Comprometidos: Sobre la convivencia en tiempos de pandemia
Por Juan Pablo Torres Muñiz
<<El hombre de Neanderthal aprendió a llorar, probablemente, al darse cuenta de que después de matar el bisonte y arrastrar la pieza a su cueva, no tenía con quién compartir su orgullo de cazador ni a quien enseñar sus heridas.>>
Magda Szabó (La Puerta)
De pronto, millones de personas se ven forzadas a permanecer en sus casas, sin poder salir. Familias reunidas, encerradas, salvo un miembro cada vez, encargado del abastecimiento. Al menos en teoría. Los que circulan sin más, no solo se apartan de los suyos, que se quedan momentáneamente a salvo del contagio, aunque solo hasta la vuelta de los paseantes, sino de la norma por medio de la cual se vinculan de un modo más amplio con el resto. Su acercamiento físico a los demás deja de lado otra forma de contacto, abstracto, al caso, no menos importante, sino mucho más, de momento. He aquí un nuevo conflicto entre deseo de plenitud y afán de sentido.
Bastante, de hecho demasiado se ha venido diciendo respecto de la soledad, de la supuesta confirmación del vacío en la vida de mucha gente, desnudo ante la muerte. Lo propio se ha hecho respecto del aprovechamiento del tiempo en soledad o, como algunos se han lanzado a llamarlo, la capitalización de dicha condición. También se habla de las ventajas del contacto por medios digitales y hasta se ha insinuado –lo que tristemente era de esperar– que lo que viene ocurriendo constituye un paso más, simple pero brutal, hacia la modificación definitiva de nuestras relaciones interpersonales, según estos pretendidos optimistas, destinadas a desarrollarse sobre todo en un plano virtual. En todo caso, hay que distinguir comentario de exploración crítica, lo mismo que boceto de juicio lanzado al aire de planteamiento de discusión.
Toca preguntarse cómo es que viejas formas de organización, más allá de la amplia variedad con que hoy se dan, continúan su tradición fundamental, respondiendo a una nueva situación de crisis demostrando porqué son tan longevas –a fin de cuentas, esta mal llamada «era» es muy reciente y nuestros problemas básicos apenas y han cambiado, en realidad–. Obviamente, la cuestión atraviesa múltiples aspectos de nuestra naturaleza, así como de lo que entendemos por cultura. En este texto pretendemos explorar el asunto desde la manifiesta distinción entre autonomía y autosuficiencia, patente en el compromiso social, siempre, para el logro de aprendizajes. Atravesamos el tema de la gestión de la soledad en el marco de una nueva sociedad, cuya mayoría se muestra afanada en que cada quien vaya sin más por su cuenta, rechazando o relativizando todo compromiso.
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[De lo complejo, a partir de algunas definiciones y conceptos]
Evitando redundar en lo obvio respecto del carácter social de la persona, mas sin descuidar la necesaria mención de su complejidad, como parte, además, de un complejo mayor, proponemos repasar algo fundamental.
Partamos de entender que persona humana como concepto –y como tal, representación, construcción de lenguaje– se compone a su vez de dos términos: personalidad y humanidad, cada cual destinado a diferenciar al individuo como Homo Sapiens de otras especies, así como, en tanto sujeto, de sus pares; en este sentido se afirma: único, consciente, valioso, irrepetible y social.
El término persona proviene del latín personae y refiere, en última instancia, a la composición compleja y adaptable con la que cada quien actúa, interviene en sociedad. Por otro lado, el término humanidad proviene del latín humanitas, que refiere a la cualidad de humano, en última instancia, por la consciencia de su propia finitud, a la que responde su afán de trascendencia –referencias de lo cual, encontramos en el empleo mismo de la expresión condición humana, hecho por Martin Heidegger, Hanna Arendt o André Malraux, así como en el desarrollo mismo del ensayo Del sentimiento trágico de la vida, de Miguel de Unamuno.>>
Esa complejidad a que hicimos alusión, así como aquel componente esencial de su entendimiento (el mismo que muchas veces se nos revela traicionando nuestra capacidad comunicativa, por medio de una suerte de vivencia irrepetible e intransmisible), solo pueden ser planteadas como tema de diálogo a través del discurso, es decir, de su exposición articulada que, respecto de la esencia mencionada, refiere apenas al producto de su procesamiento, que bien conocemos como experiencia.
