Continuidad de la visión: Sobre obras de Gustave Caillebotte

Ver no conlleva más misterio, no literalmente; es de por sí, sin embargo, maravilloso. Uno ve, en efecto, lo que tiene ante sí. Pero visualiza justamente lo que no es posible de ver «a simple vista»; de hecho, lo hace visible por medio de algún procedimiento o a través del empleo de algún dispositivo, inclusive la imaginación. Así, uno ve efectivamente por medio de la vista, mientras que uno visualiza en la medida en que fragua ante sí una representación. ¿Qué media en este caso sino el prisma de la propia visión, esta vez como concepto en su acepción más compleja?

Continuidad de la visión: Sobre obras de Gustave Caillebotte

Por Victoria Viola y Juan Pablo Torres Muñiz

Visión y visualización…
La confusión entre estos dos términos sobresale entre otros varios descalabros idiomáticos por el modo en que ha venido a formar parte importante –no sin caché– del argot pseudo profesional de gestores de procesos, de producción, a nivel material, económico, así como de capital humano. Nos topamos con «visualizar» aquí y allá en redes sociales, lo mismo que con «aperturar» en lugar de «abrir», pero por ser menos evidente en su sentido, el error aquel truena más, claro, en la medida en que a uno le importe lo que dice y oye decir. Guste o no, el lenguaje verbal es articulación y, como tal, tiento de sentido, incluso para desafiar este en otros planos…
Ver no conlleva más misterio, no literalmente; es de por sí, sin embargo, maravilloso. Uno ve, en efecto, lo que tiene ante sí. Pero visualiza justamente lo que no es posible de ver «a simple vista»; de hecho, lo hace visible por medio de algún procedimiento o a través del empleo de algún dispositivo, inclusive la imaginación. Así, uno ve efectivamente por medio de la vista, mientras que uno visualiza en la medida en que fragua ante sí una representación. ¿Qué media en este caso sino el prisma de la propia visión, esta vez como concepto en su acepción más compleja?
La forma de mirar, claro, depende a menudo de la propia concepción del cuerpo, antes aún, del espacio y de las dimensiones que uno mismo ocupa, incluso a nivel inconsciente, reflejas, reveladas, gracia del lenguaje inventivo, en lo que uno ve. La concepción del mundo impregna así, no solo la obra de un artista de su tiempo, sino que lo hace tal, graba en su visión misma, la visión de su época, con la que, en caso se trate de un auténtico visionario, romperá.
Victoria ve en el legado de Caillebotte, hondo… Comparte la experiencia, atravesando la generalidad y el detalle en torno, para llevarnos pronto a obras puntuales, muy a su modo:

En 1848, año de la conformación de la II República, nace Gustave Caillebotte, en medio de la alta burguesía. Vio crecer el plan urbanístico del control social decidido por Napoleón III y realizada por el Barón Haussmann: París transformada en un panóptico, y sus alrededores en zonas diferenciadas de esparcimiento según las clases sociales. La estrategia arquitectónica ofrece al proletariado la distracción necesaria y lo aleja de toda voluntad de revueltas. Invisibilizarlo y profundizar el distanciamiento de los cuerpos, es el propósito. Luego vendrá La Comuna. Los obreros harán su espacio en la historia por medio de luchas y luego, sin miramientos, la resaca del poder, puros restos. De este hecho histórico trascendente, Caillebotte fue testigo. Entonces, por ejemplo, ofició de mecenas de amigos pintores, de otro modo, en más graves circunstancias.

Vamos a su obra.

Emile Zola, luego de visitar una muestra colectiva, expresó que su pintura era “burguesa” –una obviedad de su parte– y sumó el calificativo “antipintura”, por no poder sustraerse a medir las obras de Caillebotte con las de sus pares, luminosas y de tintes puros. Pudo haberse tratado del abrumador impacto del dibujo, más bien.

Mirar con atención una pintura de Courbet o de Manet constituye una potente lección de historia. Sucede lo mismo frente a un Caillebotte. Posibilita volver a preguntarnos por el entramado histórico que soporta una imagen y por los múltiples pliegues que conforman, en esta ocasión, el marco del denominado Impresionismo.

La velocidad del gesto luminoso, el concepto espacial de la estampa japonesa y el encuadre fotográfico, merecen mención, pero son solo parte. Es necesario traer su núcleo a escena: el presente y el conglomerado de información que posee, y del que el impresionismo, en particular, da cuenta como primer movimiento estético.

Aprovechando acaso su distancia de estas, Caillebotte da testimonio de las tareas proletarias, y pone en cuestión los atributos de su propia clase. Su mirada no deja de posarse en acciones y objetos en apariencia banales, nada más para hacernos morder el anzuelo.

