A la luz: Sobre Comienza Cabot Wright, novela de James Purdy

Por Juan Pablo Torres Muñiz

Es verdad que, cada cierto tiempo, la obra de James Purdy es reivindicada, pero también que a continuación y casi de inmediato, se la echa de vuelta al olvido. Esto se debe quizá a que su carácter, la visión que refleja en ella, obliga al lector –como ante una gresca inevitable– a tomar partido, cuestionando su época, cualquiera sea esta, pero más todavía a sí mismo, cualquiera sea su edad y experiencia.

Certeros puñetazos, más que empujones o tirones de la camisa: el lenguaje de Purdy, áspero, denso, es enormemente efectivo; conecta y sacude de inmediato lo más delicado, esa fragilidad tras el punto que, además, pareciese elegir con especial malicia. Asesta, en permanente movimiento, frases y oraciones; de ello que, en lugar de un matón agresivo, nos veamos ante un ligero púgil, de gran maña y sangre fría.

Su obra representa el desafío de la cruda calle, desnuda de pronto, sorprendente, dolorosa, si anduvimos demasiado tiempo haciéndonos de la vista gorda: es la luz sobre la sombra, que siempre pudimos encender, por la que alguien ha venido por fin a preguntarnos.

Comienza Cabot Wright es un buen ejemplo de todas estas cualidades.

De entrada, provoca: ¿qué tan posible sería hoy sacar a luz una novela de este tipo y esperar una acogida de público que no torne pronto en rabiosa lapidación, con el beneplácito de la crítica pacata?

He aquí, nada menos que la historia de un violador. Uno famoso en la ficción, al que abordan uno tras otro periodistas y pretendidos escritores, ávidos de una historia sensacional. Y he aquí, también, la historia de dos parejas de esposos que acaban involucradas en una serie de problemas, por esta misma pretensión, desde que uno de los maridos ha escrito una versión libre de la historia y decide ir a por Cabot para completarla, siendo la esposa de la otra pareja, quien en realidad lo hará…

Suena simple.

Aunque la novela no excede las trescientas páginas, tuerce las cosas de un modo que permite tentar: a otros autores, aun experimentados, les tomaría el doble, cuanto menos, y sin garantías de salvar el planteamiento del absurdo. Purdy dispone los hechos, lo mismo que el lenguaje en la elocución, como si se tratase del accidental heredero de un secreto, dueño de una clave maligna, completamente indispuesto a convenciones, tanto las más elevadas como las académicas y peor aún las del mercado, sacudiéndose de ellas como un mago ebrio, con rabiosa mofa. Esta asombrosa libertad invita a la comparación de la obra con auténticas proezas del género, como En nadar dos pájaros y El tercer policía, de Flann O’Brien. La novela de Cabot se emparenta con ellas en cuanto el éxito con que alcanza el mismo difícil objetivo: hacer de la historia, signo, primer referente, y el último, de una realidad paralela a la nuestra: ficción que, no obstante lo imaginativa que es, parte de la realidad más brutal, como algunas leyendas, y refiere con gran atrevimiento, en un juego de dinámica desconcertante, a las grandes cuestiones humanas (como si tomarse en serio la vida fuera ridículo y a menudo de lo más gracioso, mientras que reírse de ella –de su fuerza, no de las anécdotas–, de lo más despreciable, propio de almas cobardes y tristes).

A diferencia del narrador irlandés, insigne reinventor de la notable tradición cómica de su patria, Purdy concibe a los Estados Unidos como un territorio todavía ajeno a “su pueblo”, y a este último como invento forzado, aún en borrador. New York es su centro gravitacional; en dicha ciudad es que se cruzan cien veces mil caminos recién afirmados y vueltos a borrar con el pisoteo apresurado de quienes se matan entre sí por figurar entre los primeros capítulos perdurables de la Historia.

En Cabot Wright begins, la sociedad es un caos sondeado por lobos: lobos engañados, jóvenes o de veras viejos, no obstante, plenamente conscientes de su rol pasajero, de su saber en vuelco a obsolescencia. Condenados bultos y espectros, todos quienes no logran realizar “su sueño”, cuando este, por cierto, en gran parte de los casos, ni siquiera ha tenido ocasión de revelarse, tan apurados como andan todos en comprender de qué va la nueva realidad, ebrios del vigor del nuevo mundo.

El asombro que produce la novela se debe también a los modos en que se produce la refracción a través de este curioso prisma social, conectando los distintos niveles y estratos de que se compone… el mundo según Purdy. El autor es generoso en espantosas raciones del vicio propio de cada segmento, sin omisiones.

Los protagonistas de esta historia sudan, sangran…, vierten su vida de múltiples maneras, entre espasmos de vergüenza y espanto, al cabo de los que se miran unos a otros y tratan de entenderse, conectando sus deseos. Entre tanto desperdicio, asoma como lo más congruente, el abandono al vaivén de la red: voluntades en trazo seguro, jirones de vínculos tras una y otra traición.

Purdy tienta siempre a ceder a la propia brutalidad. Fácil sería enunciar, por ejemplo: El apetito de la mujer versus el apetito del hombre. Pero ¿cabe decir «contra», realmente “contra”? ¿No es acaso, fundamentalmente, un problema de comunicación?, ¿o es de enfoque? ¿Cuánto nos cuesta dar con el tono apropiado para la expresión de nuestro deseo? ¿Es acaso determinable a priori; existe uno ampliamente recomendable? ¿Existe algún modo de neutralidad? No.