Resulta paradójico, por cierto, que dicha complejidad se manifieste también por medio de este, como de cualquier otro diálogo. En efecto, actuamos ante el otro, con el otro, por medio de nuestras palabras, de nuestros gestos, como si fuéramos espejos, pero con mayor frecuencia de lo que se cree, refractamos la luz. Es gracias a esta deformación de nuestras luces, dada en la reacción del otro, así como de las del otro a través de nuestro entendimiento; es gracias, en suma, a la transformación de cada muestra de la mayor o menor lucidez por cada parte, que se nos da la oportunidad a todos de aproximamos a algo mucho más profundo: qué piensa cada quien en verdad, incluso por detrás de las palabras pronunciadas, qué sentimos y, más allá, en el mismo sentido, qué hay del otro. Lo más importante –y he aquí nuestro punto–, descubrimos de a pocos quiénes somos, en tanto y en cuanto nos reconocemos autores de un discurso, responsables de lo dicho y, en parte, cuya porción se va calibrando, de sus consecuencias. Así, por tanto, somos partícipes de una realidad mayor que la de nuestra verdad particular. Y así es que crecemos, que evolucionamos.
Ahora bien, si referimos a crecimiento y a evolución no es precisamente con ánimo motivador –aunque, claro es que conviene tomárselo también de dicha forma–; es sobre todo porque dependemos como individuos y como especie, si se quiere, de nuestra capacidad de adaptación, capacidad que depende directamente de la de gestionar aprendizajes de forma autónoma.
La autonomía es la facultad de gobernarse uno mismo, de actuar a partir de criterios y pautas propias. En tal sentido, es claro que acarrea una limitación: la de la propia perspectiva. Es obvio que todo buen gobierno, como toda gestión de calidad, requiere de evaluación permanente, y el reconocimiento de los fallos probables, aparte de los que la propia realidad se encarga de restregarle a uno en la cara. Se da así el reconocimiento de un ámbito mayor, que comprende la interacción con los otros. Además, la forma en que cada quien se relaciona con los otros –a lo que alude directa y claramente el concepto de persona humana citado antes–, forma parte de lo que todo gobierno ha de asumir como propio, sea a partir de la experiencia, de la historia o de otras formas de conocimiento que considere pertinentes.
Por otro lado, tenemos lo que se viene promoviendo ya desde hace bastante tiempo, sotto voce –y no tanto–: La autosuficiencia.
La autosuficiencia implica la idea de que uno se basta a sí mismo. Debería estar de más señalar los fallos de asumir tal condición entre personas humanas, pero no es el caso.
Los seres humanos hacemos preguntas, planteamos respuestas. Hacemos arte cuando por medio de una afirmación, sirviéndonos de un determinado lenguaje, aunque retorciendo en determinado punto sus reglas, desafiándolo, cuestionamos en profundidad al otro. Pero la mayoría de nosotros, es evidente, procura dar un paso y luego otro, y así cada vez, sobre sendas certezas. He aquí el asunto –y tendríamos que tenerlo pero que muy claro, especialmente en esta época–: solo se aprende a partir del miedo y a través del dolor. Ahora bien, no en pánico ni con horror, ni, desde luego, flagelándonos, sufrientes porque sí, valga la aclaración.
(A propósito de esto último, permítasenos adelantar: acaso sea por lo dicho que la fe entre tan a menudo a tallar. En efecto, lejos de reduccionismos y esquemas más bien patéticos que de ella se hacen, lo mismo que simplificando al absurdo nociones de complejidad tremenda como la idea de un Dios, tanto por parte de creyentes como de no creyentes, la religiosidad nos plantea la conveniencia de una afirmación a partir de la cual es posible continuar cuestionándolo todo, sin extraviarnos en la duda misma, desde la que nada nace por sí solo ni mucho menos fructifica. Pero ya abordaremos este mismo asunto más adelante.)
[De la cuestión del otro, con el otro, y sus complicaciones]
¿En qué medida podemos cuestionarnos a nosotros mismos, sin participación del otro? ¿En qué medida nos es posible transformar la realidad común en beneficio propio? ¿En qué medida nuestro interés por la comunidad nos condiciona a nivel individual e íntimo? Ahora, ¿cómo es que nos afecta esta soledad forzada y cómo es que la enfrentamos?
El planteamiento de la cuestión, en principio, como un asunto de medida se debe a que, claramente, este refiere a una proporción que ha de darse cada vez, y a que esta proporción refiere pues, a una determinada oportunidad. Por tanto, preguntas del tipo «¿cuánto o hasta qué punto debemos cuestionarnos?» se relacionan con otras como «¿cuándo debemos hacerlo y cuándo no?» o «¿cuándo debemos empezar a cuestionarnos?». Asunto peliagudo, y mucho más en confinamiento.
