.
Lo cierto es que el actual sistema educativo, además de disponer a millones de estudiantes a una terrible frustración, pervierte a todos los partícipes del proceso, por su simple afán de complacencia, en beneficio de otros —y cuando aquí decimos otros, nos referimos a estados y comunidades de estados que sí que ejercen políticas claras por eutaxia (siguiendo en este punto a Gustavo Bueno: el buen orden en sentido político que permite a una entidad política sostenerse en el curso del tiempo)—, y lo hace fundamentalmente a través de la promoción y uso de textos interactivos infantilizantes y otros, sin más, pseudoliterarios.
Las editoriales que ofrecen estos textos procuran para los docentes, además, sistemas que hagan el trabajo por ellos: lecturas, actividades varias y todo tipo de evaluaciones con claves de respuestas listas; asimismo, en cuanto a plataformas virtuales, las hay que se adaptan al usuario y califican resultados de pruebas automáticamente. Programaciones de trabajo, planes de sesiones de clase, material auxiliar, todo está dispuesto para que el docente no tenga que acudir a ninguna otra fuente, para que se vuelva dependiente del sistema en la medida en que prefiera atenerse al horizonte de la editorial, amplio solo en apariencia, en realidad, de un sesgo atroz.
Son muchos los factores que favorecen el éxito de esta clase de empresas. La mayoría de docentes, lo mismo que los trabajadores de cualquier otro rubro, prefiere que alguien más haga parte, sino todo su trabajo, máxime si es con un estándar de calidad garantizado; pero resulta que, además, muchos temen meterse en problemas con los estudiantes, para quienes la escuela brinda hoy servicios más propios de guarderías, inclusive en secundaria, y cuya exigencia académica es solo relativa. Criticar el sistema es poco conveniente. Proponer discusiones, aun adaptadas a la edad de los partícipes, muy mala idea. Exigir, nada más, que los estudiantes aprovechen condiciones favorables a ellos en un nivel razonable, que den de sí mismos solo un poco más de lo que recomiendan las editoriales complacientes, absurdo. Hoy casi nadie reprueba ninguna asignatura, salvo por extremo descuido, y aún así, con chances de pasar de ciclo de todas maneras. Así las cosas, ¿qué mejor que plegarse a lo dispuesto por un sistema aprobado por el Ministerio de Educación, debidamente alineado a sus políticas —y a lo políticamente correcto—, con garantía, además, para cada docente, de que, aplicándolo, cumple con todos los requerimientos de su empleador, que por algo paga el servicio?
Los libros y, más todavía, las plataformas virtuales habilitadas por las mismas editoriales pretenden ser atractivas, amigables, simpáticas para con el alumnado en general, desarrollan un perfil que muchos expresamente califican de «fresco» para los chicos, a los que, para tal propósito, homogenizan, como es lógico, en el estándar más bajo de exigencia y en lo más básico y uniforme posible en materia de moda actual —dizque atendiendo la diversidad; en realidad, plegándose a estereotipos banales—.
La lectura, la comprensión de textos, el planteamiento de problemas y el ejercicio racional conforme lo dispone cada disciplina, requieren en realidad de un esfuerzo considerable por parte del estudiante. La buena escuela procura para él un entorno seguro en el que experimente la vida en sociedad, una sociedad a escala de la realidad ciudadana más compleja, que de todos modos le exige que se haga compatible con ella, y no adapta la realidad exterior a los afanes subjetivos de cada niño, niña, ni de ningún muchacho. Asimismo, procura que el estudiante falle en distintas etapas del proceso de aprendizaje, pues debe garantizar esta experiencia indispensable para su adecuado aprendizaje, si bien con consecuencias que se limitan exclusivamente al ámbito académico: los errores y fracasos deben tener implicaciones lo más claramente limitadas al mundo escolar.
Por su parte, lo que hacen hoy las editoriales es más bien limitar al mínimo las probabilidades de fracaso de quienes usan sus libros y plataformas virtuales; dan a los estudiantes sobradas oportunidades para que logren resultados del más bajo estándar; se trata de instancias que, al paso de una a otra, van revelando al estudiante las respuestas que finalmente requiere para continuar con su proceso de lectura, ejercicios o producción intelectual. Además, por si fuera poco, los textos que disponen para lectura de niños y adolescentes son casi todas ediciones manoseadas al extremo; sino resúmenes —un auténtico despropósito—, libros mutilados de variedad de pasajes: todos los que pudieran, de cualquier manera, resultar ofensivos al público más frágil, débil y engreído. Los textos originales propuestos por estas mismas editoriales son en sí mismos simplones de fondo, a veces sofisticados en su forma, pero en tal caso vacíos; como sea, carentes de potencia cuestionadora: no discuten conceptos de ninguna clase; reafirman lugares comunes de lo políticamente correcto. No les es posible decir más. (¡Vaya que son fáciles de emular ahora a través de IA!)