No, y el deseo es afirmación y fuerza. Cuanto más sencilla su expresión, más brutal.

Por otro lado, cada una de las partes en una relación desea dominar esta por completo. El poder, en tanto atribución de fuerza, como capacidad de alterar un estado o el modo en que se desarrolla un proceso ajeno, se ejerce ora de un lado, ora del otro. De manera que eso que llamamos equilibrio se basa en la capacidad de ceder: dejarse dominar, dominándose, no obstante, uno mismo y a su realidad, en clave de entrega, auténtico sacrificio; y en saber hacer uso del propio turno, sin abusar.

Entre estas criaturas, una se eleva, singular en mayor grado, fantasmagórica: el terapeuta que cambia de nombre. Más presencia que personaje, pinta de entidad trascendente, como una leyenda, mucho más que un simple estafador, que, aunque pueda deber su fantástico perfil a los rumores que se tejen en torno a él, excede por mucho el ámbito de una personalidad cualquiera, definible en tiempo y lugar determinados. Se trata de un agente del mundo según Purdy, un agente liberador del deseo.

Conviene detenerse, por otro lado, en el tratamiento que ofrece esta lectura, de la vocación y el talento. Porque Comienza Cabot Wright, como En nadar dos pájaros, de O’Brien, refiere a aquella ingrata y voraz novia a que uno tributa la vida entera, sin esperar nada a cambio, salvo quizá perdón por anticipado, ante el riesgo también del desperdicio; a fin de cuentas, el talento no lleva el nombre de ninguna labor en particular, sino de una forma de percibir, entender e inventar, que a menudo se extravía.

Vargas Llosa insiste en múltiples textos y entrevistas, para explicar la escritura y, antes, la lectura, en la necesidad del ser humano de vivir otra vida, de contar con otra realidad. Esta tesis justifica por la vía del idealismo, la simple abstracción, el escape, pero también explica el esmero y la tenacidad empeñados para suplir, acaso, el genio, cuando se carece de él. Se trata, por otra parte, de una negación al enfrentamiento con las cuestiones hondas; en su caso, por ejemplo, respecto de las figuras señeras de la autoridad. Lo mejor de su trabajo, curiosamente, refiere a situaciones históricas reales, para retratar tangencialmente, por medio de prismas suavizantes, al tirano. Curioso, sí, pero no por casual.

En la novela de Purdy, como en el caso de las obras de autores decididamente penetrantes, la ficción constituye una propuesta refractante, de luz que quema: el texto confronta y hiere; conmueve y conmociona; revuelve. Purdy evita las explicaciones, lejos de ofrecer respuestas, preserva plena la complejidad de sus temas para la discusión –que provoca con agresividad–. Consecuentemente, sustrae la labor de la escritura de los burdos atributos de un supuesto estatus, y la eleva como ofrenda de religiosos votos: Que la obra diga lo que tenga que decir, también por uno.

El silencio en su prosa, repliegue antes y a continuación de cada golpe, nos coge asombrados, desnudos y a contrapié: con el flash sobre nuestra postura ante el lado oscuro del asunto: los motivos hondos de la narración; sin opción a esquivar el paso.

Finalmente, lo más espinoso:

El crimen bestial del protagonista atraviesa completa la obra, más allá del propio tema, también en cuanto perfila la obra por su perspectiva y, desde luego, por la forma elegida para narrar. Compromete a juicio, una vez más, provocadoramente, su valor literario.

La diferencia entre seducción y acoso corresponde a la existente entre erotismo y pornografía. El erotismo apela siempre a la imaginación, a la inteligencia, a elaboraciones abstractas; depende en todo caso de la elocuencia y capacidad alusiva de la insinuación, de la sensibilidad del receptor del mensaje; en suma, de la efectividad de la comunicación establecida; y opera, por ende, sirviéndose de mucho silencio, con determinado grado de oscuridad, empleando velos provocadores y perspectivas esquivas. La pornografía, por el contrario, es mostración pura, dirigida a excitar sin más, por el instinto; nada de velos, ni juegos de la imaginación…

Así, mientras la seducción corresponde al erotismo, en tanto se debe a la inteligencia y a la imaginación, en un juego complejo del que participan, más activa o pasivamente, las partes, cada una a su turno, pulsando, a veces con aspereza, por el intercambio de roles; el acoso se produce por una suerte de violenta “cosificación” de la persona; así, esta se ve repentinamente convertida en mero objeto de un deseo, y quien la desea obvia a partir de entonces toda auténtica participación del otro; responde a su instinto, ignorando toda voluntad más allá de la propia.

Cabot, el violador, necesita atender la nueva versión que se ha hecho de su historia, para reconocer y poder encajar los verdaderos hechos; al cabo, por ello colabora. Tras haber atendido antes, cientos de versiones diferentes, ha visto diluida en loca leyenda no solo su verdad primera, sino, la realidad. De manera que él necesita también esta ficción. Sin embargo, al reinventarse a sí mismo, resurge la pregunta: Con todo dado al traste, ¿qué corresponde a continuación, aparte de seguir al deseo y plegarse al monstruo de la masa?

En fin, una vez se lee a Purdy, no se le olvida, no sin delatarse.