Si siempre ponemos todo en duda, no actuamos, y viceversa. La supuesta simultaneidad con la que se tienta a las masas, a la ligera, como si fuera sencillo lograrla, deriva siempre en la confirmación de la muy necesaria definición de un turno firme cada vez, so riesgo de desastre irremediable. Sobran al respecto ejemplos; un combate de boxeo es suficiente de momento: en este, la velocidad con la que se cambia de turno determina en buena medida las probabilidades de éxito para el boxeador. Y si nos referimos a posibilidades es porque un verdadero gran campeón nunca subestima el azar y, de hecho, por esto mismo, se encuentra, tanto presto a aprovecharlo, como dispuesto a reconocer su aparición con la mayor serenidad posible, si se da en su contra.
La compañía de otros garantiza en buena medida, el aprendizaje necesario para este balance que, como vemos, y es mejor subrayarlo, se da en la administración lo más acertada posible de los diferentes momentos.
Actualmente, la amplia crisis institucional derivada de la puesta en duda de la mayoría de jerarquías, promovida en gran medida por los llamados estudios postmodernos –término de por sí equívoco–, interesantes como instrumentos para el cuestionamiento relativo y relativizante, así como, en algunos casos, por la experimentación estilística que lucen varios de sus textos –si bien sacrifica innecesariamente un alto grado de legibilidad–, poco propone, por cierto. Con múltiples complicaciones, y ninguna gran complejidad, los supuestos pensadores de esa ala de moda, suelen justificar cualquier perspectiva por medio de la negación arbitraria de todo cuanto pretenda ordenar juicios semejantes entre sí. Ciertamente, al relativizarlo todo hacen imposible trazar un rumbo fijo, lo que, por otro lado, en su dimensión política, curiosamente, se atreven a exigir a todo mundo a nivel individual. Carece de sentido: la condición iguala a todos como una masa, una en la que todo mundo, por igual, lucha por ser considerado excepcional, por ejemplo, siendo reconocido como perteneciente a una minoría. Es claro, en tal sentido, que se rehúye la crítica, es decir, el cuestionamiento razonable y se deja todo en el campo del comentario superficial, por más sofisticado que se pinte.
El afán individualista calza de maravillas, como vemos, con la autosuficiencia. La suma es una vieja fórmula de expresión siempre beligerante: víctimas y oprimidos, pero no necesariamente en la realidad, lo que sería significativo, sino a partir de una verdad que depende por completo de la perspectiva individual, del sentir particular, de la percepción sin contraste y de los límites de conocimiento y posibilidades de participación cultural digna de mención. No debía extrañar a nadie que de un tiempo a esta parte, si bien se omita el término «autosuficiencia», se lo refiera una y otra vez por medio de arengas en jerga de coach.
Cada vez son más quienes, influenciados por esta corriente, y otros tantos por propia convicción –aunque difícilmente al margen de aquel movimiento, habida cuenta la llamada globalización– consideran muchísimo mejor vivir sin compromisos personales, prácticamente de todo tipo. Sostienen que es mejor andar solos, lejísimos, por ejemplo, del matrimonio, solazándose en el lugar común de la imposibilidad del amor o en un supuesto desarraigo de falsos tintes orientales, como respuesta (prematura) al posible dolor (de la vida real).
Esto último es sintomático, tanto de una profunda ignorancia del sentido de las instituciones de organización social, como de toda noción de profundidad media sobre el mentado afecto. Cada quien, desde luego, es libre de preferir comprometerse o no, pero mejor optar por una u otra vía conscientemente. Es decir, aprendiendo.
Un problema fundamental para emprender aprendizajes es, siempre, como queda claro, el miedo. Y este no suele ser infundado.
Por un lado, necesitamos del otro, y esto implica que necesitamos de cierto grado de violencia. A fin de cuentas, toda cuestión nos enfrenta; se trata de un choque y de revolver lo que hasta ese momento parecía en completa calma.
Basta con proponer un planteamiento general en que coincidan la mayoría de coordenadas sobre el tópico de la pareja para dejar fuera de lugar la amplia mayoría de objeciones de los individualistas despechados, en relación al dolor y al miedo: La plenitud, es decir, la anulación de las dimensiones, indicadores de finitud, principalmente, del tiempo, nos renueva; sentimos con ella no solo alivio, sino que encontramos en la posibilidad de repetir su gracia, una motivación para seguir adelante enfrentando obstáculos. A menudo, los problemas que se presentan en contra de nuestro propósito, los empleamos como justificación de la lucha en sí misma.
Sin desdeñar la vastedad del asunto ni obviarlo por una supuesta falta de sustento, procuraremos ahora atravesarlo aprovechando el modo en que desde un principio ha sido enfocado nuestro tema, demostrando además una relación entre la resistencia al compromiso y el odio, más común de lo que se dice, hecho que no escapa a la intuición de la mayoría.