Los Acuchilladores, 1875…

Estamos dentro de departamento suntuoso y vacío. Pero ¿lo está? No, de ninguna manera, aunque buena parte de observadores apunten lo contrario.

Aclaremos: lo que no hay son muebles en la nueva adquisición de la familia Caillebotte.

Tres cuerpos trabajan, lijan la madera húmeda del piso. Los torsos desnudos se iluminan por la luz blanca que avanza desde el ventanal. Los vemos en un plano aéreo anunciado. Es el lugar de la mirada propia de Dios. Caillebotte nos permite, por un instante, situarnos allí, “dueños” en plena contemplación.

Los tres cuerpos comparten un mismo origen: son obreros y parecen nacidos de la materia orgánica de la madera. Caillebotte no la diferencia, en cuanto al tono cromático, de las pieles. Las pinceladas son en general de similar factura, la textura, homogénea.

Los trabajadores devastan, pero no hay fuerza expresada en brazos y manos, como si la tarea fuese liviana. Tal vez porque el acento se encuentra en ese posible diálogo casi secreto, que los dos personajes próximos parecen mantener. ¿Hablan? ¿Qué se dicen? Un formón entra al plano y los señala. Un martillo entre el espacio de ambos y en diagonal, refuerza la escena. El tercer personaje parece ignorar la supuesta complicidad y, en un gesto leve, toma otra herramienta.

En un segundo plano encontramos esbozado, en un valor de tono bajo, ropa; ¿qué otra cosa puede ser ese montículo indiferenciado arrojado en un rincón? Ropa ajada, tela rústica de tinte neutro. Pero Caillebotte, con sutileza, desliza información esencial: en el ángulo inferior derecho, sobre un plano blanco que hace de tela, se apoya una botella verde, único fragmento, mínimo, de color. Es una botella tosca y el vaso adherido a su plano se encuentra servido. Beben los obreros, no precisamente del ajenjo de la ceguera, y mientras trabajan. ¿Por qué? No para calmar la sed, simplemente. ¿Para qué beben? Para sus demasiadas necesidades, como olvidar la rutina, el cansancio, la paga deficiente, para abstraerse mejor del contexto: la opulencia no les corresponde. Para renunciar y luego poder continuar. Renunciar y continuar. Continuar.

1876-1877…

Podría resumirse la historia de las artes visuales, nacidas en Europa, sólo haciendo referencia a la dirección de las miradas. No hay momento histórico que no dé cuenta del lugar del deseo.

En el Romanticismo, el hombre de espaldas en estado de fuga, ignorando al espectador, halla la naturaleza desbordante, cielos infinitos, parajes inhóspitos, alejados. Lo sublime estaba ahí, provocando vértigo, pero en el arte. El único artista romántico que supo de paraísos fue Gauguin, y el porqué requeriría otro texto.

La escena de “El Puente de Europa”, parece dialogar con “El caminante sobre el mar de Nubes” de Caspar Friedrich.

Los dos personajes tienen un límite: sus cuerpos no pueden en el afán de continuar a la deriva. En la pintura de Friedrich la mirada viaja y nosotros lo hacemos con ella. En la obra de Caillebotte se suma un cerrojo, éste se evidencia en el intento del personaje central de encontrar aquello que alguna vez hubo: un espacio abierto, atributos del territorio ahora sustraídos por la técnica y el progreso irrefrenable. Desea mirar, pero se imponen las estructuras voluminosas y férreas de un puente que, al caso, todo lo clausura. De la estación central de San Lázaro, lo más próximo a un rastro de la naturaleza resulta de las pinceladas blancas, circulares y envolventes que descubrimos similares a una nube, pero miramos con atención y, pues no lo es, se trata del vapor de una locomotora que parte, en horario, hacia un futuro, seguramente, promisorio.

Siempre habrá voluntad de continuar, al menos el gesto de nuestro personaje parece confirmar la sentencia. No sucede lo mismo con los otros dos cuerpos que habitan la obra. Del que luce acodado sabemos por la dirección de su mirada hacia los techos y los rieles. El otro atravesó el plano, sin más, en una de las direcciones posibles. Parte de su cuerpo ya no está. No sabemos hacia donde mira.

Y aquí estamos. Y tenemos la certeza de no ser percibidos. Ellos desconocen que están son contemplados. De la misma manera que nosotros ignoramos los viajes que realizarán las miradas futuras, las clausuras que necesitarán derribar, si podrán posarse sobre vestigios evocando lo extraviado, si encontrarán refugio.

Continuar. Continuar…

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