La imagen del mundo que contienen estos textos, tanto en medios analógicos como digitales, es puro ideal, concebida para complacer al público menos pensante; en definitiva, para que este prefiera esa visión falsa que la de la del mundo real. Aquí no vemos ni más ni menos que una atronadora manifestación del proceso de jibarización de la realidad, producto directo del proceso antes descrito de formalización de la pedagogía, que se dio, en buena medida, atendiendo intereses ideológicos románticos, al afán de pretender posible la superación de la materialidad de la vida por medio del sentimiento, de la intención pura y, ya bien hundidos en «lógica» luterana, de la supuesta libertad de conciencia, que permite la interpretación arbitraria sin más, de lo que sea. Un narcótico, ya no solo un placebo. Así se convierte al lector en consumidor, no en intérprete; en opinador, no en crítico; refuerza su adolescencia (en el sentido de falta de consistencia personal) y lo vuelve contra las ciencias y otras disciplinas de corte científico, además de contra el arte auténtico. El estudiante al que se administra su dosis resulta incompetente para operar en la realidad. Impotente ante ella. El cliente perfecto de sistemas que le digan cómo pensar, no que le sirvan de medios o herramientas para pensar por sí mismo.
Por su parte, la gestión educativa organizada más firmemente desde los campos de estudio categoriales, obliga necesariamente a hacer de las tecnologías, al menos más resueltamente, medios para el desarrollo de sus procesos racionales. La aplicación de recursos didácticos, limitada a lo suficiente en determinadas etapas del proceso de enseñanza, y el acceso actualizado a nuevas tecnologías, condicionada al previo manejo solvente de las fundamentales (los idiomas, sobre todo, que funcionan ni más ni menos, como sistemas operativos), ofrece muchas más oportunidades a los estudiantes de convertirse en personas competentes. Evidencias, sobran; de momento, sirva como referente el hecho de que muchos de los altos mandos de Silicon Valley prefieran escuelas con pizarrones, con libros físicos y con niveles de exigencia más bien clásicos para sus hijos, que aquellas que sus mismas compañías, en muchos casos, financian, tanto en el mercado abierto, como en la gestión pública; que prefieran que sus hijos eviten la sobreestimulación con pantallas hasta su pubertad. No decimos que sean padres ejemplares, para nada; apuntamos nada más a la elección de una forma de gestión que garantiza mejores resultados a partir de principios elementales, como, por ejemplo, que leer requiere soledad, soledad para el reconocimiento de relaciones entre sintagmas, las que se dan a través de conectores lógicos y preposiciones, en conexiones y relaciones complejas, lejos del ruido, libres de sobreestimulación.
Aquí en Perú, lo mismo que en otros países de la región, el Ministerio de Educación concluye, de los malos resultados de sus pruebas censales, la necesidad urgente de nuevas medidas de promoción de la lectura y la práctica de razonamiento matemático, pero luego las plantea desde el reduccionismo pedagógico. Nada particularmente bueno. Sus soluciones son falsas, además, porque los problemas a los que supuestamente responden también lo son: en efecto, sus evaluaciones ponen a prueba, mayormente, la atención de los estudiantes a detalles de los textos y muy rara vez plantean la necesidad de reconocer situaciones problemáticas de otras que no lo son, plantear problemas en los casos que corresponde, para después resolverlos; mucho menos requieren el planteamiento de ideas a nivel crítico, es decir, con la aplicación de un sistema propio que articula definiciones y conceptos generales, para un análisis o una discusión. Debido a este sesgo, que reduce la comprensión de textos, tanto en Comunicación como en Matemáticas y otras disciplinas, al reconocimiento de datos, en su mayoría insignificantes, siempre inofensivos, inocuos, estériles, resulta mucho más fácil para quienes lucran con productos y servicios editoriales, sostener que su material y método son idóneos, y que si su uso no arroja resultados eficaces en las pruebas censales, solo puede deberse a errores de los docentes en su aplicación concreta… por lo que… haría falta más pedagogía.
¿Hay, acaso, algo más antipedagógico, pero más didácticamente efectivo, que dejar de ayudar a alguien en aulas, una vez procurados medios y asistencia suficientes, equivalentes a los que procura el mundo real, fuera de la escuela, y reportar fielmente la situación de desarrollo del estudiante para que luego intervenir en su ayuda desde más frentes coordinados, comprometida la familia, sobre todo? ¿Hay algo más lejano del concepto de escuela privada de perfil de club guardería «para que los niños sean felices», que el sinceramiento del proceso y la determinación real de responsabilidades en torno al nivel de logro o el fracaso de un estudiante? Es evidente que de ningún modo se libran los docentes, muchos de ellos incapaces de elaborar un solo ensayo académico.
Por último, la comprensión lectora literal es una labor técnica básica que no implica una comprensión plena del sentido de un texto, sino tan solo el reconocimiento de uno o más detalles suyos, que, aunque afectan su sentido, no necesariamente lo hacen de forma decisiva. Ahora bien, son las labores técnicas las que hoy mismo es fácil cubrir por medio de aplicaciones y programas de IA. Toca, por tanto, desarrollar los niveles más hondos de comprensión: crítico y metacognitivo. Toca mucho… Enseñar, discutir. Discutir. Discutir. Eso que no puede hacer bien Chat GPT, eso…