[De los afectos, y de las alternativas y las evasiones]
Gracias a los trabajos de Melanie Klein podemos afirmar que una posición madura implica la aceptación de que no es posible ningún vínculo afectivo sin agresión, pues esta constituye una forma más de interacción, pero que, debidamente controlada, destaca porque asigna profundidad a toda relación. En efecto, solo es posible chocar con algo que se manifiesta a sí mismo, en el contacto, consistente, resistente. Las discusiones son, en tal sentido, fundamentales para entender la consistencia del otro, pero también y sobre todo, su profundidad, pues, en apelación al intelecto, nos invitan a penetrar más allá de la situación del choque, para entender los motivos del otro, constituyentes de eso que reconocemos como su consistencia, la materia, si se quiere, del misterioso fondo que, así, de a pocos, y por conocimiento, amamos.
En el plano sexual, el deseo se caracteriza siempre por el afán de invadir, tomar, penetrar o envolver al otro. El ideal común de la pareja, al margen del vínculo amoroso, contiene también, por lo expuesto, elementos de permisión y de prohibición, en el sentido de que cada parte se enfrenta a la otra y aprende poco a poco a lidiar con ella, pero también, lo que es importantísimo, consigo mismo, en la medida en que es capaz de reconocerse inclinado en ocasiones a reaccionar más allá de la razón, por impulsos cuyo origen, entonces, se nos anuncian como vía para el trabajo de mejora.
En el ámbito llamado de las aulas, por poner un caso representativo del deber de cuidado, se sabe bien de la importancia de promover esta violencia controlada, atendiendo desde los principios socráticos a los más modernos enfoques: Toda gestión de aprendizajes pasa por un momento dramático, producto de la problematización a partir de la cual se ha de aprender.
Para aprender, en general, sobre los propios afectos, a partir, con y desde las emociones, debe haber un enfrentamiento entre dos pasiones, no solamente una complicación de las circunstancias en que se desarrolla una de ellas. Debe darse una lucha entre lo particular y lo universal, que ponga en entredicho el equilibrio mismo que hasta entonces se supone permitía diferenciar con claridad ambas categorías. La cuestión ha de instalarse para despedazar, asimismo, los términos en que originalmente fue planteada. De ello surge el propio lenguaje, ese con el que se elaboran las pautas del autogobierno, base para la autonomía.
Es lógico suponer que la estabilización del vínculo entre uno y su compañía, sea esta la pareja o la familia entera –una vez más, sin importar su perfil, género o composición–, compromete el proceso entero y revela, por supuesto, honduras de oscuridad terrible en cada miembro de esa pequeña comunidad.
Tratemos directamente el odio, principal causa de apartamiento, según veremos:
El odio resulta de una especie de sofisticación de determinados afectos primarios. La rabia por eliminar un estímulo que consideramos nocivo, y así lo consideramos porque produce dolor, pasa a convertirse en una respuesta a la frustración, mantenida al margen del lenguaje lógico, debido al riesgo de que se la desmantele en sus causas, pues apunta en realidad a la complejidad de uno mismo y a la propia responsabilidad. Así, al odio corresponde el afán de destruir al agente al que se achaca toda la culpa de la propia frustración.
Este afán puede llegar lejos bastante rápido. Como hay ciertos límites respecto de lo que unos y otros conciben, es posible hacer en una relación, se convierte la provocación de sufrimiento en una forma de control, manteniendo al objeto del odio, a la persona culpable según quien odia, para torturarla. De hecho, se la necesita para sentir el control. De aquí surge el placer. Quien teme en el fondo la posibilidad de ser cuestionado, necesita de la sociedad afuera, a la que culpa de su condición de víctima. De ello parte la superioridad moral por la que se supone, el sujeto prefiere mantenerse apartado, pero quejándose constantemente de la masa constituida por todos aquellos que no pertenezcan a su supuesta comunidad exclusiva, a su minoría.
Difícilmente ha de extrañarnos, por tanto, que tanta gente prefiera no sentir esta rabia ni mucho menos verse arrojada por sí misma a acciones terribles, por lo que opte por anticiparse con proyecciones que, de esta manera, justifican su aislamiento: «Soy bueno, quiero seguir siendo bueno, así que prefiero mantenerme al margen de los demás, que son malos, por lo que me juzgan mal, y todo esto para no…» ¿Para no qué…? Es que allí mismo se corta la idea, y se reinicia la estimulación externa.
La convivencia a través de un compromiso vinculante con la sociedad es, como se ve, más que una simple, una buena alternativa. Compleja en sí misma, complicada en realidad, pero por esto mismo, especialmente atendible, tomando en cuenta lo que produce. La firmeza de un compromiso de esta clase, su carácter resistente, refiere directamente a la madurez, buena disposición y tenacidad de cada integrante para aprender del otro y de sí mismo, asumiendo con humildad que es enormemente difícil progresar al mismo ritmo por cuenta propia, no sin perjudicar a mucha más gente alrededor, lo que es especialmente importante y se obvia con frecuencia.
[De ciertas creencias, al probable fin de su moda]
Contra los compromisos de esta clase, en particular el matrimonio, principalmente porque no se relativiza aún más la firmeza de la unión que valida, arremete gran cantidad de gente, medio en broma, pero bastante más en serio, alegando que instituciones como esa –entiéndase: como todas las instituciones– dificultan, sino atentan contra un conjunto de supuestos principios. Estos, patrimonio vox populi internacional, vienen siendo puestos en duda, cuando no barridos por la situación de apartamiento social a escala global, pero conviene, de todas formas, atenderlos directamente en el discurso, a fin de construir al respecto, experiencia. Se trata más bien de simples creencias, las de que: a) Todos somos lo que decidimos ser; b) nacimos para ser felices; c) está a nuestro alcance desarrollarnos como seres plenos, fácilmente; y d) formamos una sociedad moderna lista para las relaciones principalmente por vía virtual, merced de la pujante juventud digital.
Respecto del primero de ellos, conviene señalar con claridad: No, no somos lo que queremos ser ni podemos llegar a ser exactamente aquello en que deseamos convertirnos. Apelando incluso al mayor entusiasmo, mas con una dosis mínima de cordura, tendremos que admitir que, si algo somos, es en realidad consecuencia de una lucha entre el afán de ser como quisiéramos y lo que finalmente, por error o accidente, llegamos a ser en cada momento. Somos señores de nuestro sentido, más no de la realidad plena. Trazamos un destino y aprendemos a vivir. Pero nada de cantinelas de coaches en plan de porristas. Afirmar que no hay trazados límites fijos para nuestra superación personal es cierto en cuanto a que dicho desarrollo es multidimensional, pero afirmarlo en el sentido de que podemos lograr lo que sea en un mismo sentido se presta al facilidad escabrosa. Es importante, por tanto, mantener un grado suficiente de objetividad. Cuántos ayuda en esto, el otro, pero no cualquiera, sino aquel al que uno no apela solo cuando lo considera oportuno o cómodo, sino aquel que en su propia conducta responde a los resultados de nuestro empeño, cuán frecuentemente de modo inesperado.
En cuanto a que nacemos para ser felices, empecemos porque nadie pide nacer ni nace por un propósito racional al margen del deseo de los padres, salvo necesidad colectiva. Luego, la mayoría de pensadores serios coincide en lo poco provechoso y hasta nocivo de postularse uno mismo, la felicidad como meta. Por nuestro lado, desde este apartado pupitre, podemos afirmar, con base en lo expuesto hasta el momento, que la felicidad es una condición particular, deseable, sí, pero que se presenta más bien como un efecto colateral del desarrollo de aprendizajes, consciente, y del azar, cuando su aprovechamiento nos lleva al lugar y al momento adecuado, para experimentar una plenitud embriagadora, la que precisamente termina en cuanto uno la define como felicidad –entiéndase definir justamente como determinar los límites que lo hacen lo que es, señalando la categoría o género próximo, así como la diferencia específica del objeto de definición–, por lo que tratándose de plenitud, se la descalabra por completo.
Ahora, respecto de la plenitud al alcance de la mano de cada individuo, advertimos que no negamos que sea posible, al menos en un grado considerable; mucho menos negamos que se trate de un propósito noble, una meta interesante, motivadora, digna, y que lleve, con el rigor debido, a desarrollar conductas, en más de un sentido, ejemplares. Pero apelamos, también, a la prudencia de considerar, ante todo, que justamente el mérito de emprender semejante camino se debe a las enormes cuotas de dolor que acarrea, enfrentando con frecuencia, además, múltiples miedos. Asimismo, a que precisamente como camino, es una cuesta que nunca termina, cuyo ángulo, por si fuera poco, se hace cada vez más exigente, multiplicando los riesgos de la caída. Compromete, finalmente, como ya fue dicho, a otros, necesariamente; pero no solo en procura de cierta objetividad, sino como objeto involuntario de nuestros impulsos. En términos más llanos: Por caridad, que somos tanto complejísimos como simples seres humanos, suma de cualidades que brillan unas veces como méritos y otras, más comúnmente, como deméritos. Y que si de veras queremos crecer personalmente, no podemos dejar de lado preguntarnos si somos capaces de sostener compromisos firmes para con una determinada comunidad, enfrentándonos a otras; este es un elemento fundamental, como ha sido ya suficientemente resaltado, para la generación de los aprendizajes por los que, supuestamente, se lanza uno a la misión. Dado esto, resulta sensato considerar los compromisos sociales como vías más sencillas para el aprendizaje.
El hombre no sabe bien qué hacer para tomarse un asunto en serio, una vez empieza a razonar. Los propósitos son ciertamente un problema crítico. Es fácil extraviarse. Si algo es calificado de importante, por lo general se trata de justificarlo ante los otros, mejor incluso a través de ellos, por contraste y/o comparación. Se intuye que a través de las relaciones con los demás, es posible acceder a cierta perdurabilidad: al final, por medio de la historia, la actuación de uno cobra sentido, en el mejor de los casos, como obra. Esta habría de ser su legado… mientras la carne vuelve a la tierra. (Nótese al respecto, la referencia a la lápida, precisamente, una sema griega.)
¿Y si uno está solo o si el propósito apenas le concierne a uno y desea mantenerlo en secreto? Entonces brilla la moneda de cambio universal, el dolor. El rito.
La vida se nos manifiesta por medio del dolor. Cuando es lo suficientemente fuerte, resulta imposible responder a este con palabras. Así, se comulga únicamente en el dolor. Nada une como este. Ningún gozo. Sino, veamos por estos días, alrededor.
Y, sin embargo, es tan difícil figurarse la muerte de uno mismo constantemente, que no debe extrañarnos lo difícil que resulta, casi siempre, dejar un hábito dañino. Por otro lado, cuando se trata de un propósito elevado, difícil, no bastan las fechas importantes del calendario, las convenciones a las que uno apela, imaginando a los suyos atentos con uno. O el acto se hace por alguien más cuya sangre está en juego, literalmente, o por la sangre de uno mismo, como símbolo de otro yo ideal.
Veamos el caso de los tatuajes, por ejemplo. Si el proceso del grabado en la piel no fuera doloroso, su valor sería considerablemente menor. Es fácil saber cuándo un tatuaje resulta absurdo, un error. A veces, simplemente, deja patente la impulsividad pasada, adolescente, de quien se lo hizo; si sirve para algo en nuestro medio es solo para recordarle su error.
La facilidad con la que los tatuajes hacen de los cuerpos, parte de una serie, es espeluznante. El afán de pertenencia, de identificación a partir de la pasión individual, como siempre, lleva a desbarro. Nada que ver con lo auténticamente tribal, que importa la inscripción a través de un proceder, marca, en efecto, la memoria de un sacrificio y con este, la marca de un origen: es el lenguaje de un pueblo, no una moda ni una supuesta sub-cultura. Señala la pertenencia, una vez más a una comunidad y, antes, a una familia.
Permítaseme traer a colación, aparte los estudios respectivos, una conversación que tuve con unos amigos verdaderamente entendidos en «viajes» con las llamadas «plantas maestras», sobre adicciones.
Algo de uno mismo muere en los viajes rituales, ese algo es la ficción por medio de la cual entendíamos la realidad. Toda revelación implica un sacrificio. Aún si los hechos que forman parte del registro de una realidad no varían, sí lo hace la visión misma con la que se la concibe en tanto y cuanto testimonio; así, nos encontramos efectivamente en una nueva realidad, cuyo testimonio constituye una verdad nueva.
¿Qué tan sencillo es esto? Cualquier madre o padre que cumple con el rol de tal, conforme lo entendemos del modo más amplio y universal, sabe que con frecuencia tiene que imponer autoridad, obviamente del modo más razonable posible. Sabe que hay situaciones en las que debe optar por lo que no quiere, y que, incluso errando, es importante mantener para los niños un marco firme –que no duro–, una situación básicamente controlada. Saben, además, que cada hijo gana su autonomía, finalmente, cuando desafía el orden que nosotros gestionamos, para abrirse camino con sus propias reglas, para tener luego su propio hogar.
¿Qué tanto actuamos como padres de nosotros mismos al perseguir cierta sabiduría?
Es en este punto, como fácilmente se nota, que entra a tallar, como había anunciado bastante atrás ya, el asunto de la fe y la religiosidad, mas ahora nos vincula directamente, lo que a lo mejor resulte para muchos, curioso, con el asunto de la virtualidad.
[De la ilusión de reemplazos, y las crisis reales]
Partimos de un poco lejos, pero ingresaremos muy pronto al meollo:
Los mitos nos acercan a la esencia del conocimiento social. Son manifestaciones articuladas de un discurso mutante, con frecuencia contradictorio, problemático, y en este mismo sentido, rico: cuestionador. Esos son los primeros discursos preservados como colecciones de ecos. Se trata siempre de lenguaje articulado. Los iconos e imágenes primitivas refieren sin excepción a historias, lo mismo que la música; se trata del desarrollo de acciones a través del tiempo, aun para aludir a la época en que no lo concebíamos.
Confiando en que esto último basta para subrayar el rol de las historias, de las más simples a las de tejido más denso, de la articulación del lenguaje, pasemos a enfrentar el hecho de que la consciencia colectiva, que yace en esta red narrativa enorme, ha sido reemplazada ya en gran medida por haces dispersos, efímeros reflejos, los que supuestamente conforman una mirada colectiva. Se trata de la mirada de las cámaras, incapaz de expresar por sí misma juicio alguno ni la más simple impresión. Así, las frases y oraciones, tanto como elementos de comunicación entre personas como instrumentos de reflexión trascendente, vienen siendo reemplazadas a ritmo de cálculo por computadora, por una falsa contemplación, cuyos reflejos verbales son ¡oh!, ¡ah! y otras interjecciones, nada de predicamento.
Pero el asunto va mucho más lejos aún: pretender que todo es lenguaje articulado –lo que, por supuesto, no hacemos–, es tan descabellado como plantear posible el reemplazo de las múltiples formas en que nos comunicamos por medio del cuerpo o, si se quiere, en que nuestro cuerpo se comunica, o nos comunicamos en cuerpo, por un paquete orquestado de luces y sonidos en pantallas y parlantes, incluso si se agrega a la receta un juego entero de diodos estimulantes y un asiento móvil, aparte otros dispositivos.
Tanto la plenitud, el goce y el dolor que se sienten en y a través del cuerpo, como el sentido que trazamos por medio de la comunicación articulada, especialmente la verbal, son irreemplazables. La una y el otro cumplen un rol, cada cual en su momento, como también ha sido expuesto en principio y repetido en las alusiones a la plenitud y el sentido.
Respecto de la gestión de aprendizajes, nuevamente (dado su carácter vital): solo es posible desarrollarla a partir de nombres y de categorías. El modo en que articulemos todo determinará la forma. La intención, al respecto, es decisiva. Es en este punto en que quienes ceden, extravían los visos de solución a sus problemas.
Atendamos el asunto de cómo tratarlos, sin perder de vista las diferencias que saltarán a la vista, en caso sea por medio del trato en persona o virtualmente, por medios digitales:
Un error frecuente consiste en concentrarse siempre en la situación inmediata (la imagen instantánea); en consecuencia, tratándose de una aparente oportunidad, apostando por tomarla; tratándose de la representación aparente de un problema, apostando por huir de ella. Lo cierto es que ante un peligro mayor, puesta en juego la propia integridad, es conveniente replegarse o escapar, pero la certeza de dicho peligro nunca se da por una señal aislada, sino, subrayémoslo: por una articulación velocísima de información proveniente de distintas fuentes (componentes de nuestra integridad). Por tanto, en general, conviene más bien hacer de la situación inmediata, un referente decisivo a partir del cual reorientarse a un objetivo preexistente (siempre más allá del estímulo inmediato). De hecho, solo a través de la identificación de una crisis y de sus causas, vale decir, del nombramiento realizado a propósito, de la abstracción derivada de un proceso integral, es posible, recién, reemprender la marcha confiando en alcanzar un nuevo nivel de efectividad. De lo contrario, más allá de superado un mal rato, la situación problemática se mantiene latente; sus coordenadas apenas apuntan a un probable riesgo, tratándose en realidad de un peligro concreto, apenas suspendido.
Ante una crisis personal, de las que vivimos unas cuantas decenas, como mínimo, a lo largo de nuestra vida, conviene, por tanto, una vez se tienen indicios claros de que su gravedad no requiere de medidas extremas, por urgencia, restablecer en el centro de miras los objetivos más altos que se tienen, los que rigen nuestro rumbo; a partir de estos es que corresponde evaluar la situación en su fondo y explorar sus más remotas implicaciones. Es este horizonte el que determina, efectivamente, la verdadera dimensión de la crisis.
¿Pero cómo se plantean objetivos sin una articulación adecuada? ¿Cómo se evalúa una crisis sin un sistema de comparación y contraste debidamente articulado? ¿Cómo se explora la realidad sin un conocimiento previo articulado, dispuesto a prueba justamente con la travesía? Ningún geniecillo informático ha podido decirlo, por cierto. Lo más a que han llegado unos cuantos ha sido a prometer un nuevo sistema que resuelva también ese problema por el usuario.
Y aquí, cerca, ¿qué cabe si uno se expone, creyendo que así reemplaza la realidad material, para la que ciertamente estamos naturalmente bien equipados, a una metralla de estímulos a cual más llamativo, canalizados en medios específicos? Pues, cambiar de estímulos, simplemente: cambiar de canal, de dial, de ventana, de cuadro, a por algo más complaciente. Quizá por esto mismo, más estimulante. Sobra información sobre las consecuencias de la sobreestimulación y la saturación a que aludimos.
[De esbozos bajo los términos «cultura» y «civilización»]
Por ahí, finalmente, se pregona que este cambio se halla inscrito en el ADN de nuestra cultura global, que nuestra civilización se halla encaminada ya, por eso mismo, a la digitalización, y que los estragos de la aparición del COVID-19 le sirven de catalizadores.
Baste decir que debemos a Claude Lévi-Strauss la difusión del concepto de culturas en plural, y que, por otro lado, el término Civilisation señala el máximo desarrollo de los centros culturales. De forma que mejor nos viene aceptar nuestra responsabilidad como ciudadanos respecto de la cultura, entendiendo, criticando y mejorando el funcionamiento de nuestras instituciones.
Dar por sentado que todo está mal demuestra simplemente ignorancia y desesperación. Incluso si alguien pretende crear nuevos procesos «desde cero», ha de saber que tendrá que sacrificar partes útiles del anterior, lo que reduce drásticamente la posibilidad de hacerlo, de llevar a cabo el derrumbamiento de un sistema. Y ni qué decir sobre que hay bienes no negociables en juego. Digamos, por ejemplo, básicamente, los Derechos Humanos. En este sentido, atención con la subjetividad que lleva a algunos a ponderar sus intereses por encima de los únicos derechos que efectivamente atañen a todos.
Así, una postura revolucionaria responsable compromete propuestas que, efectivamente, aprovechen lo mejor de lo que ya se tiene; y esto se da, a menudo, tan solo con un cambio en su uso (lo que frecuentemente resulta espectacularmente revolucionario).
Por si hiciera falta sentar nuestra posición política al respecto: En redes, tanto el discurso de extrema izquierda (indistinguible del de la tibia izquierda y el de la llamada «izquierda caviar», si acatamos la relativización de cada parecer –a lo «postmo»–), así como el de extrema derecha (usualmente contaminada de humo de cirios) resultan espantosos. Mientras el primero consiste en una recatafila de términos que llevan a pensar con suma facilidad en un catequismo victimista con afanes vengadores, el segundo se conforma en general de amenes y hurras y caricias sobre las insignias, según el perfil, pero siempre por pura parafernalia justificante de una supuesta exclusividad.
Consideramos que el asunto está en saber cuándo, en qué momento optar por una u otra vía de la realidad, aparente esta ser de un lado o del otro, no por conveniencia de alguna clase, sino en procura de que el sistema pueda seguir funcionando en promoción del diálogo, del intercambio de ideas, de la discusión fértil. En tal sentido, los márgenes entre los que uno debe aprender a reconocer los méritos de una línea política que no le simpatiza y criticar la que uno prefiere, por su anquilosamiento o perversión, los brinda, de modo siempre perfectible, la democracia.
Lo más difícil hoy, como ha sido casi siempre, es manifestarse como un demócrata crítico. Ahora, felizmente, es menos difícil ser a la vez casado y ateo, homosexual y conservador; hasta simplemente uno mismo. Para actuar con integridad ante, con y por el otro.
[Finalmente…]
Resulta curioso que, habida cuenta nos hallamos ante una horizonte que no es exagerado llamar misterioso, ciertamente dado a auténticos cambios de gran escala, siga siendo a priori, dificultoso hablar de la necesidad de revisar las formas en que atendemos nuestras relaciones interpersonales y familiares, fundamentales.
Este es un periodo de caos. Hay quienes procuramos mantener cierto orden en las esferas a mano. Pero ya se verá lo que ocurra entre todos después. Nuestra vuelta en masa a las calles, aun si se da de a pocos, traerá consigo accidentes. Habrá siempre quien pretenda que no ha cambiado apenas nada y quien crea que el desorden del que ahora participa debe permear todavía la marcha en adelante, negando precisamente, y sin saberlo, una verdadera salida. Pretendernos criaturas felices en lo tupido del bosque es estúpido, somos más bien criaturas de jardín, organizadas, hacedores y conservadores de jardines en relativa ampliación; debemos tener claro, eso sí, que es necesario preservar espacios en que el follaje crezca siempre libremente, a las afueras, adonde ir de exploración cada cierto tiempo, o a morir. Para nacer de nuevo, aprendiendo.